Este acto de gran villanía fue más allá de la impudicia que hasta entonces se había aplicado a las órdenes; como la lucha fue particularmente intensa en esta época, muchos atribuyeron este acto a una sensación de traición inherente; y después de que se retiraran, unos dos mil los atacaron, destruyendo gran parte de sus huestes; pero fueron solo nueve de diez, ya que uno dijo que no abandonaría sus armas para huir, y en cambio forjó un gran subterfugio a expensas de los otros nueve.

De Palabras radiantes, capítulo 38, página 20

Kaladin apoyó los dedos en la pared del abismo mientras el Puente Cuatro formaba tras él.

Recordó lo mucho que le asustaron los abismos la primera vez que bajó a ellos. Había temido que las copiosas lluvias causaran una riada mientras sus hombres estaban recuperando materiales. Le sorprendió un poco que Gaz no hubiera encontrado un modo de asignar «accidentalmente» al Puente Cuatro trabajo en los abismos los días de alta tormenta.

El Puente Cuatro había abrazado el castigo, reclamando estos pozos. Kaladin se sorprendió al darse cuenta de que estar allí abajo era cada vez más como volver a casa que regresar a Piedralar con sus padres. Los abismos eran suyos.

—Los muchachos están preparados, señor —dijo Teft, deteniéndose a su lado.

—¿Dónde te metiste la otra noche? —preguntó Kaladin, mirando hacia la cuña de cielo abierto que tenían encima.

—Estaba libre de servicio, señor —respondió Teft—. Fui a ver qué podía encontrar en el mercado. ¿Tengo que informar de todo lo que hago?

—¿Fuiste al mercado en medio de una alta tormenta?

—Puede que se me pasara un poco la hora… —concedió Teft, desviando la mirada.

Kaladin quería seguir insistiendo, pero el soldado tenía derecho a su intimidad. «Ya no son hombres del puente. No tienen que pasar todo el tiempo juntos. Volverán a tener sus propias vidas».

Quería potenciar eso. Con todo, le resultaba preocupante. Si no sabía dónde estaban sus hombres, ¿cómo podía estar seguro de que se encontraban a salvo?

Se volvió a contemplar al Puente Diecisiete, un grupo diverso. Algunos habían sido esclavos, comprados para trabajar en los puentes. Otros habían sido delincuentes, aunque los delitos castigados con servicio en los puentes en el ejército de Sadeas podían ser prácticamente cualquier cosa: desde deudas hasta insultar a un oficial, pasando por peleas.

—Sois el Puente Diecisiete, a las órdenes del sargento Pitt —dijo Kaladin a los hombres—. No sois soldados. Puede que llevéis los uniformes, pero no los merecéis todavía. Son un disfraz. Vamos a cambiar eso.

Los hombres arrastraron los pies y desviaron la mirada. Aunque Teft había estado trabajando con ellos, todavía no se consideraban soldados. Mientras eso fuera así, empuñarían mal aquellas lanzas, mirarían alrededor de forma perezosa cuando se les hablara y se mostrarían incómodos en formación.

—Estos abismos son míos —declaró Kaladin—. Os doy permiso para practicar aquí. ¡Sargento Pitt!

—¡Sí, señor! —dijo Pitt, cuadrándose.

—Esto que tienes ahí para trabajar es una triste mezcla de residuos de tormentas, pero los he visto peores.

—¡Me resulta difícil de creer, señor!

—Pues créelo —replicó Kaladin, examinando a los hombres—. Estuve en el Puente Cuatro. Teniente Teft, son tuyos. Hazlos sudar.

—A la orden, señor —dijo Teft, quien empezó a gritar mientras Kaladin cogía su lanza y se internaba en los abismos. Poner en forma a las veinte cuadrillas sería lento, pero al menos Teft había entrenado con éxito a los sargentos. Quisieran los Heraldos que esa misma instrucción funcionara con los hombres corrientes.

Kaladin deseaba poder explicar, incluso a sí mismo, por qué se sentía tan ansioso por preparar a esos hombres. Sentía que corría hacia algo, aunque no sabía qué. Aquel texto escrito en la pared… Tormentas, eso lo inquietaba. Treinta y nueve días.

Encontró a Syl sentada en las hojas de un florvolante que crecía en la pared. El florvolante se cerró cuando Kaladin se acercaba. Ella no se dio cuenta y permaneció sentada en el aire.

—¿Qué es lo que quieres, Kaladin? —preguntó.

—Mantener a mis hombres con vida —respondió él inmediatamente.

—No —adujo Syl—, eso es lo que «querías».

—¿Estás diciendo que no quiero que estén a salvo?

Ella se deslizó hasta su hombro, moviéndose como si una fuerte brisa la hubiera movido. Cruzó las piernas y se sentó como una dama, con la falda ondeando.

