Forma de humo para ocultarse y escabullirse entre los hombres.
Una forma de poder, como las potencias humanas.
Devuelta otra vez.
Aunque creada por dioses,
fue por mano de No-creados.
Deja su fuerza para ser amiga o enemiga.
De La canción de las historias de los oyentes, estrofa 127
Kaladin creía que haría falta algo muy fuerte para ponerlo en una situación que no hubiera visto antes. Había sido esclavo y cirujano, servido en un campo de batalla y en un comedor de ojos claros. Había visto lo suyo para los veinte años que tenía. En ocasiones, parecía que demasiado. De hecho, habría preferido pasar sin muchos de los recuerdos que tenía.
Debido a ello, no esperaba que ese día le presentara algo tan completa y desconcertantemente desconocido.
—¿Señor? —preguntó, dando un paso atrás—. ¿Qué es… lo que quieres que haga?
—Subirte a ese caballo —respondió Dalinar Kholin, señalando al animal que pastaba cerca de ellos. La bestia estaba inmóvil, esperando a que la hierba saliera de sus agujeros. Entonces saltaría, daría un rápido bocado y eso haría que la hierba volviera a esconderse en sus madrigueras. Daba un bocado cada vez, a menudo arrancando la hierba de raíz.
Era uno de los muchos animales que brincaban y holgazaneaban por la zona. A Kaladin no dejaba de sorprenderle lo rica que era la gente como Dalinar: cada caballo valía muchísimas esferas. Y Dalinar quería que se subiera a uno de ellos.
—Soldado —dijo Dalinar—, tienes que saber cabalgar. Puede que llegue el momento en que necesites proteger a mis hijos en el campo de batalla. Además, ¿cuánto tardaste en llegar al palacio el otro día, cuando te enteraste del accidente del rey?
—Casi tres cuartos de hora —admitió Kaladin. Habían pasado cuatro jornadas desde esa noche, y Kaladin se sentía nervioso desde entonces.
—Tengo establos cerca de los barracones —dijo Dalinar—. Podrías haber hecho el trayecto en una fracción de ese tiempo si supieras cabalgar. Tal vez no pases mucho tiempo a caballo, pero es importante que tus hombres y tú aprendáis esta habilidad.
Kaladin se volvió a mirar a los otros miembros del Puente Cuatro. Los hombres se encogieron de hombros, algunos con timidez, excepto Moash, que asintió ansiosamente.
—Supongo —dijo Kaladin, mirando de nuevo a Dalinar—. Si consideras que es importante, señor, lo intentaremos.
—Bien dicho. Enviaré a Jenet, el jefe del establo.
—Estaremos esperándolo, señor —dijo Kaladin, tratando de parecer sincero.
Dos de los hombres de Kaladin escoltaron a Dalinar mientras se encaminaba hacia los establos, un grupo de edificios grandes y recios. Por lo que Kaladin veía, cuando los caballos no estaban dentro, se les permitía corretear en libertad por el interior de la zona al aire libre que estaba situada al oeste del campamento. Un bajo muro de piedra rodeaba el recinto, pero sin duda los caballos podían saltarlo cuando quisieran.
Pero no lo hacían. Los animales deambulaban por el lugar, acechando la hierba o tumbándose, resoplando o relinchando. Para Kaladin, todo el lugar olía extraño. No a mierda sino a… caballo. Kaladin observó a uno que comía cerca, junto al muro. No se fiaba de él: había algo demasiado inteligente en los caballos. Las bestias de carga adecuadas como los chulls eran lentas y dóciles. Preferiría montar a un chull. Sin embargo, una criatura como esa… ¿quién sabía qué estaba pensando?
Moash se detuvo a su lado mientras Dalinar se marchaba.
—Te cae bien, ¿no? —preguntó en voz baja.
—Es un buen comandante —dijo Kaladin, mientras buscaba instintivamente a Adolin y Renarin, que cabalgaban cerca. Al parecer, aquellos bichos tenían que hacer ejercicio de forma regular para que funcionaran bien. Criaturas diabólicas.
—No te acerques mucho a él, Kal —dijo Moash, todavía mirando a Dalinar—. Y no te fíes demasiado. Es un ojos claros, recuérdalo.
—No soy de los que olvidan —dijo Kaladin con sequedad—. Además, eres tú quien parecía a punto de desmayarse cuando se ofreció a dejarnos montar esos monstruos.
