La forma artística para la belleza y el tono.

Uno anhela las canciones que crea.

La mayoría incomprendida por el artista es cierto,

vienen los spren a los destinos de los cimientos.

De La canción de las clasificaciones de los oyentes, estrofa 90

El sol era un ascua ardiente que se hundía en el horizonte hacia el olvido, mientras Shallan y su pequeña caravana se acercaban a la fuente del humo que tenían delante. Aunque la columna había menguado de tamaño, en ese momento distinguió que procedía de tres puntos distintos.

Se puso en pie en la bamboleante carreta mientras ascendían una última colina, y luego se detuvieron a pocos metros de poder ver qué había allí. Ah, claro: remontar la colina sería muy mala idea si había bandidos esperando al otro lado.

Bluth bajó de la carreta y echó a correr. No era demasiado ágil, pero sí el mejor explorador que tenían. Se agachó y se quitó el sombrero demasiado elegante, antes de ascender por la colina para echar un vistazo. Un momento después se irguió, olvidado el intento de sigilo.

Shallan saltó de su asiento y echó a correr, aunque las faldas se le enganchaban en las retorcidas ramas de los brezos aquí y allá. Llegó a la cima de la colina antes de que lo hiciera Tvlakv.

Reinaba el silencio. Tres carretas humeaban y los signos de una batalla cubrían el terreno: flechas diseminadas y un montón de cadáveres. A Shallan le dio un vuelco el corazón cuando vio a los vivos entre los muertos. Unas cuantas figuras cansadas rebuscaban entre los restos o movían los cuerpos. No iban vestidos como bandidos, sino como honrados trabajadores de las caravanas. Cinco carros más se apiñaban al otro extremo del campamento. Algunos estaban chamuscados, pero todos parecían operativos y seguían cargados de mercancías.

Hombres y mujeres armados atendían sus heridas. Guardias. Un grupo de asustados parshmenios cuidaban a los chulls. Habían atacado a esta gente, pero habían sobrevivido.

—Por el aliento de Kelek… —dijo Tvlakv. Se dio media vuelta e indicó a Bluth y Shallan que retrocedieran—. Atrás, antes de que nos vean.

—¿Qué? —dijo Bluth, aunque obedeció—. Pero si es otra caravana, como esperábamos.

—Sí, y no tienen por qué saber que estamos aquí. Es posible que quieran hablar con nosotros, y eso nos retrasaría. ¡Mira! —Señaló hacia atrás.

A la luz del crepúsculo, Shallan distinguió una sombra que remontaba una colina no muy lejos tras ellos. Los desertores. Indicó a Tvlakv que le entregara su catalejo y este obedeció a regañadientes. La lente estaba resquebrajada, pero Shallan pudo echar un buen vistazo. La treintena aproximada de hombres eran soldados, como había informado Bluth. No llevaban ningún estandarte, no marchaban en formación ni vestían uniforme alguno, pero parecían bien equipados.

—Tenemos que bajar y pedir ayuda a la otra caravana —decidió Shallan.

—¡No! —exclamó Tvlakv, recuperando el catalejo—. ¡Tenemos que huir! ¡Los bandidos verán a este grupo, más rico pero más débil, y caerán sobre ellos en vez de sobre nosotros!

—¿Y crees que luego no nos perseguirán? —repuso Shallan—. Nuestras huellas serán fácilmente visibles. ¿Crees que no nos alcanzarán dentro de unos días?

—Habrá una alta tormenta esta noche. Puede que cubra nuestras huellas y se lleve las conchas de las plantas que aplastamos.

—No creo —replicó ella—. Si nos quedamos con esta nueva caravana, podremos añadir nuestra fuerza a la de ellos. Podremos aguantar. Es…

Bluth alzó de repente una mano y se volvió.

—He oído algo. —Dio media vuelta, buscando su cachiporra.

Había una figura cerca, oculta por las sombras. Al parecer, la caravana de abajo tenía un explorador propio.