—En el Puente Cuatro, dedicaste todo lo que tenías a salvarlos —declaró Syl—. Bueno, pues ya están salvados. No puedes seguir protegiéndolos a todos como… como un…

—¿Como un padre kurl protege a sus huevos?

—¡Exactamente! —Syl vaciló—. ¿Qué es un kurl?

—Un crustáceo —respondió Kaladin— del tamaño de un sabueso-hacha pequeño. Es una especie de cruce entre cangrejo y tortuga.

—Oooh… —exclamó Syl—. ¡Quiero ver uno!

—No viven por aquí.

Kaladin caminaba mirando al frente, así que ella le dio golpecitos en el cuello hasta que se volvió a mirarla. Entonces puso exageradamente los ojos en blanco.

—Así que admites que tus hombres están a salvo, dentro de lo que cabe —dijo—. Eso implica que en realidad no has contestado a mi pregunta. ¿Qué quieres?

Kaladin pasó ante pilas de huesos y madera recubiertos de musgo. En un montón, putrispren y vidaspren giraban unos alrededor de otros, como motas de rojo y verde brillando alrededor de las enredaderas que brotaban incongruentemente de la masa de muerte.

—Quiero derrotar a ese asesino —dijo Kaladin, sorprendido por la vehemencia con que lo sentía.

—¿Por qué?

—Porque mi trabajo es proteger a Dalinar.

Syl negó con la cabeza.

—No es eso.

—¿Qué? ¿Crees que te has vuelto una experta en interpretar las intenciones humanas?

—No las de todos los humanos. Solo las tuyas.

Kaladin gruñó, rodeando con cuidado el borde de un charco oscuro. Prefería no pasarse el resto del día con las botas mojadas. Estas nuevas no le protegían del agua tan bien como deberían.

—Tal vez quiero derrotar a ese asesino porque todo esto es culpa suya —dijo—. Si no hubiera matado a Gavilar, no habrían reclutado a Tien, yo no lo habría seguido y él no habría muerto.

—¿Y no crees que Roshone habría encontrado otro modo de desquitarse de tu padre?

Roshone era el señor de la ciudad natal de Kaladin allá en Alezkar. Enviar a Tien al ejército había sido un acto de mezquina venganza por su parte, un modo de desquitarse del padre de Kaladin por no haber sido lo suficientemente buen cirujano para salvar a su hijo.

—Probablemente habría hecho alguna otra cosa —admitió Kaladin—. Con todo, ese asesino merece la muerte.

Oyó a los otros antes de alcanzarlos, pues sus voces resonaban por todo el cavernoso fondo del abismo.

—Lo que intento explicar —decía uno—, es que nadie parece estar haciendo las preguntas adecuadas. —Era la voz de Sigzil, con su marcado acento azishiano—. Llamamos salvajes a los parshendi, y todo el mundo dice que no habían conocido a los humanos hasta aquel día que se toparon con la expedición alezi. Si esas cosas son ciertas, ¿entonces qué tormentas les consiguió un asesino shin? Un asesino shin que puede absorber, nada menos.

Kaladin se internó en el círculo de luz de sus esferas dispersas por el suelo del abismo, que habían despejado de restos desde la última vez que estuvo allí. Sigzil, Roca y Lopen estaban sentados en unos peñascos, esperándolo.

—¿Estás dando a entender que en realidad el Asesino de Blanco nunca ha trabajado para los parshendi? —preguntó Kaladin—. ¿O que los parshendi mintieron y no estaban tan aislados como decían?

—No estoy dando a entender nada —replicó Sigzil, volviéndose hacia él—. Mi amo me entrenó para hacer preguntas, y eso hago. Hay algo que no cuadra en todo este asunto. Los shin son enormemente xenófobos. Rara vez salen de sus tierras, y nunca se les encuentra trabajando como mercenarios. ¿Y ahora este va por ahí asesinando reyes? ¿Con una hoja esquirlada? ¿Sigue trabajando para los parshendi? Si es así, ¿por qué han esperado tanto tiempo a lanzarlo contra nosotros?

—¿Importa para quién trabaja? —preguntó Kaladin, absorbiendo luz tormentosa.

—Pues claro que importa —dijo Sigzil.

—¿Por qué?

—Porque es una pregunta —manifestó Sigzil, casi ofendido—. Además, el hecho de descubrir a su verdadero jefe podría darnos una pista sobre su objetivo, y eso a su vez podría ayudarnos a derrotarlo.

Kaladin sonrió e intentó correr por la pared. Después de caer en el suelo y acabar tendido de espaldas, suspiró. Roca se inclinó sobre él.

—Es divertido de ver —dijo—. Pero ¿estás seguro de que puede funcionar?