—¿Has visto alguna vez a un ojos claros montando uno de esos bichos? —preguntó Moash—. En el campo de batalla, quiero decir.
Kaladin recordó el tronar de los cascos, un hombre con armadura plateada, amigos muertos.
—Sí.
—Entonces conoces la ventaja que supone —dijo Moash—. Aceptaré alegremente el ofrecimiento de Dalinar.
El jefe de establos resultó ser una mujer. Kaladin alzó una ceja mientras la joven y bonita ojos claros se acercaba a ellos, seguida por un par de mozos de cuadras. Llevaba un tradicional vestido vorin, aunque no era de seda, sino de un tejido más áspero, y estaba abierto por delante y por detrás, del tobillo al muslo. Debajo llevaba unos femeninos pantalones. La mujer tenía el pelo oscuro recogido en una trenza, ningún adorno, y una tirantez en el rostro que Kaladin no esperaba en una mujer ojos claros.
—El alto príncipe dice que he de permitir que toquéis a mis caballos, rufianes —declaró Jenet, cruzándose de brazos—. No me hace ninguna gracia.
—Por fortuna, a nosotros tampoco —contestó Kaladin.
Ella lo miró de arriba abajo.
—Eres tú, ¿no? Ese del que habla todo el mundo.
—Tal vez.
Ella torció el gesto.
—Necesitas un corte de pelo. ¡Muy bien, escuchad, soldaditos! Vamos a hacer esto bien. No consentiré que hagáis daño a mis caballos, ¿entendido? Prestad atención.
Lo que siguió fue una de las charlas más aburridas e insoportables que Kaladin había sufrido en su vida. La mujer habló y habló sobre la postura: la espalda recta, pero no demasiado tensa. Sobre cómo hacer que los caballos se movieran: una indicación con los talones, no demasiado brusca. Sobre cómo cabalgar, respetar al animal, sujetar bien las riendas y mantener el equilibrio. Todo eso antes incluso de tocar a una de esas criaturas.
Al cabo de un rato, el aburrimiento quedó interrumpido por la llegada de un hombre a caballo. Por desgracia, era Adolin Kholin a lomos de su caballo blanco. Un auténtico monstruo, varios palmos más alto que el que Jenet les mostraba. El de Adolin casi parecía una especie completamente distinta, con aquellos enormes cascos, el pelaje blanco brillante y los ojos insondables.
Adolin contempló a los hombres del puente con una sonrisita, luego miró a los ojos a la jefa del establo y sonrió de manera menos condescendiente.
—Jenet —dijo—. Arrebatadora como siempre. ¿Es un nuevo traje de montar?
La mujer se agachó sin mirar (en ese momento estaba hablando de cómo guiar a los caballos), y seleccionó una piedra del suelo. De pronto se dio media vuelta y se la lanzó a Adolin.
El príncipe dio un respingo y alzó una mano para protegerse la cara, aunque el tiro de Jenet salió muy desviado.
—Oh, venga ya —dijo Adolin—. No estarás todavía molesta por…
Otra piedra. Esta le dio en el brazo.
—Muy bien, pues —masculló Adolin antes de marcharse con su caballo, encogido en la silla para evitar en la medida de lo posible los proyectiles.
Poco después, tras demostrar cómo se ensillaba y enjaezaba el caballo, Jenet terminó la charla y los consideró dignos de tocar algunos caballos. Un grupo de palafreneros, hombres y mujeres, corrieron al prado con el propósito de seleccionar las monturas adecuadas para los seis hombres del puente.
—Hay muchas mujeres entre tu personal —comentó Kaladin a Jenet mientras los palafreneros trabajaban.
—Montar a caballo no se menciona en Artes y Majestuosidad —respondió ella—. Los caballos no eran demasiado conocidos entonces. Los Radiantes disponían de ryshadios, pero incluso los reyes tenían poco acceso a los caballos corrientes. —A diferencia de la mayoría de las palafreneras ojos oscuros, que usaban guantes, ella llevaba su mano segura dentro de la manga.
—¿Y eso es importante porque…? —dijo Kaladin.
Ella lo miró frunciendo el ceño para expresar su sorpresa.
