Enhorabuena —dijo el hermano Lhan—. Has encontrado tu camino para el trabajo más fácil del mundo.

La joven fervorosa frunció los labios, mirándolo de arriba abajo. Obviamente no esperaba que su nuevo mentor fuera gordo, estuviera ligeramente borracho y bostezara.

—¿Tú eres el… superior fervoroso que me han asignado?

—A quien he sido asignada —corrigió el hermano Lhan, rodeando con un brazo los hombros de la joven—. Vas a tener que hablar puntillosamente. A la reina Aesudan le gusta rodearse de gente refinada. Eso hace que ella sea refinada por asociación. Mi trabajo es tutelarte en estos temas.

—Hace más de un año que soy fervorosa aquí en Kholinar —dijo la mujer—. No creo que necesite muchas tutelas…

—Sí, sí —admitió el hermano Lhan, guiándola hacia la salida del monasterio—. Es que, verás, tus superiores dicen que puede que necesites un poco de dirección complementaria. ¡Ser asignada al séquito de la reina es un privilegio maravilloso! Uno que, según entiendo, has solicitado con cierta… ah… insistencia.

Ella caminaba con él, y cada paso revelaba su reticencia. O tal vez su confusión. Entraron en el Círculo de Memorias, una sala redonda con diez lámparas en las paredes, una por cada uno de los antiguos Reinos de Época. Una undécima lámpara representaba los Salones Tranquilos, y una gran cerradura ceremonial encajada en la pared representaba la necesidad de que los fervorosos ignoraran las fronteras y miraran solo en los corazones de los hombres… o algo por el estilo. Lo cierto era que no estaba seguro.

Tras dejar atrás el Círculo de Memorias, entraron en una de las galerías cubiertas entre los edificios del monasterio, mientras una leve lluvia picoteaba en los tejados. El último tramo de la galería, el camino del sol, ofrecía una maravillosa perspectiva de Kholinar, al menos en un día despejado. Incluso entonces, Lhan podía ver gran parte de la ciudad, ya que tanto el templo como el palacio ocupaban una colina de cima plana.

Algunos decían que el mismísimo Todopoderoso había dibujado Kholinar en la roca, trazando secciones de terreno con un grácil dedo. Lhan se preguntaba hasta qué punto estaría borracho en ese momento. Por supuesto, la ciudad era hermosa, pero tenía la belleza que procede del artista que no está del todo bien de la cabeza. La roca tomaba forma de colinas ondulantes y valles de empinadas pendientes, y cuando la piedra se excavaba, revelaba miles de brillantes estratos rojos, blancos, amarillos y anaranjados.

Las formaciones más majestuosas eran las hojas de viento, enormes columnas de roca curvada que atravesaban la ciudad. Hermosamente flanqueadas con estratos de colores a los lados, se enroscaban, se alzaban y caían de manera impredecible, como peces saltando del océano. En teoría, todo esto tenía que ver con la manera en que soplaban los vientos en la zona. Lhan tenía intención de estudiar la causa. Un día de estos.

Pies calzados con zapatillas rozaban suavemente el brillante mármol, acompañando al sonido de las lluvias, mientras Lhan escoltaba a la muchacha… ¿cómo era su nombre?

—Mira la ciudad —dijo—. Todo el mundo tiene que trabajar ahí, incluso los ojos claros. Pan que hornear, tierras que supervisar, calzadas que… ¿calzar? No, eso se hace con los zapatos. Condenación. ¿Cómo se llama a la gente que hace calzadas, pero que no se las calzan?

—No lo sé —dijo la mujer en voz baja.

—Bueno, a nosotros no nos importa. Verás, nosotros solo tenemos un trabajo, y es fácil. Servir a la reina.

—Eso no es un trabajo fácil.

—¡Pues claro que lo es! —dijo Lhan—. Mientras todos sirvamos igual. De una manera muy… ah… cuidadosa.

—Somos aduladores —dijo la joven, contemplando la ciudad—. Los fervorosos de la reina le dicen solo lo que quiere oír.