—Los condujisteis directamente hacia nosotros, ¿no? —preguntó una voz de mujer—. ¿Qué son? ¿Más bandidos?

Tvlakv alzó su esfera y descubrieron que el explorador era una mujer ojos claros de altura media y constitución atlética. Llevaba pantalones y un largo gabán que casi parecía un vestido, sujeto a la cintura. En la mano segura llevaba un guante pardo y hablaba alezi sin ningún acento.

—Yo… —dijo Tvlakv—. Solo soy un humilde mercader, y…

—Los que nos persiguen son sin duda bandidos —interrumpió Shallan—. Vienen persiguiéndonos todo el día.

La mujer soltó una maldición y alzó su propio catalejo.

—Bien equipados —murmuró—. Desertores, supongo. Lo que nos faltaba. ¡Yix!

No lejos de allí, se levantó una segunda figura, vestida con ropas oscuras del color de la piedra. Shallan dio un respingo. ¿Cómo era posible que no lo hubiera visto? ¡Con lo cerca que estaba! Llevaba una espada al cinto. ¿Un ojos claros? No, un forastero, a juzgar por el cabello dorado. Ella nunca estaba segura de lo que significaba el color de ojos para su estatus social. No había gente con ojos claros en la región de Makabaki, aunque tenían reyes, y prácticamente todo el mundo en Iri tenía los ojos color amarillo claro.

Se acercó corriendo, con la mano en el arma, observando a Bluth y Tag con evidente hostilidad. La mujer le dijo algo en una lengua que Shallan no conocía, y el hombre asintió antes de echar a correr hacia la caravana de más abajo. La mujer lo siguió.

—Espera —la llamó Shallan.

—No tengo tiempo para charlar —replicó—. Hemos de luchar contra dos grupos de bandidos.

—¿Dos? ¿No derrotasteis al que os atacó antes?

—Conseguimos que se retiraran, pero volverán pronto. —La mujer se detuvo un instante—. El fuego fue un accidente, creo. Usaban antorchas para asustarnos. Se retiraron para que apagáramos los incendios, ya que no querían perder más mercancía.

Dos fuerzas, entonces. Bandidos por delante y por detrás. Shallan notó que sudaba pese al aire frío mientras el sol desaparecía bajo el horizonte occidental.

La mujer miró hacia el norte, hacia el lugar donde debía de haberse retirado su grupo de bandidos.

—Sí, volverán —añadió—. Querrán acabar con nosotros antes de que llegue la tormenta esta noche.

—Os ofrezco mi protección —se oyó decir Shallan.

—¿Tu protección? —repitió la mujer, sorprendida, al tiempo que se volvía hacia ella.

—Si nos aceptáis a mí y a los míos en vuestro campamento —dijo Shallan—, me encargaré de vuestra seguridad esta noche. Después necesitaré vuestro servicio para que me llevéis a las Llanuras Quebradas.

La mujer se echó a reír.

—Eres decidida, seas quien seas. ¡Puedes unirte a nuestro campamento, pero morirás con nosotros!

Se oían unos gritos procedentes de la caravana. Al cabo de un instante, una lluvia de flechas atravesó la noche desde esa dirección, arrasando a las carretas y los trabajadores de la caravana.

Chillidos.

Los bandidos surgieron de la oscuridad. No estaban tan bien equipados como los desertores, pero no hacía falta. A la caravana le quedaban menos de una docena de guardias. La mujer soltó una maldición y echó a correr colina abajo.

Shallan se estremeció, abriendo mucho los ojos ante la súbita carnicería que se estaba produciendo más abajo. Entonces se dio media vuelta y se encaminó hacia las carretas de Tvlakv. Ese súbito escalofrío le resultaba familiar. El frío de la claridad. Sabía lo que debía hacer. Ignoraba si funcionaría, pero vio la solución, como las líneas de un boceto, uniéndose para transformar garabatos aleatorios en un dibujo completo.