—El asesino caminó por el techo —respondió Kaladin.

—¿Estás seguro de que no hizo lo mismo que nosotros? —preguntó Sigzil, escéptico—. ¿Usar la luz tormentosa para pegar un objeto a otro? Puede que rociara el techo de luz, y luego saltara para pegarse allí.

—No —declaró Kaladin, y la luz tormentosa escapó de sus labios—. Saltó y aterrizó en el techo. Luego corrió por la pared y envió a Adolin al techo, no sé cómo. El príncipe no se quedó allí pegado, cayó hacia arriba. —Kaladin vio que su luz tormentosa se elevaba y evaporaba—. Al final de todo, el asesino… escapó.

—¡Ja! —exclamó Lopen desde su percha de roca—. Lo sabía. Cuando tengamos esto resuelto, el rey de toda Herdaz me dirá: «Lopen, estás brillando, y es impresionante. Pero también puedes volar. Por eso, puedes casarte con mi hija».

—El rey de Herdaz no tiene ninguna hija —objetó Sigzil.

—¿No? ¡Y pensar que me han tenido todo este tiempo engañado!

—¿No conoces a tu familia real? —preguntó Kaladin, sentándose.

—Gon, no he estado en Herdaz desde que era un bebé. Hoy en día hay tantos herdazianos en Alezkar y Jah Keved como en nuestra tierra. ¡Que me sacudan las chispas, soy prácticamente alezi! Solo que no soy tan alto ni tan gruñón.

Roca extendió una mano hacia Kaladin y lo ayudó a ponerse en pie. Syl se había sentado en la pared.

—¿Sabes cómo funciona esto? —le preguntó Kaladin.

Ella negó con la cabeza.

—Pero el asesino es un Corredor del Viento —dijo Kaladin.

—¿Ah, sí? —dijo Syl—. ¿Tal vez algo como tú? —Se encogió de hombros.

Sigzil siguió la dirección en la que miraba Kaladin.

—Ojalá yo también pudiera verlo —murmuró—. Sería un… ¡Gah! —Dio un salto hacia atrás y señaló—. ¡Parece una persona pequeña!

Kaladin miró a Syl alzando una ceja.

—Me cae bien —dijo esta—. Por cierto, soy una chica y no un chico, muchas gracias.

—¿Los spren tienen género? —preguntó Sigzil, sorprendido.

—Por supuesto —respondió ella—. Aunque, técnicamente, tendrá algo que ver con la forma en que nos ve la gente. La personificación de las fuerzas de la naturaleza o algún galimatías similar.

—¿No te molesta eso? —preguntó Kaladin—. ¿Que puedas ser una creación de la percepción humana?

—Tú eres creación de tus padres. ¿A quién le importa cómo nacimos? Puedo pensar. Es suficiente. —Sonrió con picardía y se lanzó en forma de lazo de luz hacia Sigzil, que se había sentado en una roca con expresión anonadada. Se detuvo justo delante de él, volvió a la forma de mujer joven, y luego se inclinó hacia delante e hizo que su cara fuese exactamente igual que la suya.

—¡Gah! —exclamó Sigzil de nuevo, apartándose. Ella se echó a reír y cambió de nuevo de cara.

Sigzil miró a Kaladin.

—Habla… habla como una persona normal. —Se llevó una mano a la cabeza—. Las historias dicen que la Vigilante Nocturna podría ser capaz de eso… Spren poderoso. Spren grande.

—¿Me está llamando gorda? —dijo Syl, ladeando la cabeza—. No estoy segura de qué pensar de eso.

—Sigzil —dijo Kaladin—, ¿los Corredores del Viento podían volar?

El hombre se sentó torpemente sin dejar de mirar a Syl.

—Las historias y leyendas no son mi especialidad —respondió él—. Cuento cosas de lugares diferentes, para hacer el mundo más pequeño y ayudar a los hombres a entenderse unos con otros. He oído leyendas que hablan de gente que bailaba en las nubes, pero ¿quién puede decir qué es mentira y qué es verdad, tratándose de historias tan antiguas?

—Tenemos que averiguarlo —dijo Kaladin—. El asesino volverá.

—Venga —intervino Roca—, salta un poco más a la pared. No me reiré mucho. —Se sentó en un peñasco y cogió un cangrejillo del suelo. Lo inspeccionó, se lo metió en la boca y empezó a masticar.

—Puajj —masculló Sigzil.

—Está rico —comentó Roca, hablando con la boca llena—. Pero queda mejor con sal y aceite.

Kaladin observó la pared, luego cerró los ojos y absorbió más luz tormentosa. La sintió en su interior, latiendo contra las paredes de sus venas y arterias, tratando de escapar. Impulsándolo a actuar. A saltar, a moverse, a hacerlo.