—Artes y Majestuosidad… —instó Jenet—. Los cimientos de las artes masculinas y femeninas… Naturalmente. Sigo viendo esas insignias de capitán en tu hombro, pero…
—Pero solo soy un ojos oscuros ignorante.
—Vale, si así es como quieres expresarlo. Como quieras. Mira, no voy a darte un sermón sobre las artes… estoy ya cansada de hablar con vosotros. Digamos que todo aquel que quiera puede ser palafrenero, ¿de acuerdo?
Jenet carecía del pulido refinamiento que Kaladin esperaba de una mujer ojos claros, y eso le parecía refrescante. Prefería una mujer que fuera claramente condescendiente. Los palafreneros sacaron a los caballos de su redil y los llevaron al terreno de monta, que tenía forma circular. Un grupo de parshmenios, con la mirada baja, llevó las sillas, los arreos y las bridas: equipo que, después de la charla de Jenet, Kaladin sabía identificar.
Kaladin seleccionó una bestia que no parecía demasiado maligna, un caballo bajo de crin despeinada y pelaje marrón. Lo ensilló con ayuda de un palafrenero. Cerca de él, Moash terminó y se aupó a la silla. Cuando el palafrenero lo soltó, la montura de Moash echó a andar sin que él le pidiera que lo hiciese.
—¡Eh! —exclamó Moash—. Alto. Quieto. ¿Cómo hago para que se pare?
—Has soltado las riendas —exclamó Jenet—. ¡Necio de las tormentas! ¿Es que no te has enterado de nada?
—Riendas —murmuró Moash, echando mano a ellas—. ¿No puedo golpearlo en la cabeza con una caña como se hace con un chull?
Jenet se frotó la frente mientras Kaladin miraba fijamente a los ojos a la bestia que había escogido.
—Mira —dijo en voz baja—, tú no quieres esto. Yo tampoco. Seamos agradables el uno con el otro y acabemos lo más rápido posible.
El caballo resopló suavemente. Kaladin inspiró hondo, luego se agarró a la silla tal como le habían instruido y puso un pie en el estribo. Tomó impulso unas cuantas veces y se aupó a la silla. Se aferró al pomo con todas sus fuerzas y aguantó, listo para volar por los aires en cuanto la bestia saliera al trote.
El caballo agachó la cabeza y empezó a lamer algunas rocas.
—Eh, venga —lo animó Kaladin, alzando las riendas—. Vamos. Muévete.
El caballo no le hizo ni caso. Kaladin trató de azuzarlo en los flancos como le habían dicho. El animal ni se movió.
—Se supone que eres una especie de carreta con patas —le dijo Kaladin a la criatura—. Vales más que toda una aldea. Demuéstramelo. ¡Venga! ¡Avanza! ¡Adelante!
Él lamió las rocas.
«¿Qué está haciendo este bicho? —pensó Kaladin, inclinándose hacia un lado. Con sorpresa, vio que la hierba asomaba en sus agujeros—. Vaya, lamen la hierba para fingir que ha llegado la lluvia». A menudo después de una tormenta, las plantas se desplegaban para saciarse de agua aunque los insectos decidieran comérselas. «Bestia inteligente. Perezosa, pero inteligente».
—Tienes que mostrarle que estás al mando —dijo Jenet, pasando de largo—. Tensa las riendas, siéntate recto, alza la cabeza y no permitas que coma. Si no muestras firmeza, será él quien se imponga.
Kaladin trató de seguir las indicaciones y por fin consiguió apartar a la yegua de su comida. Olía extraño, pero en realidad no era desagradable. Consiguió que echara a andar, y cuando eso sucedió, guiarla no fue tan difícil. Sin embargo, resultaba extraño tener otra cosa que controlaba adónde iba. Sí, él tenía las riendas, pero en cualquier momento la yegua podía rebelarse y echar a correr, y él no podría hacer nada al respecto. La mitad de la charla de Jenet había tratado de no asustar a los caballos, de quedarse quieto si uno empezaba a galopar, y no sorprender a ninguno desde atrás.
Desde lo alto del animal todo parecía más alto de lo que creía. La caída al suelo sería considerable. Kaladin guio al animal, y poco después consiguió detenerlo junto a Natam a propósito. El hombre del puente sujetaba las riendas como si fueran gemas preciosas, temeroso de tirar de ellas o dirigir a su caballo.