—Ah, y aquí estamos, en el punto importante. —Lhan le dio una palmadita en el brazo. ¿Cómo se llamaba? Le habían dicho su nombre…

Pai. No era un nombre muy alezi: probablemente lo había escogido después de convertirse en fervorosa. Solía pasar. Una nueva vida, un nuevo nombre, a menudo sencillo.

—Verás, Pai —dijo, mirando a ver si ella reaccionaba. Sí, parecía que había dicho bien el nombre. Su memoria debía de estar mejorando—. Tus superiores querían que te hablara de eso. Temen que si no se te dan las instrucciones adecuadas, puedas causar una pequeña tormenta aquí en Kholinar. Nadie quiere eso.

Pai y él se cruzaron con otros fervorosos en el camino del sol y Lhan los saludó con un gesto de la cabeza. La reina tenía muchos fervorosos. Muchísimos.

—Este es el tema —prosiguió—. La reina… a veces le preocupa que el Todopoderoso no esté satisfecho con ella.

—Y bien que hace —dijo Pai—. Ella…

—Calla —replicó Lhan, dando un respingo—. Ahora… solo calla y escucha. La reina piensa que si trata bien a los fervorosos, conseguirá el favor de quien crea las tormentas, como si dijéramos. Buena comida. Buenas túnicas. Fantásticas viviendas. Mucho tiempo libre para hacer lo que queramos. Mientras ella piense que está en el camino adecuado, obtendremos todo eso.

—Nuestro deber es proporcionarle la verdad.

—¡Y lo hacemos! —aseguró Lhan—. Ella es la elegida del Todopoderoso, ¿no? Esposa del rey Elhokar, gobernante mientras él libra una guerra santa de venganza contra los regicidas en las Llanuras Quebradas. Su vida es muy dura.

—Celebra fiestas cada noche —susurró Pai—. Se entrega al desenfreno y al exceso. Malgasta dinero mientras Alezkar languidece. La gente de las ciudades exteriores pasa hambre aunque envían alimentos aquí, pensando que los entregarán a los soldados que lo necesitan. La comida se pudre porque no se puede molestar a la reina.

—Tienen comida de sobra en las Llanuras Quebradas —replicó Lhan—. Allí las gemas les salen por las orejas. Y nadie pasa hambre aquí tampoco. Estás exagerando. La vida es buena.

—Si es tu vida o la de uno de sus lacayos. Incluso ha cancelado el Banquete de los Mendigos. Es reprobable.

Lhan gimió para sus adentros. Esto… esto iba a ser difícil. ¿Cómo convencerla? No quería que la muchacha hiciera nada que la pusiera en peligro. Ni…, bueno, a él tampoco. Sobre todo a él.

Entraron en el gran salón oriental del palacio. Las columnas talladas que había allí estaban consideradas una de las mayores obras de arte de todos los tiempos, y su historia podía remontarse a antes de los días de las sombras. El dorado del suelo era ingenioso: un oro brillante que había sido colocado bajo lazos de cristal animados y corría como riachuelos entre mosaicos. El techo había sido decorado por el mismísimo Oelelen, el gran pintor fervoroso, y plasmaba una tormenta que soplaba desde el este.

Todo esto podría haber sido crem de la calle a juzgar por la reverencia que Pai le mostraba. Parecía mirar solo a los fervorosos que paseaban contemplando la belleza. Y comiendo. Y componiendo nuevos poemas para Su Majestad… aunque, sinceramente, Lhan evitaba ese tipo de cosas. Parecía trabajo.

Tal vez la actitud de Pai procedía de celos residuales. Algunos fervorosos envidiaban a los elegidos personales de la reina. Trató de explicarle algunos de los lujos de los que a partir de ese momento podía disfrutar: baños calientes, montar a caballo usando los establos personales de la reina, música y arte…

La expresión de Pai se iba ensombreciendo con cada cosa que mencionaba. Rayos. Nada de aquello daba resultado. Cambio de plan.

—Ven —indicó Lhan, guiándola hacia las escaleras—. Quiero enseñarte una cosa.