—Bien —dijo Sigzil a los demás—, ¿damos por hecho que el Asesino de Blanco es quien saboteó la barandilla del rey?

—Bah —replicó Roca—. ¿Por qué iba a complicarse tanto? Podría matar más fácilmente.

—Sí —coincidió Lopen—. Tal vez la barandilla fue cosa de alguno de los altos príncipes.

Kaladin abrió los ojos y se miró el brazo, la palma contra la resbaladiza pared del abismo, el codo recto. La luz tormentosa brotaba de su piel. Volutas de luz que se vaporizaban en el aire.

Roca asintió.

—Todos los altos príncipes quieren ver muerto al rey, aunque no hablan de eso. Uno de ellos envió al saboteador.

—¿Y cómo llegó ese saboteador al balcón? —preguntó Sigzil—. Cortar los anclajes debió de requerir tiempo. Era metal. A menos que… ¿Cómo de liso era ese corte, Kaladin?

Este entornó los ojos, observando la luz tormentosa surgir. Era poder puro. No. «Poder» era un término equivocado. Era una fuerza, como las potencias que gobernaban el universo. Hacían arder el fuego, caer las rocas, brillar la luz. Esas volutas eran las potencias reducidas a algún tipo de forma primaria.

Podía usarla. Usarla para…

—¿Kal? —preguntó la voz de Sigzil, aunque parecía lejana. Como un zumbido poco importante—. ¿Era muy liso el corte de la barandilla? ¿Es posible que lo hicieran con una hoja esquirlada?

La voz se difuminó. Por un instante a Kaladin le pareció ver sombras de un mundo que no era, sombras de otro lugar. Y en ese lugar, un cielo lejano con un sol velado por una especie de halo de nubes.

«Allí».

Hizo que la dirección de la pared fuera abajo.

De repente, su brazo fue todo lo que le sujetaba. Cayó hacia delante, contra la pared, gruñendo. Su conciencia de cuanto le rodeaba regresó de golpe… pero su perspectiva era extraña. Se incorporó, y descubrió que estaba de pie en la pared.

Retrocedió unos pasos, caminando por el lado del abismo. Para él, esa pared era el suelo, y los otros tres hombres del puente estaban en el suelo de verdad, que parecía la pared…

«Esto va a ser algo confuso», pensó.

—Guau —dijo Lopen, levantándose lleno de emoción—. Sí, esto va a ser divertido. ¡Corre por la pared, gancho!

Kaladin vaciló, luego dio media vuelta y empezó a correr. Era como si estuviera en una cueva y las dos paredes del abismo fueran su arriba y su abajo. Lentamente se apretujaron mientras se dirigía hacia el cielo.

Sintiendo el hervir de la luz tormentosa en su interior, Kaladin sonrió mientras Syl revoloteaba a su lado, riendo. Cuando más se acercaban a la cima, más estrecho se volvía el abismo. Kaladin redujo el ritmo y por fin se detuvo.

Syl se le adelantó volando y salió del abismo como si saltara de la boca de la cueva. Se dio media vuelta, un lazo de luz.

—¡Vamos! —lo llamó—. ¡A la meseta! ¡A la luz del sol!

—Hay exploradores ahí fuera, buscando gemas corazón —dijo él.

—Sal de todas formas. Deja de esconderte, Kaladin. Sé.

Lopen y Roca aullaban de emoción allá abajo. Kaladin miró hacia el cielo azul.

—Tengo que saber —susurró.

—¿Saber?

—Me preguntas por qué protejo a Dalinar. Tengo que saber si realmente es lo que parece, Syl. Tengo que saber si uno de ellos está a la altura de su reputación. Eso me dirá…

—¿Decirte? —preguntó ella, convirtiéndose en la imagen de una mujer a tamaño normal, de pie en la pared junto a él. Era casi tan alta como Kaladin y tenía el vestido envuelto en bruma—. ¿Decirte qué?

—Si el honor ha muerto —susurró Kaladin.

—Sí, ha muerto —dijo Syl—. Pero depende de los hombres. Y de mí.

Kaladin frunció el ceño.

—Dalinar Kholin es un buen hombre —dijo Syl.

—Es amigo de Amaram. Interiormente podría ser igual.

—No crees eso.

—Tengo que saber, Syl —dijo él, dando un paso adelante. Trató de cogerla por los brazos como habría hecho con una mujer humana, pero ella era demasiado insustancial y su mano la atravesó—. No puedo creerlo sin más. Tengo que saberlo. Me preguntaste qué quiero. Bueno, pues es esto. Quiero saber si puedo confiar en Dalinar. Y si puedo…

Indicó con la cabeza la luz del día fuera del abismo.

