Sospecho que ahora es más una fuerza que un individuo, a pesar de su insistencia en lo contrario. Esa fuerza está contenida y se ha llegado a un equilibrio.
Kaladin se quedó mirando la brillante hoja de metal, que goteaba de condensación tras haber sido invocada y brillaba suavemente en color granate a lo largo de toda su superficie.
Shallan tenía una espada esquirlada.
Volvió la cabeza hacia ella y, al hacerlo, su mejilla rozó el plano de la hoja. No hubo gritos. Se detuvo y cautelosamente alzó un dedo para tocar el frío metal.
No sucedió nada. Los alaridos que había escuchado en su mente cuando luchaba junto a Adolin no se produjeron. Le pareció una mala señal. Aunque no conocía el significado de aquel terrible sonido, estaba relacionado con su vínculo con Syl.
—¿Cómo…? —preguntó.
—No es importante.
—Yo diría que sí.
—¡En este momento no! A ver, ¿piensas cogerla? Sujetarla de esta forma es incómodo. Si se me cae por accidente y te corto el pie, será culpa tuya.
Él vaciló, contemplando su cara reflejada en el metal. Vio cadáveres, amigos con los ojos abrasados. Siempre que le habían ofrecido un arma de estas, él la había rechazado.
Pero eso siempre había sido después del combate, o al menos en los terrenos de prácticas. Esto era diferente. Además, no iba a convertirse en un portador de esquirlada: solo usaría esta arma para proteger la vida de alguien.
Se decidió. Extendió la mano y cogió la hoja esquirlada por la empuñadura. Al menos esto le decía una cosa: no era probable que Shallan fuera un potenciador. De lo contrario, sospechaba que odiaría esta espada tanto como él.
—Se supone que no se puede dejar que nadie use tu espada —objetó Kaladin—. Por tradición, solo lo hacen el rey y los altos príncipes.
—Magnífico —respondió ella—. Puedes denunciarme a la brillante Navani por ser salvajemente indecente y prescindir del protocolo. Pero, de momento, ¿podemos hacer lo posible por sobrevivir, por favor?
—Sí —dijo él, sopesando la espada—. Me parece bien.
Apenas sabía usar una de estas hojas. Entrenarse con una espada de ejercicios no convertía a nadie en experto con las de verdad. Por desgracia, una lanza iba a servir de poco contra una criatura tan grande y acorazada.
—Ah, y otra cosa… —dijo Shallan—. ¿Podrías no «denunciarme» como he mencionado? Era una broma. Se supone que no debo tener esa espada.
—Nadie me creería de todas formas. Vas a echar a correr, ¿verdad? ¿Como te he dicho?
—Sí. Pero si puedes, por favor, desvía al monstruo hacia la izquierda.
—Esa es la dirección de los campamentos de guerra —respondió Kaladin, frunciendo el ceño—. Planeaba llevarlo hacia el interior de los abismos, para que tú…
—Necesito recuperar mi zurrón —dijo Shallan.
Mujer loca.
—Estamos luchando por nuestras vidas, Shallan. El zurrón no es importante.
—Al contrario, es muy importante. Lo necesito para… Bueno, los dibujos muestran los patrones de las Llanuras Quebradas. Lo necesitaré para ayudar a Dalinar. Por favor, hazlo.
—De acuerdo. Si puedo.
—Bien. Y esto…, por favor, no te mueras, ¿vale?
De repente Kaladin fue consciente de que ella se apretaba contra su espalda. Agarrándolo con fuerza, el aliento cálido en su nuca. Temblaba, y le pareció que podía oír en su voz a la vez temor y fascinación por su situación.
—Haré lo que pueda —dijo—. Prepárate.
Ella asintió, soltándolo.
Uno.
Dos.
Tres.
Kaladin saltó al abismo, se volvió y se lanzó a la izquierda, hacia el abismoide. Mujer de las tormentas. La bestia acechaba en las sombras en aquella dirección. No, en realidad se trataba de una sombra. Una sombra enorme y acechante, larga como una anguila, se alzó sobre el suelo del abismo y se agarró a las paredes con las patas.
Barritó y se lanzó hacia delante, con el caparazón rozando la roca. Sujetando con fuerza la hoja esquirlada, Kaladin se arrojó al suelo y pasó por debajo del monstruo, esquivándolo. El suelo tembló cuando las garras de la bestia intentaron alcanzarlo, pero el hombre de los puentes se levantó sano y salvo. Blandió salvajemente la espada, marcando una línea en la pared de roca, sin llegar a alcanzar al abismoide.
