La forma diestra tiene un toque delicado.
Dieron los dioses esta forma a muchos.
Cuando los desafiaron, los dioses los aplastaron.
Esta forma ansía precisión y abundancia.
De La canción de las clasificaciones de los oyentes, estrofa 27
—¿Sabes? —dijo Moash desde un lado—. Siempre pensé que este lugar sería…
—¿Más grande? —comentó Drehy con su voz cargada de acento.
—Mejor —replicó Moash, contemplando los terrenos de prácticas—. Es igual que el lugar donde entrenan los soldados ojos oscuros.
Estos terrenos de entrenamiento estaban reservados para los ojos claros de Dalinar. En el centro, el gran patio despejado estaba recubierto de una gruesa capa de arena. Una grada de madera recorría el perímetro, extendiéndose entre la arena y el estrecho edificio que la rodeaba, que constaba de una sola habitación. Ese estrecho edificio envolvía el patio excepto en la parte frontal, que tenía una pared con una entrada en forma de arco y un ancho puente que se extendía dando sombra a la grada. Oficiales ojos claros charlaban a la sombra o veían entrenar a otros hombres al sol del patio, y los fervorosos se movían de un lado a otro, repartiendo armas o bebidas.
Era la estructura común de los terrenos de entrenamiento. Kaladin había estado en varios edificios como ese, la mayoría cuando hizo por primera vez la instrucción en el ejército de Amaram.
Kaladin apretó los dientes y apoyó la mano en el túnel que conducía al interior. Habían pasado varios días desde la llegada de Amaram a los campamentos de guerra. Siete días para asimilar el hecho de que Amaram y Dalinar eran amigos.
Había decidido mostrarse absolutamente feliz por la llegada de Amaram. Después de todo, significaba que podría encontrar una oportunidad para clavarle por fin una lanza en el pecho.
«No —pensó mientras entraba en el coso—, una lanza no. Un cuchillo. Quiero estar cerca de él, cara a cara, para poder ver su pánico mientras muere. Quiero sentir cómo entra ese cuchillo».
Kaladin saludó a sus hombres, obligándose a concentrarse en lo que le rodeaba en vez de fijarse en Amaram. Aquel túnel era de buena piedra de las canteras cercanas, construido con la estructura tradicional de refuerzo hacia el este. A juzgar por los modestos depósitos de crem, esas paredes no llevaban allí mucho tiempo. Era otra señal de que Dalinar empezaba a pensar en los campamentos como algo permanente, pues estaba derribando los edificios sencillos y provisionales para sustituirlos por estructuras más recias.
—No sé qué esperabas —le dijo Drehy a Moash mientras inspeccionaba los terrenos—. ¿Cómo puedes hacer un lugar de entrenamiento distinto para los ojos claros? ¿Usando polvo de diamante en vez de arena?
—Ahí lo tienes —dijo Kaladin.
—No sé cómo —replicó Moash—. Es que le dan tanta importancia… Ningún ojos oscuros puede entrar en estos lugares de entrenamiento «especiales». Y para mí no hay nada especial.
—Eso es porque no piensas como los ojos claros —dijo Kaladin—. Este sitio es especial por una sencilla razón.
—¿Cuál? —preguntó Moash.
—Porque nosotros no estamos aquí —dijo Kaladin, abriendo el camino hacia el interior—. O al menos casi nunca.
Llevaba consigo a otros cinco hombres, una mezcla de miembros del Puente Cuatro y unos cuantos supervivientes de la antigua Guardia de Cobalto. Dalinar se los había asignado, y para sorpresa y placer de Kaladin, ellos lo habían aceptado como líder sin una palabra de queja. Todos lo habían impresionado. La antigua Guardia se merecía su reputación.
Unos cuantos guardias, todos ojos oscuros, habían empezado a comer con el Puente Cuatro. Habían pedido insignias del puente, y Kaladin les había conseguido algunas, pero les había ordenado que se pusieran las de la Guardia de Cobalto en el otro hombro, y continuaran llevándolas como marca de orgullo.
Lanza en mano, Kaladin condujo a su equipo hacia un grupo de fervorosos que venían en su dirección. Los fervorosos llevaban atuendos religiosos vorin: pantalones anchos y túnicas atadas a la cintura con sencillas cuerdas. Ropas de pobre. Eran esclavos, y a la vez no lo eran. Kaladin nunca les había dado mayor importancia. Su madre probablemente habría lamentado lo poco que le importaban las observancias religiosas. Pero en opinión de Kaladin, si el Todopoderoso no se preocupaba demasiado por él, ¿por qué no habría de pagarle con la misma moneda?