Las escaleras serpenteaban por el complejo del palacio. A Lhan le encantaba ese palacio, hasta el último rincón. Blancos muros de piedra, lámparas de esferas doradas, y edad. Kholinar no había sido saqueada nunca. Era una de las pocas ciudades del este que no había sufrido ese destino en el caos producido después de la Hierocracia. El palacio se había incendiado una vez, pero el fuego se extinguió después de consumir el ala oriental. El milagro de Rener, lo llamaban. La llegada de una alta tormenta apagó el incendio. Lhan era capaz de jurar que el lugar todavía olía a humo, transcurridos trescientos años. Y…

Oh, cierto. La muchacha. Continuaron bajando las escaleras hasta que por fin llegaron a las cocinas del palacio. El almuerzo ya había pasado, pero eso no impidió a Lhan coger al pasar un plato de pan frito, estilo herdaziano, de una de las encimeras. Preparaban de sobra para los favoritos de la reina, que podían tener hambre en cualquier momento. Ser un adulador adecuado te abría el apetito.

—¿Intentas atraerme con alimentos exóticos? —preguntó Pai—. Durante los últimos cinco años, solo he tomado un cuenco de arroz hervido en cada comida, con una pieza de fruta en ocasiones especiales. Eso no me tentará.

Lhan se detuvo en seco.

—No hablarás en serio, ¿verdad?

Ella asintió.

—¿Qué pasa contigo?

Ella se ruborizó.

—Pertenezco al Devotario de la Negación. Deseo experimentar la separación de las necesidades físicas de mi…

—Esto es peor de lo que pensaba —dijo Lhan, cogiéndola por la mano y empujándola a través de las cocinas. Casi al fondo encontraron la puerta que conducía al patio de servicio, donde se entregaban los suministros y se retiraban los residuos. Allí, a resguardo de la lluvia bajo el alero, encontraron montones de alimentos almacenados.

Pai se quedó boquiabierta.

—¡Qué desperdicio! ¿Me traes aquí para convencerme de que no levante una tormenta? ¡Estás haciendo todo lo contrario!

—Hubo una fervorosa que cogió todo esto y lo distribuyó entre los pobres —dijo Lhan—. Murió hace unos años. Desde entonces, los demás han hecho algún intento de cuidar de esto. No mucho, pero sí algo. Acaban por recoger la comida, y la arrojan a la plaza para que los mendigos la aprovechen. Para entonces está casi toda podrida.

Tormentas. Casi pudo sentir el calor de su ira.

—Ahora bien —dijo Lhan—, si hubiera una fervorosa entre nosotros cuya única ansia fuera hacer el bien, piensa en todo lo que podría conseguir. Vaya, podría alimentar a cientos solo con lo que se desperdicia.

Pai miró los montones de fruta podrida, los sacos de cereales abiertos, estropeados por la lluvia.

—En este punto reflexionemos sobre lo contrario —dijo Lhan—. Si una fervorosa intentara llevarse lo que tenemos… bueno, ¿qué podría sucederle?

—¿Eso es una amenaza? —preguntó ella en voz baja—. No temo el daño físico.

—Tormentas. ¿Crees que nosotros…? Muchacha, hago que otra persona me ponga las zapatillas por la mañana. No seas obtusa. No vamos a hacerte daño. Es demasiado trabajo. —Lhan se estremeció—. Te expulsarían, de manera rápida y silenciosa.

—Tampoco temo eso.

—Dudo de que temas nada, excepto tal vez un poco de diversión. Pero ¿de qué le serviría a nadie que te expulsaran? Nuestras vidas no cambiarían, la reina seguiría igual, y esa comida continuaría pudriéndose. Pero si te quedas, puedes hacer el bien. Quién sabe, tal vez tu ejemplo nos ayude a reformarnos, ¿no?

Le dio una palmadita en el hombro.

—Piénsalo un momento. Quiero ir a terminarme el pan.

Se alejó, mirando por encima del hombro varias veces. Pai estaba sentada entre los montones de comida podrida y los miraba. No parecía molestarle el hedor nauseabundo.

Lhan la observó desde el interior del palacio hasta que se aburrió. Cuando volvió de su masaje vespertino, ella seguía allí. Cenó en la cocina, que no era lo que se dice lujosa. La muchacha estaba sumamente interesada en aquellos montones de basura.

Por fin, cuando caía la noche, volvió con ella.