La bestia se enroscó, retorciéndose, y luego dio media vuelta. La maniobra fue mucho más rápida de lo que Kaladin había esperado.
«¿Cómo se mata a una criatura así?»., se preguntó, retrocediendo mientras el abismoide se posaba en el suelo para inspeccionarlo. Descargar un golpe contra ese enorme cuerpo difícilmente lo mataría lo bastante rápido. ¿Tenía corazón? No la gema corazón, sino uno de verdad. Tendría que intentar colocarse debajo otra vez.
Kaladin continuó retrocediendo, tratando de alejar a la criatura de Shallan. Se movía con más cuidado de lo que esperaba. Sintió un momento de alivio al ver que Shallan escapaba de la grieta y corría por el desfiladero.
—Vamos, tú —dijo, agitando la hoja esquirlada ante el abismoide. La bestia retrocedió, pero no contraatacó. Observaba, con los ojos ocultos en aquella cara oscura. La única luz procedía de la lejana rendija en las alturas y de las esferas que Kaladin había arrojado y que ahora estaban detrás del monstruo.
La hoja de Kaladin brillaba también suavemente, siguiendo un extraño dibujo que corría por su centro. Kaladin nunca había visto a ninguna hacer eso antes, pero claro, tampoco había visto nunca una espada esquirlada en la oscuridad.
Mientras contemplaba la extraña silueta que retrocedía ante él, con sus muchas patas, su cabeza retorcida, su armadura segmentada, a Kaladin le pareció que así debían de ser los Portadores del Vacío. Sin duda no podía existir nada más terrible que eso.
Al dar un paso atrás, tropezó con un macizo de cortezapizarra que brotaba del suelo.
El abismoide atacó.
Kaladin recuperó el equilibrio con facilidad, pero tuvo que rodar por el suelo, lo que implicó soltar la hoja esquirlada, no fuera a cortarse él mismo. Las oscuras garras golpearon a su alrededor mientras terminaba de rodar y saltaba primero a un lado, luego a otro. Acabó apretado contra el viscoso lado del abismo justo delante del monstruo, jadeando. Estaba demasiado cerca para que las garras lo alcanzaran, quizás, y…
La cabeza bajó, con las mandíbulas abiertas. Kaladin maldijo y tuvo que lanzarse de nuevo hacia un lado. Gruñó, se puso en pie y recogió la espada, que no se había desvanecido: sabía lo suficiente sobre ellas para comprender que una vez que Shallan le había instruido que apareciera, permanecería hasta que volviera a invocarla.
Giró sobre sus talones mientras una garra caía en el lugar donde acababa de estar. Le lanzó un tajo y logró cortar la punta de la garra cuando chocó contra la roca.
El corte no pareció afectarle. La hoja alcanzó el caparazón e hirió la carne de dentro, provocando un grito de ira, pero la garra era enorme. Había hecho el equivalente a cortar la punta del dedo gordo del pie a un enemigo. Tormentas. No estaba combatiendo a la bestia: tan solo la estaba molestando.
La criatura atacó con más agresividad, intentando alcanzarlo con una garra. Por fortuna, los confines del desfiladero dificultaban sus movimientos: sus brazos rozaron las paredes, y no pudo echarse atrás para equilibrar el golpe. Por eso probablemente Kaladin continuaba vivo. Se apartó, esquivando el ataque a duras penas, pero resbaló de nuevo en la oscuridad. Apenas veía nada.
Cuando otra garra caía hacia él, Kaladin se puso en pie y echó a correr desfiladero abajo, alejándose de la luz, dejando atrás plantas y residuos. El abismoide barritó y corrió tras él, chasqueando y rozando.
Kaladin se sentía tan lento sin luz tormentosa, tan torpe y patoso…
El abismoide estaba cerca. Kaladin calculó por instinto su siguiente movimiento. ¡Ya! Se detuvo de pronto, luego corrió hacia la criatura. El monstruo frenó con gran dificultad, el caparazón rozó contra las paredes, y Kaladin se agachó y pasó por debajo. Lanzó la hoja esquirlada hacia arriba, hundiéndola profundamente en el vientre de la criatura.
La bestia gritó más frenéticamente. Parecía que en efecto la había herido, pues de inmediato se alzó para arrancarle la espada. Entonces se retorció sobre sí misma en un abrir y cerrar de ojos, y Kaladin vio que aquellas espantosas mandíbulas se cernían sobre él. Se lanzó hacia delante, pero las chasqueantes fauces le alcanzaron la pierna.