—Tvlakv —dijo—, lleva a Tag abajo e intenta ayudar a esa gente a luchar.

—¿Qué? No. No, no pienso arriesgar la vida por tu necedad.

Ella lo miró a los ojos en medio de la penumbra y el hombre se detuvo. Shallan sabía que brillaba levemente: notaba la tormenta en su interior.

—Hazlo. —Lo dejó y se encaminó hacia su carreta—. Bluth, da la vuelta al carro.

Él estaba de pie junto a la carreta con una esfera en la mano, contemplando algo. ¿Una hoja de papel? Sin duda Bluth no entendía de glifos.

—¡Bluth! —exclamó Shallan al tiempo que se encaramaba en la carreta—. Tenemos que ponernos en marcha. ¡Ahora mismo!

Él se estremeció, guardó el papel y ocupó su asiento junto a ella. No tardó en azuzar al chull para que se diera la vuelta.

—¿Qué hacemos? —preguntó.

—Vamos al sur.

—¿Hacia los bandidos?

—Sí.

Por una vez siguió sus indicaciones sin quejarse, azuzando al chull para que fuera más rápido, como si estuviera ansioso por acabar con todo eso de una vez. La carreta se sacudió y estremeció mientras bajaban por una colina y luego subían por otra.

Llegaron a la cima y contemplaron a los bandidos que subían hacia ellos. Llevaban antorchas y linternas de esferas, así que Shallan pudo verles las caras. Expresiones oscuras en hombres sombríos con las armas desenvainadas. Sus petos o sus jubones de cuero tal vez tuvieron en algún momento símbolos de vasallaje, pero ella advirtió que los habían recortado o arrancado.

Los desertores la miraron con clara sorpresa. No esperaban que su presa viniera hacia ellos. Su llegada los aturdió durante un momento. Un momento importante.

«Habrá un oficial —pensó Shallan, de pie en su asiento—. Son soldados, o lo fueron en el pasado. Tendrán una estructura de mando».

Shallan inspiró profundamente. Bluth alzó su esfera, mirándola, y gruñó como con sorpresa.

—¡Bendito sea el Padre Tormenta por haberos traído aquí! —les gritó Shallan a los hombres—. Necesito vuestra ayuda desesperadamente.

El grupo de desertores se la quedó mirando.

—¡Bandidos! —exclamó Shallan—. Unos bandidos despiadados están atacando a nuestros amigos de la caravana, dos colinas más allá. ¡Es una masacre! Dije que había visto soldados aquí atrás, dirigiéndose hacia las Llanuras Quebradas, pero nadie me creyó. Por favor, tenéis que ayudarnos.

De nuevo, ellos se la quedaron mirando. «Un poco como el visón que se cuela en el cubil del espinablanca y pregunta cuándo es la cena…»., pensó Shallan. Finalmente, los hombres arrastraron inquietos los pies y se volvieron hacia un hombre que estaba en el centro del grupo. Alto, barbudo, tenía brazos que parecían demasiado largos para su cuerpo.

—Bandidos, dice —replicó el hombre, con voz inexpresiva.

Shallan saltó de la carreta y caminó hacia el hombre, dejando a Bluth sentado como si fuera un bulto silencioso. Los desertores le dejaron paso. Iban vestidos con ropas sucias y desgarradas, con el pelo revuelto y descuidado, y sus caras no habían visto una navaja (ni una toalla) en años. Y, sin embargo, a la luz de las antorchas, sus armas brillaban sin una mancha de óxido y sus petos estaban pulidos hasta el punto de reflejar sus rasgos.

La mujer que Shallan vio en uno de los petos parecía demasiado alta, demasiado regia, para ser ella misma. En vez del pelo enmarañado, tenía una larga melena roja y ondulada. En vez de harapos de refugiada, lucía un vestido con bordados de oro. No llevaba collar antes, y cuando alzó la mano hacia el jefe de la banda, sus uñas lastimadas parecieron perfectamente cuidadas.