—No soy capaz de imaginar para qué monta la gente a estos bichos, por las tormentas —dijo Natam. Tenía un acento alezi rural y hablaba de forma entrecortada y brusca, como si mordiera las palabras antes de terminarlas—. No me parece que avancemos más rápido que andando, ¿no?
Una vez más, Kaladin recordó la imagen de hacía tanto tiempo de aquel portador de esquirlada cargando a caballo. Sí, entendía los motivos para utilizar caballos. Estar en una posición elevada facilitaba golpear con fuerza, y el tamaño del caballo, su masa y el impulso, asustaba a los soldados de a pie y los dispersaba.
—Creo que la mayoría van más rápidos que estos —dijo Kaladin—. Apuesto a que nos han dado los caballos viejos para que practiquemos.
—Sí, supongo —dijo Natam—. Está caliente. No me lo esperaba. He montado en chulls antes. Este bicho no debería estar tan… caliente. Me cuesta trabajo comprender que valga tanto. Es como si estuviera montado encima de una pila de broams de esmeralda. —Vaciló y miró hacia atrás—. Solo que las partes traseras de las esmeraldas no están tan ocupadas…
—Natam —dijo Kaladin—. ¿Recuerdas el día en que intentaron matar al rey?
—Oh, claro —respondió Natam—. Estaba con los tipos que llegaron allí corriendo y lo encontraron sacudiéndose al viento, como las orejas del Padre Tormenta.
Kaladin sonrió. En otros tiempos, este hombre apenas decía dos frases seguidas y miraba siempre al suelo, sombrío. Agotado por su trabajo en los puentes. Esas últimas semanas habían sido buenas para Natam. Buenas para todos.
—Antes de la tormenta de esa noche —dijo Kaladin—. ¿Había alguien en el balcón? ¿Algún criado que no reconocieras? ¿Algún soldado que no perteneciera a la Guardia del Rey?
—Ningún criado que yo recuerde —dijo Natam, entornando los ojos. El antiguo granjero adoptó una expresión pensativa—. Escolté al rey todo el día, señor, con la Guardia. No vi nada destacado. Yo… ¡ea! —Su caballo de pronto adquirió velocidad, adelantando al de Kaladin.
—¡Piénsalo! —le gritó Kaladin—. ¡A ver qué recuerdas!
Natam asintió, todavía sujetando las riendas como si fueran de cristal, negándose a tirar de ellas o a guiar al caballo. Kaladin sacudió la cabeza.
Un caballo pequeño pasó al galope. En el aire. Hecho de luz. Syl rio, cambiando de forma y girando como un haz de luz antes de posarse en el cuello de la yegua de Kaladin, justo delante de él.
Se echó hacia atrás, sonriendo, luego frunció el ceño al ver su expresión.
—No te lo estás pasando bien —dijo Syl.
—Empiezas a parecerte cada vez más a mi madre.
—¿Cautivadora? —dijo Syl—. ¿Sorprendente, ingeniosa, profunda?
—Repetitiva.
—¿Cautivadora? —insistió Syl—. ¿Sorprendente, ingeniosa, profunda?
—Muy graciosa.
—Y eso lo dice el hombre que nunca se ríe —replicó ella, cruzándose de brazos—. Muy bien, ¿qué te está deprimentando hoy?
—¿Deprimentando? —Kaladin frunció el ceño—. ¿Esa palabra existe?
—¿No la conoces?
Él negó con la cabeza.
—Sí —dijo Syl con aire solemne—. Sí, rotundamente sí.
—Hay algo raro —dijo él—. En la conversación que acabo de tener con Natam. —Tiró de las riendas, impidiendo a la yegua inclinar la cabeza y mordisquear de nuevo la hierba. El animal estaba muy decidido.
—¿De qué hablasteis?
—Del intento de asesinato —dijo Kaladin, entornando los ojos—. Y si vio a alguien antes de… —Hizo una pausa—. Antes de la tormenta.
Bajó la cabeza y miró a Syl a los ojos.
—La tormenta se habría llevado la barandilla por delante —dijo.
—¡Doblándola! —dijo Syl, levantándose sonriente—. Ooohh…
—Fue un corte limpio, y la argamasa del anclaje aparecía picada —continuó Kaladin—. En mi opinión, la fuerza del viento no podía ser tan distinta del peso del rey.