Un dolor cegador le recorrió toda la extremidad. Kaladin golpeó con la hoja a pesar de que la bestia lo sacudía. Le pareció que la golpeaba en la cara, pero no podía estar seguro.
El mundo giró.
Kaladin chocó contra el suelo y rodó.
No había tiempo para marearse. Mientras todo le daba vueltas, rugió y se volvió. Había perdido la hoja esquirlada: no sabía dónde estaba. Su pierna. No la notaba.
Bajó la mirada, esperando ver solo un muñón desgarrado. Pero no era tan malo. Sangre, el pantalón roto, pero no se veía el hueso. El aturdimiento era producto del shock.
Su mente se había vuelto analítica y se concentraba en las heridas. Eso no era bueno. En este momento necesitaba al soldado, no al cirujano. La bestia se erguía en el abismo, y le faltaba un trozo del caparazón facial.
Muévete.
Kaladin se volvió y se puso a cuatro patas para incorporarse. La pierna le sostenía, más o menos. La bota chapoteó sangre al pisar.
¿Dónde estaba la hoja esquirlada? Allí delante. Había caído lejos, clavándose en el suelo cerca de las esferas que había arrojado desde la grieta. Kaladin cojeó hacia ella, pero tenía problemas para andar, muchos más para correr. Había recorrido la mitad de la distancia cuando su pierna cedió. Cayó con fuerza, rozándose el brazo con la cortezapizarra.
El abismoide barritó y…
—¡Eh! ¡Eh!
Kaladin se retorció en el suelo. ¿Shallan? ¿Qué estaba haciendo esa mujer idiota, de pie en el abismo, agitando los brazos como una loca? ¿Cómo había conseguido llegar hasta allí?
Ella volvió a gritar, atrayendo la atención del abismoide. Su voz resonaba extrañamente.
El abismoide se volvió hacia la joven y empezó a cargar.
—¡No! —chilló Kaladin. Pero ¿de qué servía gritar? Necesitaba su arma. Apretando los dientes, se retorció y se arrastró lo mejor que pudo hacia la hoja esquirlada. Tormentas. Shallan…
Arrancó la espada de la roca, pero volvió a desplomarse. La pierna ya no lo sostenía. Se volvió, empuñando la hoja y escrutando el abismo. El monstruo continuaba moviéndose de un lado a otro, barritando, un terrible sonido que resonaba y reverberaba en los estrechos confines del desfiladero. Kaladin no pudo ver ningún cadáver. ¿Había escapado Shallan?
Apuñalar al maldito monstruo en el pecho tan solo parecía haberlo airado más. La cabeza. Su única oportunidad era la cabeza.
El hombre de los puentes pugnó por ponerse en pie. El monstruo dejó de golpear el suelo y con un grito se lanzó hacia él. Kaladin agarró la espada con las dos manos, pero se tambaleó. Trató de apoyarse en una rodilla, pero la pierna cedió por completo y cayó de lado. En el último instante evitó por los pelos cortarse él mismo con la hoja esquirlada.
Chapoteó en un charco de agua. Delante de él, una de las esferas que había arrojado resplandecía con una brillante luz blanca.
Metió la mano en el agua y la cogió, aferrándose al cristal helado. Necesitaba esa luz. Tormentas, su vida dependía de ello.
«Por favor».
El abismoide se alzó sobre él.
Kaladin inhaló con dificultad, como el hombre que jadea en busca de aire. Oyó… como desde muy lejos…
Sollozos.
Ningún poder entró en él.
El abismoide atacó. Kaladin se retorció y, extrañamente, se vio a sí mismo. Su otra versión se alzaba sobre él con la espada en alto, enorme. Era al menos un cincuenta por ciento más grande que él.
«Por los ojos del Todopoderoso, ¿qué…?»., pensó Kaladin, aturdido, mientras el abismoide descargaba un brazo contra la figura que tenía a su lado. Aquel no-él se disolvió en una humareda de luz tormentosa.
¿Qué había hecho? ¿Cómo lo había hecho?
No importaba. Conservaba la vida. Con un grito de desesperación, se puso de nuevo en pie y se abalanzó contra el abismoide. Necesitaba acercarse, igual que antes, lo suficiente para que las zarpas no pudieran moverse en ese lugar estrecho.
Lo suficientemente cerca para…
El abismoide retrocedió. Luego intentó darle un mordisco, extendiendo las mandíbulas; los ojos terribles se acercaron.