—Estos son los terrenos de entrenamiento de los ojos claros —dijo con firmeza la líder fervorosa. Era una mujer delgada, aunque se suponía que no había que considerar a los fervorosos ni masculinos ni femeninos. Llevaba la cabeza afeitada, como todos los fervorosos. Sus compañeros varones llevaban barbas cuadradas y el labio superior afeitado.
—Capitán Kaladin, Puente Cuatro —dijo Kaladin, observando el terreno y echándose la lanza al hombro. Sería fácil que en ese lugar se produjera un accidente, durante un entrenamiento. Tendría que andarse con cuidado—. Venimos a proteger a los chicos de Kholin mientras practican hoy.
—¿Capitán? —rezongó uno de los fervorosos—. Eres…
Otro fervoroso lo hizo callar susurrándole algo. Las noticias sobre Kaladin habían recorrido rápidamente el campamento, pero a veces los fervorosos podían ser un grupo bastante aislado.
—Drehy —señaló Kaladin—, ¿ves aquellos rocabrotes que crecen en lo alto de la muralla?
—Sí.
—Son cultivados. Eso significa que hay un camino de subida.
—Pues claro que lo hay —dijo la líder fervorosa—. La escalera está en la esquina noroccidental. Yo tengo la llave.
—Bien, puedes dejarle entrar —respondió Kaladin—. Drehy, échales un ojo a las otras cosas que haya allí arriba.
—Me pongo a ello —dijo Drehy, dirigiéndose a paso ligero hacia la escalera.
—¿Y qué clase de peligros esperas que haya aquí dentro? —preguntó la fervorosa, cruzando los brazos.
—Veo montones de armas, gran cantidad de gente entrando y saliendo, y… ¿eso de allí son hojas esquirladas? Me pregunto qué podría salir mal. —Le dirigió una elocuente mirada. La mujer suspiró y acabó por entregarle la llave a un ayudante, que echó a correr detrás de Drehy.
Kaladin señaló las posiciones para que sus otros hombres vigilaran. Se marcharon, dejando allí solo a Moash y a él. El hombre delgado se había vuelto inmediatamente al oír mencionar las hojas esquirladas, y en ese momento las miraba ansiosamente. Un par de ojos claros se habían situado en el centro del coso. Una espada era larga y fina, con una cazoleta grande, mientras que la otra era ancha y enorme, con puntas afiladas, ligeramente parecidas a llamas, que sobresalían a ambos lados del tercio inferior. Ambas armas tenían tiras protectoras en los filos, como una vaina parcial.
—Hum —dijo Moash—. No reconozco a ninguno de esos hombres. Creí que conocía a todos los portadores del campamento.
—No son portadores —replicó la fervorosa—. Están utilizando las armas del rey.
—¿Elhokar deja que la gente use su hoja esquirlada? —preguntó Kaladin.
—Es una tradición —puntualizó la fervorosa, que parecía molesta por tener que dar explicaciones—. Los altos príncipes lo hacían en sus territorios, antes de la reunificación, y ahora es el honor y la obligación del rey. Los hombres pueden usar la espada y la armadura del rey para practicar. Los ojos claros de nuestros ejércitos deben tener formación con las esquirlas, por el bien de todos. La hoja y la armadura son difíciles de dominar, y si un portador cae en batalla, es importante que otros sean capaces de usarlas inmediatamente.
Kaladin supuso que la estrategia tenía sentido, aunque le resultó difícil imaginar que ningún ojos claros dejara a otra persona tocar su espada.
—¿El rey tiene dos hojas esquirladas?
—Una es la de su padre, conservada para la tradición de entrenar a los portadores. —La fervorosa miró a los hombres que practicaban—. Alezkar ha tenido siempre a los mejores portadores de esquirlada del mundo. La tradición es parte de ello. El rey ha dado a entender que algún día tal vez entregue la espada de su padre a algún guerrero digno.
Kaladin asintió.
—No está mal —apreció—. Apuesto a que un montón de hombres vendrán a practicar, con la esperanza de demostrar que cada uno es el más habilidoso y quien más lo merece. Elhokar ha encontrado un buen modo de engañarlos para que entrenen.
La fervorosa rezongó y se marchó. Kaladin observó las hojas esquirladas destellar en el aire. Los hombres que las utilizaban apenas sabían lo que estaban haciendo. Los portadores auténticos que había visto, los portadores auténticos contra los que había luchado, no blandían las enormes espadas como si fueran picas. Incluso el duelo de Adolin el otro día había…
—Tormentas, Kaladin —dijo Moash, viendo alejarse a la fervorosa—. ¿Y tú me decías que fuera respetuoso?
—¿Mmm?
—No has usado ningún título honorífico para el rey. Luego diste a entender que los ojos claros que vienen a practicar son perezosos y hay que engañarlos para que lo hagan. ¿No se suponía que debíamos evitar enfrentamientos?