—Si puedo, le confiaré mi secreto. Creeré que al menos un ojos claros no intentará quitarme todo lo que tengo. Como hizo Roshone. Como hizo Amaram. Como hizo Sadeas.

—¿Y eso es lo que hará falta?

—Te advertí que estaba roto, Syl.

—No. Has sido forjado de nuevo. Los hombres pasan por eso.

—Otros hombres, sí —dijo Kaladin, alzando la mano para palpar las cicatrices en su frente. ¿Por qué la luz tormentosa no las había sanado nunca?—. Aún no estoy seguro de mí mismo. Pero protegeré a Dalinar Kholin con todo lo que tengo. Descubriré quién es, quién es realmente. Luego, tal vez… le daremos sus Caballeros Radiantes.

—¿Y Amaram? ¿Qué será de él?

Dolor. Tien.

—A él voy a matarlo.

—Kaladin —dijo ella, uniendo las manos—, no dejes que esto te destruya.

—Eso es imposible —replicó él, quedándose sin luz tormentosa. La guerrera de su uniforme empezó a caer hacia atrás, hacia el suelo, igual que sus cabellos—. Amaram ya se encargó de eso.

El terreno de abajo se reubicó de nuevo y Kaladin cayó hacia atrás. Sorbió luz tormentosa, retorciéndose en el aire mientras sus venas volvían a cobrar vida. Aterrizó de pie en un remolino de poder y luz.

Los otros tres permanecieron sentados durante unos instantes mientras él se erguía.

—Es una forma muy rápida de bajar —observó Roca—. ¡Ja! Pero no incluyó caer de cara, que habría sido divertido. Así que solo recibes un aplauso suave. —Hizo como que aplaudía muy suave, en efecto. Lopen, en cambio, vitoreó y Sigzil asintió con una amplia sonrisa.

Kaladin bufó y cogió un odre de agua.

—Cortaron la barandilla del rey con una hoja esquirlada, Sigzil —declaró antes de tomar un trago—. Y, no, no fue el Asesino de Blanco. Ese atentado contra la vida de Elhokar fue demasiado burdo.

Sigzil asintió.

—Es más —añadió Kaladin—, debieron de cortar la barandilla después de la alta tormenta de esa noche. De lo contrario, el viento la habría doblado. Así que nuestro saboteador, un portador de esquirlada, salió de algún modo al balcón después de la tormenta.

Lopen sacudió la cabeza y recogió el odre de agua cuando Kaladin se lo lanzó.

—¿Hemos de creer que uno de los portadores del campamento se coló en el palacio y salió a ese balcón, gon? ¿Y que nadie lo vio?

—¿Podría haberlo hecho alguien más? —preguntó Roca, señalando la pared—. ¿Subiendo en vertical?

—Lo dudo —dijo Kaladin.

—Una cuerda —propuso Sigzil.

Todos lo miraron.

—Si yo quisiera colar a un portador de esquirlada, sobornaría a algún criado para que dejara caer una cuerda. —Sigzil se encogió de hombros—. Una cuerda que pudiera sacarse al balcón fácilmente, quizás envuelta en el cuerpo del mismo sirviente, bajo las ropas. El saboteador y tal vez algunos amigos podrían escalar por la soga, cortar los anclajes, picar la argamasa y luego bajar. El cómplice luego solo habría de cortar la cuerda y volver a entrar.

Kaladin asintió lentamente.

—Bueno —dijo Roca—, descubrimos quién salió al balcón después de la tormenta y encontramos al cómplice. ¡Es fácil! Ja. Tal vez no estás mareado, Sigzil. No. Probablemente solo un poco.

Kaladin se sintió inquieto. Moash había estado en aquel balcón entre la tormenta y el momento en que el rey casi se precipitó al vacío.

—Indagaré —dijo Sigzil, poniéndose en pie.

—No —intervino Kaladin rápidamente—. Lo haré yo. No habléis ni una palabra de esto con nadie más. Quiero ver qué puedo averiguar.

—Muy bien —dijo Sigzil. Indicó la pared—. ¿Puedes volver a hacerlo?

—¿Más pruebas? —preguntó Kaladin con un suspiro.

—Tenemos tiempo. Además, creo que Roca quiere ver si te caes de narices.

—¡Ja!

—Muy bien —dijo Kaladin—. Pero voy a tener que absorber de esas esferas que usamos como iluminación. —Las miró, colocadas en montoncitos en el terreno despejado—. Por cierto, ¿por qué habéis limpiado los escombros de esta zona?

—¿Limpiado? —preguntó Sigzil.

—Sí. No había necesidad de ir removiendo restos, aunque sean solo esqueletos. Es…

Se interrumpió cuando Sigzil cogió una esfera y la acercó a la pared, revelando algo que Kaladin había pasado antes por alto: profundos surcos donde habían rascado el musgo y calcinado la roca.