Kaladin golpeó hacia arriba.
El abismoide se desplomó. El caparazón chasqueó y las patas se estremecieron. Shallan gritó, con la mano libre en la boca, desde donde estaba escondida detrás de un peñasco. Tenía la piel y la ropa manchadas de negro.
El abismoide había caído sobre Kaladin.
Shallan soltó su papel (tenía un dibujo de ella y otro de Kaladin), y corrió entre las rocas sin hacer caso a la negrura que la rodeaba. Había necesitado estar cerca de la lucha para que las ilusiones funcionaran. Habría sido mejor enviarlas con Patrón, pero eso resultó problemático porque…
Se detuvo delante de la bestia, que aún se retorcía: un montón de carne y caparazón como un alud de piedra. Vaciló, indecisa.
—¿Kaladin? —llamó. Su voz sonó débil en la oscuridad.
«Basta —se dijo—. Nada de timidez. Ya has superado eso». Tras inspirar profundamente, avanzó, abriéndose paso sobre las enormes patas acorazadas. Trató de apartar una garra, pero pesaba demasiado para ella, así que se subió encima y resbaló hasta el otro lado.
Se detuvo al oír algo. La cabeza del abismoide yacía cerca, con los enormes ojos velados. De ella empezaron a surgir spren, como hilillos de humo. Los mismos que antes, pero… ¿se marchaban? Acercó su luz.
La mitad inferior del cuerpo de Kaladin sobresalía de la boca del abismoide. ¡Todopoderoso en las alturas! Shallan jadeó y continuó avanzando. Intentó, con dificultad, sacar al hombre de los puentes de la mandíbula cerrada antes de invocar su hoja esquirlada y cortar el maxilar.
—¿Kaladin? —preguntó, asomándose nerviosa a la boca de la criatura desde el lado donde había cortado el maxilar.
—Ough —respondió una débil voz.
¡Vivo!
—¡Aguanta! —dijo, cortando la cabeza de la criatura, con cuidado de no alcanzar a Kaladin. Un icor violeta brotó, manchándole los brazos. Olía a moho húmedo.
—Esto es un poco incómodo… —murmuró Kaladin.
—Estás vivo —repuso Shallan—. Deja de quejarte.
Estaba vivo. Oh, Padre Tormenta. Vivo. Shallan tendría que quemar un enorme montón de plegarias cuando regresaran.
—Aquí huele fatal —se quejó Kaladin débilmente—. Casi tan mal como tú.
—Da las gracias —dijo Shallan mientras trabajaba—. Mira, aquí tengo un espécimen razonablemente perfecto de abismoide (con el pequeño detalle de que está muerto), y lo estoy haciendo pedacitos por ti en vez de estudiarlo.
—Te estaré eternamente agradecido.
—¿Cómo has acabado en la boca, por cierto? —preguntó Shallan, arrancando un trozo de caparazón que produjo un sonido asqueroso. Lo arrojó a un lado.
—Lo apuñalé a través del paladar —dijo Kaladin—, hasta el cerebro. Es la única forma que se me ocurrió de matar al maldito bicho.
Ella se agachó y metió la mano por el gran agujero que había abierto. Con un poco de esfuerzo, y tras cortar un poco más en la parte delantera de la mandíbula consiguió sacar a Kaladin por el lado. Cubierto de icor y sangre, pálido por la aparente hemorragia, parecía la misma muerte.
—Tormentas —susurró ella mientras él yacía tendido en las rocas.
—Véndame la pierna —dijo Kaladin débilmente—. No te preocupes por el resto. Ya sanará…
Ella miró el estropicio que era su pierna y se estremeció. Parecía… Parecía como… Balat…
Kaladin no caminaría con esa pierna en un futuro inmediato. «Oh, Padre Tormenta», pensó, al tiempo que se rasgaba la falda del vestido a la altura de las rodillas. Vendó la pierna con fuerza, como él le iba indicando. Parecía pensar que no necesitaba torniquete. Shallan le hizo caso: probablemente había vendado muchas más heridas que ella.
Se arrancó la manga del brazo derecho y la usó para vendar una segunda herida que tenía en el costado, donde el abismoide había empezado a partirlo por la mitad cuando mordió. Luego se sentó a su lado, sintiéndose agotada y helada, con los brazos y las piernas expuestos al frío aire del fondo del abismo.
Kaladin inspiró profundamente, descansando en el suelo de piedra, con los ojos cerrados.