—Brillante —dijo el hombre mientras ella se acercaba—, no somos lo que crees que somos.

—Al contrario —respondió Shallan—. Vosotros no sois lo que creéis que sois.

Los que la rodeaban a la luz del fuego la contemplaban con miradas ansiosas, y ella sintió que todo su cuerpo se erizaba. En el cubil del depredador, en efecto. Sin embargo, la tormenta que se había desatado en su interior la espoleó a la acción, y la instaba a sentir más confianza.

El jefe abrió la boca como para dar alguna orden, pero Shallan lo interrumpió.

—¿Cuál es tu nombre?

—Me llaman Vathah —respondió el tipo, volviéndose hacia sus aliados. Era un nombre vorin, igual que el de Shallan—. Y yo decidiré qué hacer contigo más tarde. Gaz, coge a esta y…

—¿Qué serías capaz de hacer, Vathah, para borrar el pasado? —lo interrumpió Shallan, hablando en voz alta.

Él se volvió a mirarla y la luz de las antorchas le iluminó un lado del rostro.

—¿Protegerías en vez de matar, si tuvieras la oportunidad? —preguntó Shallan—. ¿Rescatarías en vez de robar si pudieras empezar de nuevo? Hay buenas personas que están muriendo mientras nosotros hablamos. Puedes impedirlo.

Los oscuros ojos del hombre parecían muertos.

—No podemos cambiar el pasado.

—Pero yo puedo cambiar vuestro futuro.

—Somos hombres buscados.

—En efecto, he venido en busca de hombres. Esperaba encontrar hombres. Se os ofrece la oportunidad de volver a ser soldados. Venid conmigo. Me encargaré de que tengáis una nueva vida. Una nueva vida que empezará salvando en vez de matar.

Vathah bufó, despectivo. Su rostro parecía inacabado, tosco, como un boceto.

—Los brillantes señores nos han fallado en el pasado.

—Escucha —dijo Shallan—. ¿No oyes los gritos?

Unos chillidos agónicos los alcanzaron. Alaridos de ayuda. Trabajadores de la caravana, tanto hombres como mujeres. Estaban muriendo. Sonidos espantosos. Shallan se sorprendió, a pesar de haberlos señalado, de la claridad con que llegaban los sonidos. Hasta qué punto parecían súplicas de ayuda.

—Date otra oportunidad —insistió Shallan en voz baja—. Si regresas conmigo, me encargaré de que tus delitos sean perdonados. Te lo prometo por todo lo que tengo, por el mismísimo Todopoderoso. Podéis empezar de nuevo. Comenzar como héroes.

Vathah le sostuvo la mirada. Este hombre era de piedra. Shallan advirtió con tristeza que no se dejaba conmover. La tempestad de su interior empezó a difuminarse y sus temores aumentaron. ¿Qué estaba haciendo? ¡Eso era una locura!

Vathah apartó de nuevo la mirada y ella supo que había perdido la ocasión. El hombre ladró la orden para que la apresaran.

Nadie se movió. Shallan se había centrado solo en él, no en las otras dos docenas de hombres que se habían ido acercando con las antorchas en alto. La miraban con aire expectante y sin asomo de la lujuria que ella había advertido antes. En cambio, tenían los ojos muy abiertos, ansiosos, reaccionando a los lejanos gritos. Los hombres acariciaron sus uniformes, el lugar donde antes habían llevado sus insignias. Otros miraban sus lanzas y hachas, armas de un servicio quizá no muy lejano en el tiempo.

—¡Estúpidos! ¿Os lo estáis pensando? —masculló Vathah.

Un hombre, un tipo bajo con la cara marcada de cicatrices y un parche en un ojo, asintió.

—No me importaría empezar de nuevo —murmuró—. Tormentas, sí que estaría bien.