Abismoide. Uno de los enormes conchasgrandes había pasado por la zona, y su masa lo había rozado todo.

—Creía que no se acercaban tanto a los campamentos —dijo Kaladin—. Tal vez los muchachos no deberían entrenar aquí abajo durante una temporada, por si acaso.

Los demás asintieron.

—Ya se ha ido —dijo Roca—. De lo contrario, nos habría devorado. Es obvio. Así que de vuelta al entrenamiento.

Kaladin asintió, aunque aquellos surcos lo acosaron mientras practicaba.

Unas horas más tarde, condujeron a un cansado grupo de antiguos hombres de los puentes de vuelta a sus barracones. Sin embargo, por agotados que estuvieran, los hombres del Puente Diecisiete parecían más alegres que antes de bajar al abismo, y se animaron aún más cuando llegaron a su barracón y encontraron a uno de los aprendices de cocinero de Roca preparándoles una gran olla de guiso.

Había oscurecido ya cuando Kaladin y Teft regresaron al barracón del Puente Cuatro. Otro de los aprendices preparaba la cena allí, y el propio Roca, que había vuelto un poco antes que Kaladin, la probaba y hacía sus comentarios. Shen se movía detrás de él apilando cuencos.

Algo iba mal.

Kaladin se detuvo justo ante la luz de la hoguera y Teft lo imitó.

—Pasa algo —dijo este último.

—Sí —coincidió Kaladin, estudiando a los hombres. Estaban agrupados a un lado de la hoguera, algunos sentados, otros de pie. Sus risas eran forzadas; sus posturas delataban nerviosismo. Cuando los hombres se entrenaban para la guerra, empezaban a usar posiciones de combate siempre que se sentían incómodos. Algo al otro lado del fuego era una amenaza.

Kaladin salió a la luz y encontró a un hombre allí sentado, vestido con un bonito uniforme, las manos al costado, la cabeza inclinada. Renarin Kholin. Extrañamente, se mecía adelante y atrás, lentamente, mirando al suelo.

Kaladin se relajó.

—Brillante señor —dijo, acercándose a él—. ¿Necesitas algo?

Renarin se puso en pie y saludó.

—Me gustaría servir a tus órdenes, señor.

Kaladin gruñó para sus adentros.

—Hablemos un poco más allá, brillante señor. —Cogió del brazo al delgado príncipe, apartándolo del fuego y de los oídos de los demás.

—Señor —dijo Renarin, hablando en voz baja—, quiero…

—No deberías llamarme señor —susurró Kaladin—. Eres ojos claros. Tormentas, eres hijo del hombre más poderoso del este de Roshar.

—Quiero estar en el Puente Cuatro —terminó Renarin.

Kaladin se frotó la frente. Durante su tiempo como esclavo, tratando con problemas mucho mayores, había olvidado los dolores de cabeza que suponía tratar con ojos claros de alta cuna. En otro tiempo, podría haber asumido que había oído la más ridícula de sus exigencias. Pero parecía que no.

—No puedes estar en el Puente Cuatro. Somos guardaespaldas de tu propia familia. ¿Qué vas a hacer? ¿Protegerte a ti mismo?

—No seré una molestia, señor. Trabajaré duro.

—No lo dudo, Renarin. A ver, ¿por qué quieres estar en el Puente Cuatro?

—Mi padre y mi hermano son guerreros —dijo Renarin en voz baja, con la cara en sombras—. Soldados. Yo no lo soy, por si no te habías dado cuenta.

—Sí. Algo en tu…

—Problemas físicos —dijo Renarin—. Tengo una debilidad en la sangre.

—Esa descripción incluye muchos estados diferentes —dijo Kaladin—. ¿Qué tienes realmente?

—Soy epiléptico. Significa…

—Sí, sí. ¿Es idiopático o sintomático?

Renarin se quedó completamente inmóvil en la oscuridad.

—Uh…

—¿Fue causado por una herida cerebral concreta o es algo que empezó a suceder sin ningún motivo?

—Lo padezco desde que era niño.

—¿De qué intensidad son los ataques?

—No muy graves —dijo Renarin rápidamente—. No es tan malo como todo el mundo dice. No es que me caiga al suelo y me ponga a babear, como todos piensan. Mi brazo se sacude unas cuantas veces, o me estremezco de manera incontrolable durante unos momentos.

—¿Conservas la conciencia?

—Sí.

—Mioclónico, probablemente —murmuró Kaladin—. ¿Te han dado hojamarga para masticar?

—Yo… Sí. No sé si sirve de gran cosa. Los espasmos no son todo el problema. Muchas veces, cuando sucede, me quedo muy débil. Sobre todo en un lado del cuerpo.