—Dos horas hasta la alta tormenta —susurró.
Shallan miró al cielo. Estaba casi oscuro.
—O menos —susurró—. Lo derrotamos, pero estamos muertos de todas formas, ¿no?
—Parece injusto —dijo él. Entonces gimió y se sentó.
—¿No deberías…?
—Bah. He tenido heridas peores que esta.
Ella enarcó una ceja mientras él abría los ojos. Parecía mareado.
—Es verdad —insistió—. No es ninguna bravata de soldado.
—¿Tan malas? —preguntó ella—. ¿Cuántas veces?
—Dos —confesó él. Miró por encima de la enorme masa del abismoide—. Vaya, hemos conseguido acabar con él.
—Es triste, lo sé —dijo ella, deprimida—. Era precioso.
—Me parecería más precioso si no hubiera intentado comerme.
—Desde mi punto de vista —advirtió ella—, no lo intentó: lo consiguió.
—Tonterías —dijo Kaladin—. No logró tragarme, así que no cuenta. —Extendió la mano hacia ella como para pedirle ayuda para ponerse en pie.
—¿Quieres intentar continuar?
—¿Esperas que me quede aquí tendido en el abismo hasta que lleguen las aguas?
—No, pero… —Shallan alzó la cabeza. El abismoide era grande. Tal vez seis metros de altura, y yacía de costado—. ¿Y si nos encaramáramos a ese bicho y tratáramos de escalar hasta lo alto? —Cuanto más se habían dirigido al oeste, más bajos se habían vuelto los abismos.
Kaladin miró hacia arriba.
—Hay unos buenos veinticinco metros de escalada, Shallan. ¿Y qué haríamos en lo alto de la meseta? La tormenta nos barrería igualmente.
—Al menos podríamos buscar algún tipo de refugio… Tormentas, no hay esperanza, ¿verdad?
Extrañamente, él ladeó la cabeza.
—Tal vez.
—¿Solo «tal vez»?
—Refugio… Tienes una hoja esquirlada.
—¿Y? —preguntó ella—. No puedo cortar una muralla de agua.
—No, pero sí puedes cortar la piedra.
Kaladin se volvió a mirar la pared del abismo. Shallan contuvo la respiración.
—¡Podemos abrir un cubículo! Como el que usan los exploradores.
—Ahí arriba —señaló él—. Se ve hasta dónde llega la línea del agua. Si podemos llegar más alto…
Había que escalar, de todas formas. Shallan no tendría que subir hasta donde el abismo se estrechaba en lo más alto, pero no sería una escalada fácil en modo alguno. Y tenía muy poco tiempo.
Pero era una posibilidad.
—Vas a tener que hacerlo tú —dijo Kaladin—. Yo podría mantenerme en pie, con ayuda. Pero escalar y empuñar una hoja esquirlada al mismo tiempo…
—De acuerdo —respondió Shallan, poniéndose en pie. Inspiró profundamente—. De acuerdo.
Empezó escalando la espalda del abismoide. El suave caparazón estaba resbaladizo, pero encontró asideros entre las placas. Una vez en el lomo, miró hacia la línea de agua. Parecía mucho más alta que desde abajo.
—Ve haciendo asideros —indicó Kaladin.
Cierto. Seguía olvidándose de la hoja esquirlada. No quería pensar en ella…
No. No era momento para eso. Invocó la espada y marcó una serie de largas franjas de roca, haciendo que los trozos cayeran y rebotaran en el caparazón. Se echó el pelo hacia atrás mientras trabajaba en la penumbra para crear una especie de escala con asideros por toda la pared.
Empezó a escalar. De pie en una y aferrada a la más alta, invocó de nuevo la hoja esquirlada y trató de tallar un escalón aún más arriba, pero la espada era demasiado larga.
Obediente, se redujo al tamaño de una espada mucho más corta, en realidad un cuchillo grande.
«Gracias», pensó ella, y talló la siguiente línea en la roca.
Ascendió, asidero tras asidero. Era un trabajo agotador, y cada dos por tres tenía que bajar para descansar las manos. Al cabo de un rato, llegó hasta lo más alto que pudo, por encima de la línea de agua. Se quedó allí colgada torpemente, luego empezó a golpear secciones de roca, tratando de cortarlas para que no le cayeran encima de la cabeza.
Las rocas que caían resonaban contra el blindaje del abismoide muerto.
—¡Lo estás haciendo muy bien! —gritó Kaladin—. ¡Sigue así!