—Entonces el sabotaje debió de producirse después de la tormenta.
Una franja de tiempo mucho más reducida. Kaladin volvió su montura hacia el lugar donde cabalgaba Natam. Por desgracia, alcanzarlo fue difícil y descorazonador. Natam se movía al trote, y Kaladin no conseguía que su yegua fuera más rápido.
—¿Tienes problemas, muchacho del puente? —preguntó Adolin, acercándose al trote.
Kaladin miró al príncipe. Padre Tormenta, era difícil no sentirse diminuto junto al enorme corcel de Adolin, que por su tamaño casi parecía monstruoso. Kaladin trató de espolear a su montura. La yegua siguió trotando a su única velocidad, recorriendo el círculo que era una especie de pista de carreras para los caballos.
—Es posible que Spray fuera rápida durante su juventud —dijo Adolin, indicando la montura de Kaladin—, pero eso fue hace quince años. Me sorprende que siga viva, la verdad, pero parece muy adecuada para entrenar a los niños. Y a los hombres de los puentes.
Kaladin prescindió de sus palabras, con la mirada al frente, procurando todavía que la yegua aumentara su velocidad y alcanzara a Natam.
—Eso sí, si quieres algo con más chispa —dijo Adolin, señalando hacia un lado—, Sueño de Tormenta tal vez sea más de tu gusto.
Indicó un animal más grande y esbelto, encerrado en su propia cuadra, ensillado y atado a un palo firmemente clavado en el suelo. La larga cuerda le permitía dar pequeñas carreras, aunque solo en círculo. El animal agitó la cabeza, resoplando.
Adolin espoleó a su caballo y adelantó a Natam.
«Sueño de Tormenta, ¿eh?»., pensó Kaladin, inspeccionando al animal. Desde luego, parecía tener más chispa que Spray. También parecía querer darle un mordisco a todo el que se acercara demasiado.
Kaladin hizo que Spray se volviera en esa dirección. Cuando estuvo más cerca, frenó (Spray estuvo encantada de hacerlo), y desmontó. Hacerlo resultó más difícil de lo que esperaba, pero consiguió no caerse de bruces.
Una vez en el suelo, puso los brazos en jarras e inspeccionó al caballo en su cercado.
—¿No te quejabas de que preferías caminar a permitir que un caballo te llevara? —dijo Syl, subiéndose a la cabeza de Spray.
—Sí —respondió Kaladin. No se había dado cuenta, pero había estado conteniendo algo de luz tormentosa. Solo un poquito. Escapó cuando habló, invisible a menos que mirara con atención y detectara una ligera conmoción en el aire.
—Entonces, ¿qué haces proponiéndote montar eso?
—Este caballo es solo para caminar —dijo, señalando a Spray—. Y yo puedo caminar bien por mi cuenta. Ese otro es un animal para la guerra.
Moash tenía razón. Los caballos representaban una ventaja en el campo de batalla, así que Kaladin debería estar al menos familiarizado con ellos.
«El mismo argumento que me dio Zahel para aprender a luchar contra un portador de esquirlada —pensó Kaladin con incomodidad—. Y yo lo rechacé».
—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó Jenet, acercándose a caballo.
—Voy a montarlo —dijo Kaladin, señalando a Sueño de Tormenta.
Jenet bufó.
—Te lanzará al suelo en un abrir y cerrar de ojos y te romperás la crisma, hombre del puente. No acepta que la monten.
—Tiene puesta una silla.
—Para que se acostumbre a llevarla.
La yegua terminó de trotar en círculo y frenó el paso.
—No me gusta esa expresión en tus ojos —le dijo Jenet, volviendo su propio animal hacia el lado. Golpeó el suelo impaciente, como ansioso por correr.
—Voy a intentarlo —dijo Kaladin, echando a andar.
—Ni siquiera podrás subirte —le advirtió la mujer. Lo observó con atención, como si sintiera curiosidad por lo que iba a hacer, aunque a él le pareció que quizá se preocupaba más por la seguridad del caballo que por la suya.
Syl se posó en el hombro de Kaladin.
—Esto va a ser como en los terrenos de prácticas de los ojos claros, ¿no? —preguntó Kaladin—. Voy a acabar tumbado de espaldas en el suelo, sintiéndome como un idiota.