—Mmm —dijo Kaladin—. Supongo que guardará relación con los ataques. ¿Has tenido alguna vez una relajación persistente de los músculos, la incapacidad de sonreír con un lado de la cara, por ejemplo?

—No. ¿Cómo sabes estas cosas? ¿No eres soldado?

—Sé un poco de medicina de campo.

—¿Medicina de campo… para la epilepsia?

Kaladin tosió con disimulo.

—Bueno, comprendo que no quieran que entres en batalla. He visto hombres con heridas que causaban síntomas similares, y los cirujanos siempre los liberaban del servicio. No es ninguna vergüenza no ser apto para la batalla, brillante señor. No todo el mundo ha de combatir.

—Claro —replicó Renarin amargamente—. Me lo dicen todos. Luego vuelven a la lucha. Los fervorosos dicen que cada Llamada es importante, pero ¿qué enseñan luego sobre la otra vida? Que hay una gran guerra para recuperar los Salones Tranquilos. Que los mejores soldados de esta vida serán glorificados en la siguiente.

—Si la otra vida es de verdad una gran guerra —dijo Kaladin—, entonces espero acabar en Condenación. Al menos allí podría echar una cabezadita o dos. De todas formas, no eres soldado.

—Quiero serlo.

—Brillante señor…

—No tienes que ponerme a hacer nada importante —dijo Renarin—. He acudido a vosotros, en vez de a otro batallón, porque la mayoría de tus hombres se pasan el tiempo patrullando. Si estoy de patrulla, no correré mucho peligro, y mis ataques no harán daño a nadie. Pero al menos podré ver, podré sentir cómo es.

—Yo…

Renarin continuó hablando atropelladamente. Kaladin nunca le había oído decir tantas palabras seguidas.

—Obedeceré tus órdenes —dijo—. Trátame como a un nuevo recluta. Cuando esté aquí, no seré el hijo de un príncipe, no seré un ojos claros. Seré solo otro soldado. Por favor. Quiero ser parte de todo esto. Cuando Adolin era joven, mi padre le hizo servir dos meses como lancero en un pelotón.

—¿Eso hizo? —preguntó Kaladin, sinceramente sorprendido.

—Mi padre dice que cada oficial debería servir como lo hacen sus hombres —dijo Renarin—. Ahora tengo esquirlas. Voy a estar en la guerra, pero nunca he sentido lo que es ser soldado de verdad. Creo que esto es lo más cerca que estaré. Por favor.

Kaladin se cruzó de brazos y examinó al joven. Renarin parecía ansioso. Muy ansioso. Había cerrado los puños, aunque Kaladin no podía ver ningún rastro de la caja con la que jugueteaba cuando estaba nervioso. Había empezado a respirar profundamente, pero tenía la mandíbula apretada, y seguía mirando al frente.

Venir a ver a Kaladin, a pedirle esto, había aterrorizado al joven por algún motivo. Pero lo había hecho de todas formas. ¿Se podía pedir algo más a un recluta?

«¿De verdad me lo estoy pensando?». Parecía ridículo. Y, sin embargo, uno de los trabajos de Kaladin era proteger a Renarin. Si podía enseñarle algunas sólidas habilidades defensivas, sería bueno para ayudarle a sobrevivir a intentos de asesinato.

—Debería señalar —dijo Renarin—, que te resultaría mucho más fácil protegerme si me entrenara con tus hombres. Tus recursos son limitados, señor. Tener una persona menos que proteger debe ser atractivo. Las únicas ocasiones en que no estaré será los días en que practique con mis esquirlas bajo la tutela del maestro Zahel.

Kaladin suspiró.

—¿De verdad quieres ser soldado?

—¡Sí, señor!

—Coge esos cuencos sucios y friégalos —señaló Kaladin—. Luego ayuda a Roca a limpiar su caldero y recoge los utensilios de cocina.

—¡Sí, señor! —dijo Renarin con un entusiasmo que Kaladin no había oído nunca a nadie a quien asignaran las labores de fregado. Renarin echó a correr y empezó a recoger cuencos felizmente.

Kaladin se cruzó de brazos y se apoyó contra el barracón. Los hombres no sabían cómo reaccionar ante la presencia del joven príncipe. Entregaban cuencos de guiso a medio comer para complacerlo, y las conversaciones se silenciaban cuando estaba demasiado cerca. Pero también se habían mostrado nerviosos con Shen, antes de acabar por aceptarlo. ¿Podrían hacer lo mismo por un ojos claros?

Moash se había negado a entregarle su cuenco a Renarin, y lo fregaba él mismo, como era su costumbre común. Cuando terminó, se acercó a Kaladin.

—¿De verdad que vas a dejar que se una a nosotros?

—Hablaré mañana con su padre. A ver si el alto príncipe lo aprueba.