—¿Cuándo te has vuelto tan dicharachero?
—Desde que asumí que estaba muerto, y luego de repente ya no lo estuve.
—Eso me recuerda que me conviene intentar matarte de vez en cuando —replicó ella—. Si tengo éxito, me sentiré mejor, y si fracaso, te sentirás mejor tú. ¡Siempre hay alguien que sale ganando!
Ella lo oyó reír mientras seguía cavando en la piedra. Era más difícil de lo que había imaginado. Sí, la hoja cortaba la roca con facilidad, pero tenía que buscar secciones que no se desmoronaran. Tenía que despedazarlas, y luego retirar la espada y coger los trozos para tirarlos.
Sin embargo, después de una hora de frenético trabajo, consiguió terminar algo que parecía un refugio. No era tan profundo como habría querido, pero tendría que valer. Agotada, volvió a bajar por su improvisada escala una última vez y se desplomó en la espalda del abismoide, entre los escombros. Sentía los brazos como si hubiera levantado algo muy pesado… y técnicamente probablemente lo había hecho, ya que escalar significaba auparse a sí misma.
—¿Has terminado? —preguntó Kaladin desde el suelo.
—No, pero casi. Creo que cabremos los dos.
Kaladin guardó silencio.
—Vas a subir al agujero que acabo de abrir, Kaladin muchacho del puente, matador de abismoide y señor del malhumor. —Se asomó por el lado del abismoide para mirarlo—. No vamos a tener otra estúpida conversación sobre que te quedarás aquí a morir mientras yo continúo con valentía. ¿Entendido?
—No estoy seguro de poder andar, Shallan —dijo Kaladin con un suspiro—. Mucho menos escalar.
—Vas a hacerlo aunque tenga que llevarte en brazos.
Él alzó la cabeza y sonrió, con la cara cubierta de icor violeta seco que se había limpiado lo mejor que había podido.
—Me gustaría ver eso.
—Vamos —indicó Shallan, levantándose con dificultad. Tormentas, sí que estaba cansada. Usó la espada para cortar una enredadera de la pared. Curiosamente, hicieron falta dos golpes para soltarla. El primero le cercenó el alma. Luego, una vez muerta, pudo cortarla con la espada.
La parte superior se retiró, enroscándose como un sacacorchos para ganar altura. Ella arrojó un lado del trozo que había soltado. Kaladin lo cogió con una mano y, tratando de no apoyarse en la pierna herida, subió con cuidado hasta lo alto del abismoide. Una vez allí se desplomó junto a ella. El sudor había dejado surcos en la suciedad de su rostro. Miró la escala abierta en la roca.
—¿De verdad vas a hacerme subir por ahí?
—Sí —dijo ella—. Por motivos totalmente egoístas.
Él la miró.
—No voy a consentir que lo último que veas en la vida sea a mí aquí de pie con unos andrajos sucios, cubierta de sangre púrpura, con el pelo en completo desorden. Es indigno. En pie, muchacho del puente.
A lo lejos, oyó un rugido. «Mala cosa…».
—Sube tú —dijo él.
—Yo no…
—Sube —ordenó él con más firmeza— y túmbate en el hueco, luego extiende la mano por el borde. Cuando llegue a lo alto, podrás ayudarme los últimos palmos.
Ella vaciló un momento, luego cogió su zurrón y empezó a subir. Tormentas, aquellos asideros eran resbaladizos. Una vez arriba, se arrastró al poco profundo cubículo y se asomó precariamente, extendiendo una mano mientras se sujetaba con la otra. Él la miró, apretó los dientes y empezó a escalar.
Usaba principalmente las manos, apoyándose en la pierna sana y procurando proteger la herida. Sus musculosos brazos de soldado le permitieron ascender grieta a grieta.
Más abajo, el abismo empezó a llenarse de agua. De pronto el agua se convirtió en un torrente.
—¡Vamos! —urgió ella.
El viento aullaba por los abismos, un sonido lúgubre y espectral que se colaba por los barrancos. Como el gemido de espíritus muertos hacía mucho tiempo. El agudo sonido venía acompañado por un grave rugido.
Por todas partes, las plantas se retiraron, las enredaderas se retorcieron y se tensaron, los rocabrotes se cerraron, los florvolantes se plegaron. El abismo se escondía.
Kaladin gruñó, sudando, con el rostro tenso de dolor y esfuerzo, los dedos temblorosos. Se aupó otro peldaño más, luego extendió la mano hacia la de Shallan.
El muro de tormenta golpeó.