—¿No dudas jamás? —le preguntó la muchacha, contemplando aquellos montones de residuos, mientras fuera seguía lloviendo—. ¿No te paras a pensar en el coste de vuestra gula?

—¿Coste? —preguntó él—. Ya te he dicho que nadie pasa hambre porque nosotros…

—No me refiero al coste monetario —susurró ella—. Me refiero al coste espiritual. Para vosotros, para los que os rodean. Todo está mal.

—Oh, no está tan mal —replicó él, sentándose.

—Lo está. Lhan, es más grande que la reina y sus fiestas despilfarradoras. No estaba mucho mejor antes, con las cazas del rey Gavilar y las guerras, principado contra principado. La gente oye hablar de la gloria de la batalla en las Llanuras Quebradas, de las riquezas que hay allí, pero nada de eso se materializa aquí jamás.

»¿Se preocupa alguien entre la élite alezi por el Todopoderoso? Claro, maldicen en su nombre. Cierto, hablan de los Heraldos, queman glifoguardas. Pero ¿qué hacen? ¿Cambian sus vidas? ¿Escuchan los Argumentos? ¿Se transforman, rehaciendo sus almas en algo más grande, algo mejor?

—Tienen Llamadas —replicó Lhan, jugueteando con los dedos. ¿Digitaleando, se diría entonces?—. Los devotarios ayudan.

Ella negó con la cabeza.

—¿Por qué no oímos nada de Él, Lhan? Los Heraldos dicen que derrotamos a los Portadores del Vacío, que Aharietiam fue la gran victoria de la humanidad. Pero ¿no debería haberlos enviado a hablar con nosotros, a aconsejarnos? ¿Por qué no vinieron durante la Hierocracia y nos denunciaron? Si lo que la Iglesia hacía era tan malo, ¿dónde estaba la palabra del Todopoderoso contra nosotros?

—Yo… No estarás sugiriendo que volvamos a eso, ¿verdad? —Lhan sacó su pañuelo y se frotó el cuello y la cabeza. La conversación iba de mal en peor.

—No sé qué estoy sugiriendo —susurró ella—. Solo que algo va mal. Todo esto está muy mal. —Lo miró, luego se puso en pie—. He aceptado tu propuesta.

—¿Sí?

—No me marcharé de Kholinar. Me quedaré aquí y haré todo el bien que pueda.

—¿No meterás en problemas a los otros fervorosos?

—Mi problema no es con los fervorosos —respondió ella, ofreciéndole una mano para ayudarlo a incorporarse—. Simplemente intentaré ser un buen ejemplo para que todos lo sigan.

—Bien, pues. Parece una buena decisión.

Pai se marchó y él se rascó la cabeza. Ella no había hecho ninguna promesa, no exactamente. Lhan no estaba seguro de cuánto debía preocuparse al respecto.

Resultó que tendría que haberse preocupado mucho.

A la mañana siguiente, se dirigió causalmente al Salón del Pueblo, un edificio grande y abierto a la sombra del palacio, donde el rey o la reina atendían las preocupaciones de las masas. Una multitud de fervorosos horrorizados ocupaba el lugar.

Lhan se había enterado ya, pero tenía que verlo con sus propios ojos. Se abrió paso hasta las primeras filas. Pai estaba arrodillada allí, con la cabeza gacha. Al parecer, durante toda la noche había pintado glifos en el suelo a la luz de las esferas. Nadie se había dado cuenta. El lugar estaba habitualmente cerrado a cal y canto cuando no se utilizaba, y ella había empezado a trabajar mucho después de que todo el mundo estuviera dormido o borracho.

Los grandes glifos, escritos directamente sobre el suelo de piedra, llegaban hasta el dosel donde se encontraba el Trono Común del rey. Los glifos describían los diez estúpidos atributos, representados por los diez locos. Junto a cada glifo había un párrafo escrito con letra de mujer explicando cómo la reina ejemplificaba a cada uno de ellos.

Lhan leyó con horror. Esto… no solo reprendía. ¡Era una condena a todo el gobierno, a los ojos claros y al trono mismo!

Pai fue ejecutada a la mañana siguiente.

Las revueltas comenzaron esa tarde.

Palabras radiantes
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