—Es lo más probable —dijo Syl, tan tranquila—. Pero entonces, ¿por qué lo haces? ¿Por Adolin?
—No. Al príncipe se lo pueden llevar las tormentas.
—Entonces, ¿por qué?
—Porque me dan miedo estos bichos.
Syl se lo quedó mirando, desconcertada, pero para Kaladin tenía todo el sentido del mundo. Ante él, Sueño de Tormenta, resoplando por los ollares, lo miró a los ojos.
—¡Tormentas! —exclamó desde atrás la voz de Adolin—. ¡Muchacho del puente, no lo hagas! ¿Estás loco?
Kaladin se acercó a la yegua, que retrocedió unos pasos, pero le permitió tocar la silla. Inspiró entonces un poco más de luz tormentosa y se lanzó.
—¡Maldición! ¿Qué…? —exclamó Adolin.
Eso fue todo lo que oyó Kaladin. Su salto, ayudado por la luz tormentosa, lo llevó más alto de lo que ningún hombre corriente podría haber imaginado, pero calculó mal la distancia. Se agarró al pomo y pasó una pierna por encima del animal, pero el caballo empezó a sacudirse.
La bestia era increíblemente fuerte, un contraste absoluto con Spray. Kaladin casi fue arrojado de la silla con el primer corcoveo.
Agitando frenético la mano Kaladin vertió luz tormentosa en la silla y se sujetó. Eso solo significó que en vez de verse lanzado del lomo del caballo como un trapo, se vio sacudido adelante y atrás como un trapo. De algún modo consiguió agarrarse a la crin del animal y, con los dientes apretados, hizo lo que pudo para no ser derribado y perder el sentido.
Los establos se convirtieron en un borrón. Los únicos sonidos que captaba eran los latidos de su propio corazón y el golpeteo de los cascos. La bestia Portadora del Vacío se movía como una tormenta, pero Kaladin estaba aferrado a la silla con tanta seguridad como si lo hubieran clavado allí. Después de lo que pareció una eternidad, el animal resopló grandes vaharadas espumosas y acabó por calmarse.
La visión de Kaladin dejó de dar vueltas y distinguió a un grupo de hombres del puente que, manteniendo las distancias, lo vitoreaban. Adolin y Jenet, ambos a caballo, lo miraban con lo que parecía ser una mezcla de horror y asombro. Kaladin sonrió.
Entonces, con un último y poderoso movimiento, Sueño de Tormenta lo descabalgó.
Kaladin no había advertido que la luz tormentosa que lo sujetaba a la silla se había agotado. Cumpliendo al pie de la letra su anterior predicción, Kaladin se encontró aturdido en el suelo, mirando al cielo, y con problemas para recordar los últimos segundos de su vida. Varios dolorspren brotaron del suelo a su lado, como manos anaranjadas que se movían aquí y allá.
Una cabeza equina de insondables ojos oscuros se inclinó hacia Kaladin. El animal le bufó. El olor era húmedo y herboso.
—Monstruo —masculló Kaladin—. Esperaste a que me confiara y aprovechaste para derribarme.
El caballo volvió a bufar, y Kaladin se echó a reír. Tormentas, ¡sí que se había sentido bien! No podía explicar por qué, pero el acto de aferrarse al animal que se agitaba había sido verdaderamente estimulante.
Mientras Kaladin se levantaba y se sacudía el polvo, Dalinar salió de entre la multitud frunciendo el ceño. Kaladin no había reparado en que el alto príncipe estaba todavía cerca. Miró a Sueño de Tormenta, luego a Kaladin, y alzó una ceja.
—No se persiguen asesinos subido en una montura plácida, señor —alegó Kaladin, saludando.
—En efecto —respondió Dalinar—, pero es costumbre empezar a entrenar a los hombres usando armas sin filo, soldado. ¿Te encuentras bien?
—Sí, señor.
—Bien, parece que tus hombres se aficionan al entrenamiento —observó Dalinar—. Voy a poneros una fecha. Tú y cinco hombres que selecciones vais a venir aquí a practicar todos los días durante las próximas semanas.
—Sí, señor —dijo Kaladin. Ya vería la manera de encontrar el tiempo.
—Bien. Recibí tu propuesta para realizar patrullas por el exterior de los campamentos, y me pareció bien. ¿Por qué no empiezas dentro de dos semanas y llevas algunos caballos para practicar en el campo?