—Una vez le salvé la vida a una mujer —dijo otro, un hombre alto y calvo de cuarenta y pocos años—. Me sentí como un héroe durante varias semanas. Me invitaba en la taberna. Recibí afecto. ¡Maldición! Aquí nos estamos muriendo.

—¡Nos marchamos para escapar de su opresión! —gritó Vathah.

—¿Y qué hemos hecho con nuestra libertad, Vathah? —preguntó un hombre desde el fondo del grupo.

En el silencio que siguió, Shallan solo oyó los gritos de ayuda.

—Por todas las tormentas, yo pienso ir —dijo el hombre del parche, y echó a correr colina arriba. Otros se dieron la vuelta y lo siguieron.

Shallan se volvió, con las manos unidas, mientras casi el grupo entero echaba a correr. Bluth permanecía de pie en lo alto de la carreta, con el rostro sorprendido iluminado por las luces de las antorchas que pasaban junto a él. Entonces soltó un aullido, saltó del carro y alzó su cachiporra mientras se unía a los desertores que cargaban hacia la batalla.

Shallan se quedó con Vathah y dos hombres más. Estos parecían aturdidos por lo que acababa de suceder. El jefe se cruzó de brazos y soltó un fuerte suspiro.

—Son todos unos idiotas.

—No son idiotas por querer estar mejor de lo que están —dijo Shallan.

Él bufó, mirándola de arriba abajo. Shallan sintió un inmediato arrebato de miedo. Unos momentos antes, ese hombre estaba dispuesto a robarle o hacerle algo peor. No hizo ningún movimiento hacia ella, aunque su cara parecía aún más amenazadora ahora que las antorchas ya no estaban.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Shallan Davar.

—Bien, brillante Shallan —dijo él—. Espero por tu bien que puedas mantener tu palabra. Vamos, muchachos. Veamos si podemos salvar la vida a esos idiotas. —Se marchó con los otros que habían quedado atrás y subieron la colina hacia la batalla.

Shallan se quedó sola en la noche, resoplando suavemente. No brotó ninguna luz: la había consumido toda. Los pies no le dolían ya tanto, pero se sentía agotada, vacía como un odre de vino pinchado. Se dirigió a la carreta y se desplomó contra ella, hasta acabar sentada en el suelo. Echó atrás la cabeza y miró al cielo. Unos cuantos agotaspren se alzaron a su alrededor, pequeños remolinos de polvo que giraban en el aire.

Salas, la primera luna, creó un disco violeta en el centro de un amasijo de brillantes estrellas blancas. Los gritos y alaridos de la lucha continuaban. ¿Serían suficientes los desertores? No sabía cuántos bandidos había.

Allí sería inútil, solo una molestia. Cerró los ojos, luego se subió al asiento y sacó su cuaderno. Entre los sonidos de lucha y muerte, dibujó los glifos para una oración de esperanza.

—Te escucharon —dijo Patrón, zumbando junto a ella—. Los cambiaste.

—No puedo creer que funcionara —dijo Shallan.

—Ah… Se te dan bien las mentiras.

—No, quiero decir que eso era una forma de hablar. Parece imposible que me hayan hecho caso. Criminales endurecidos.

—Eres mentiras y verdad —dijo Patrón en voz baja—. Esas cosas transforman.

—¿Qué quieres decir? —Era difícil dibujar solo con la luz de Salas, pero lo hizo lo mejor que pudo.

—Antes hablaste de una potencia —explicó Patrón—. Tejer con luz, el poder de la luz. Pero tienes algo más. El poder de la transformación.

—¿Moldear almas? —dijo Shallan—. No he moldeado a nadie.

—Mmm. Sin embargo, los transformaste. Y aun así… Mmm.

Shallan terminó su oración, aunque no creía que al Todopoderoso fuera a importarle. La apretujó contra su pecho y cerró los ojos, esperando hasta que los gritos de la batalla se acallaron.

Palabras radiantes
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