—No me gusta. El Puente Cuatro, nuestras conversaciones nocturnas… se supone que estas cosas están a salvo de ellos, ¿sabes?

—Sí —dijo Kaladin—. Pero es un buen chico. Creo que si un ojos claros puede encajar aquí, sería él.

Moash se dio media vuelta y lo miró, alzando una ceja.

—¿No estás de acuerdo? —preguntó Kaladin.

—No actúa bien, Kal. La forma en que habla, la forma en que mira a la gente. Es extraño. Pero eso no es importante: es ojos claros, y eso debería ser suficiente. Significa que no podemos fiarnos de él.

—No nos hace falta —respondió Kaladin—. Solo vamos a vigilarle, y tal vez lo entrenaremos para que se defienda solo.

Moash gruñó, asintiendo. Pareció aceptar que eran buenos motivos para permitir quedarse a Renarin.

«Tengo a Moash aquí —pensó Kaladin—. No hay nadie lo bastante cerca para oírnos. Debería preguntar…».

Pero ¿cómo dar forma a las palabras? «Moash, ¿estuviste implicado en un plan para matar al rey?».

—¿Has pensado en lo que vamos a hacer? —preguntó Moash—. Respecto a Amaram, quiero decir.

—Amaram es mi problema.

—Eres del Puente Cuatro —dijo Moash, cogiendo a Kaladin por el brazo—. Tu problema es nuestro problema. Él te convirtió en esclavo.

—Hizo más que eso —gruñó Kaladin en voz baja, ignorando los gestos de Syl para que guardara silencio—. Mató a mis amigos, Moash. Delante de mis ojos. Es un asesino.

—Entonces hay que hacer algo.

—Sí, pero ¿qué? ¿Crees que debería acudir a las autoridades?

Moash se echó a reír.

—¿Y qué van a hacer? Tienes que retarlo a duelo, Kaladin. Luchar con él, hombre contra hombre. Hasta que no lo hagas, algo te hará sentir mal, en el fondo del estómago.

—Parece que conoces el sentimiento.

—Sí. —Moash mostró una leve sonrisa—. También tengo algunos Portadores del Viento en mi pasado. Tal vez por eso te comprendo. Y por eso tú me comprendes a mí.

—¿Entonces qué…?

—No quiero hablar de ello —dijo Moash.

—Somos el Puente Cuatro, como has dicho. Tus problemas son míos.

«¿Qué le hizo el rey a tu familia, Moash?».

—Supongo que así es —dijo Moash, dándose media vuelta—. Es que… Esta noche no. Esta noche solo quiero descansar.

—¡Moash! —llamó Teft desde la hoguera—. ¿Vienes?

—Voy —respondió él—. ¿Y tú, Lopen? ¿Listo?

El aludido sonrió, se puso en pie y se desperezó junto al fuego.

—Soy Lopen, lo que significa que estoy listo para todo en cualquier momento. Ya tendrías que saberlo.

Drehy bufó y le lanzó un trozo de raizlarga cocida a Lopen. Chocó contra la cara del herdaziano.

Lopen siguió hablando.

—Como puedes ver, estaba perfectamente preparado para eso, como evidencia la posición que muestro al hacer este gesto decididamente grosero.

Teft se echó a reír mientras se acercaba con Peet y Sigzil a Lopen. Moash se dispuso a ir con ellos, luego vaciló.

—¿Vienes, Kal?

—¿Adónde?

—A salir por ahí —dijo Moash, encogiéndose de hombros—. A visitar unas cuantas tabernas, jugar algunas manos, conseguir algo de beber.

Salir. Los hombres de los puentes rara vez hacían esas cosas en el ejército de Sadeas, al menos no como grupo, con amigos. Al principio, estuvieron demasiado agotados para preocuparse de algo que no fuera emborracharse. Más tarde, a falta de dinero y el prejuicio general contra ellos entre los soldados había servido para que los hombres de los puentes se mantuvieran aislados.

Ya no era el caso. Kaladin respondió tartamudeando.

—Yo… probablemente debería quedarme… hum, para visitar las hogueras de las otras cuadrillas…

—Vamos, Kal —dijo Moash—. No puedes trabajar siempre.

—Iré con vosotros en otra ocasión.

—Bien. —Moash corrió para unirse a los demás.

Syl abandonó la hoguera, donde había estado bailando con los llamaspren, y regresó con Kaladin. Flotó en el aire, contemplando la marcha del grupo.

—¿Por qué no has ido? —le preguntó.

—Ya no puedo vivir esa vida, Syl —dijo Kaladin—. No sabría qué hacer conmigo mismo.

—Pero…

Kaladin se marchó y se sirvió un cuenco de guiso.

Palabras radiantes
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