Jenet produjo un sonido apagado.
—¿Fuera de la ciudad, brillante señor? Pero… los bandidos…
—Los caballos están aquí para ser utilizados, Jenet —dijo Dalinar—. Capitán, te asegurarás de llevar soldados para proteger a los caballos, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Bien. Pero deja a ese aquí —dijo Dalinar, señalando a Sueño de Tormenta.
—Eh, sí, señor.
Dalinar asintió, apartándose y alzando la mano hacia alguien a quien Kaladin no veía. Kaladin se frotó el codo, que se había lastimado en la caída. El resto de luz tormentosa que le quedaba en el cuerpo le había sanado la cabeza, pero antes de llegar al brazo se había agotado.
El Puente Cuatro se dirigió a sus caballos cuando Jenet les ordenó que montaran e iniciaran una segunda fase del entrenamiento. Kaladin se encontró de pie junto a Adolin, que permanecía montado.
—Gracias —dijo Adolin a regañadientes.
—¿Por? —preguntó Kaladin, dirigiéndose hacia Spray, que continuaba mordisqueando la hierba, ajena al jaleo.
—Por no decirle a mi padre que yo te empujé a esto.
—No me tomes por tonto, Adolin —replicó Kaladin, subiendo a su silla—. Yo ya sabía dónde me metía. —Con dificultad, logró que la yegua dejara la comida y un palafrenero le dio unas cuantas indicaciones más.
Poco después, Kaladin volvió a acercarse a Natam. El trote era irregular, pero más o menos le pilló el truco a moverse con el caballo (se llamaba trotar a la mano), para no cimbrearse demasiado.
Natam lo observó mientras se acercaba.
—Eso es injusto, señor.
—¿Lo que hice con Sueño de Tormenta?
—No. La forma en que cabalgas. Parece natural en ti.
Kaladin no se sentía así.
—Quiero hablar un poco más de esa noche.
—¿Señor? —preguntó el hombre de la cara alargada—. No he pensado nada todavía. He estado un poco distraído.
—Tengo otra pregunta —añadió Kaladin, acercando los dos caballos—. Te pregunté por tu turno durante el día, pero ¿y justo después de que yo me marchara? ¿Salió al balcón alguien más, aparte del rey?
—Solo algunos guardias, señor —respondió Natam.
—Dime cuáles. Es posible que ellos vieran algo.
Natam se encogió de hombros.
—Yo vigilaba la puerta. El rey estuvo un rato en la sala. Supongo que Moash salió.
—Moash —dijo Kaladin, frunciendo el ceño—. ¿No se suponía que su turno había terminado?
—Sí —confirmó Natam—. Se quedó un poco más: dijo que quería asegurarse de que el rey estaba bien acomodado. Mientras esperaba, Moash salió a observar el balcón. Normalmente quieres que uno de nosotros esté allí.
—Gracias. Se lo preguntaré a él.
Kaladin encontró a Moash escuchando con atención a Jenet mientras esta le explicaba algo. Al parecer había aprendido a montar enseguida: parecía captarlo todo con suma facilidad. En efecto, de los hombres del puente, él había sido el más destacado en el aprendizaje de la lucha.
Kaladin lo observó unos instantes con el ceño fruncido. Y entonces cayó en la cuenta. «¿Qué estás pensando? ¿Que Moash pudo tener algo que ver con el intento de asesinato? No seas estúpido». Era una ridiculez. Además, el hombre no tenía una hoja esquirlada.
Kaladin hizo volverse a su caballo. Sin embargo, mientras lo hacía, vio a la persona que Dalinar había ido a recibir. El brillante señor Amaram. Los dos estaban demasiado lejos para que Kaladin pudiera oírlos, pero vio la diversión en el rostro de Dalinar. Adolin y Renarin se acercaron cabalgando a ellos, sonriendo de oreja a oreja cuando Amaram los saludó.
La ira que brotó en el interior de Kaladin —súbita, apasionada, casi asfixiantemente fuerte—, le hizo cerrar los puños. Exhaló, siseando. Eso le sorprendió. Creía que había enterrado el odio más profundo que eso.
Volvió a su yegua en la otra dirección, ansiando de pronto la oportunidad de salir de patrulla con los nuevos reclutas.
Alejarse de los campamentos de guerra se le antojó muy apetecible.