Kaladin dejó de mirar a los portadores.
—Tienes razón —contestó con aire ausente—. Gracias por recordármelo.
Moash asintió.
—Te quiero junto a la puerta —señaló Kaladin. Un grupo de parshmenios entró, cargando con cajas, probablemente con comida. Esos no serían peligrosos. ¿O sí?—. Presta especial atención a los criados, a los que traen las espadas, o a cualquiera que no parezca sospechoso y se acerque a los hijos del alto príncipe Dalinar. Una cuchillada en el costado por parte de alguien así sería una de las mejores formas de perpetrar un asesinato.
—Bien. Pero dime una cosa, Kal. ¿Quién es ese Amaram?
Kaladin se volvió bruscamente hacia Moash.
—Veo cómo lo miras —dijo Moash—. Veo qué cara se te pone cuando los otros hombres de los puentes lo mencionan. ¿Qué te hizo?
—Estuve en su ejército —respondió Kaladin—. El último lugar donde luché, antes de…
Moash indicó la frente de Kaladin.
—¿Eso es obra suya, entonces?
—Sí.
—Así que no es el héroe que dice la gente —comentó Moash. Parecía complacido por el hecho.
—Su alma es la más oscura que he conocido.
Moash cogió a Kaladin por el brazo.
—Se la devolveremos de algún modo. A Sadeas, a Amaram. A los que nos han hecho esto. —Los furiaspren borbotearon a su alrededor, como charcos de sangre en la arena.
Kaladin lo miró a los ojos. Asintió.
—Para mí basta —dijo Moash, echándose la lanza al hombro antes de echar a correr hacia la posición que Kaladin había indicado. Los spren se desvanecieron.
—Otro que necesita aprender a sonreír más —susurró Syl. Kaladin no la había advertido revoloteando a su alrededor hasta ese momento, cuando se posó en su hombro.
Kaladin se puso a recorrer el perímetro del terreno de entrenamiento, fijándose en cada entrada. Tal vez se estaba pasando de prudente, pero le gustaba hacer bien su trabajo, y había pasado toda una vida desde que tuvo una misión que no fuera salvar el Puente Cuatro.
A veces, sin embargo, parecía que era imposible hacerlo bien. Durante la alta tormenta de la semana anterior alguien había vuelto a colarse en los aposentos de Dalinar para garabatear un segundo número en la pared. Marcando una cuenta atrás, indicaba la misma fecha, para la que apenas faltaba un mes.
El alto príncipe no parecía preocupado y prefería silenciar el hecho. Tormentas… ¿estaba escribiendo los glifos él mismo mientras sufría ataques? ¿O era algún tipo de spren? Kaladin estaba seguro de que nadie habría conseguido burlarlo para entrar esta vez.
—¿Quieres hablar sobre eso que te molesta? —preguntó Syl desde su percha.
—Me preocupa lo que sucede con Dalinar durante las altas tormentas —respondió Kaladin—. Esos números… algo no está bien. ¿Sigues viendo esos spren alrededor?
—¿Los rayos rojos? —preguntó ella—. Creo que sí. Son difíciles de localizar. ¿No los ha visto?
Kaladin negó con la cabeza, sopesó su lanza y se acercó a la grada que rodeaba el coso. Se asomó a la sala de almacenaje. Espadas de madera para practicar, algunas del tamaño de hojas esquirladas, y cueros de entrenamiento ocupaban la pared.
—¿Eso es todo lo que te molesta? —preguntó Syl.
—¿Qué más podría ser?
—Amaram y Dalinar.
—No es gran cosa. Dalinar Kholin es amigo de uno de los peores asesinos que he conocido. ¿Y qué? Dalinar es ojos claros. Probablemente sea amigo de un montón de asesinos.
—Kaladin…
—Amaram es peor que Sadeas, ¿sabes? —dijo Kaladin, comprobando las puertas de la sala de almacenaje—. Todo el mundo sabe que Sadeas es una rata. Pero al menos no se anda con rodeos. «Eres un hombre del puente —me dijo—, y voy a utilizarte hasta que mueras». Amaram, en cambio… Me prometió ser más, un brillante señor como los de las historias. Me dijo que protegería a Tien. Fingió honor. Eso es peor que ninguna bajeza en la que pudiera caer Sadeas.
—Dalinar no es como Amaram —dijo Syl—. Lo sabes.
—La gente dice de él lo mismo que decía y sigue diciendo de Amaram. —Kaladin volvió a salir al sol y continuó su circuito por el terreno, pasando ante ojos claros en duelo que daban patadas a la arena mientras gruñían, sudaban y hacían entrechocar sus espadas de madera.
Cada pareja de combatientes recibía el apoyo de media docena de sirvientes ojos oscuros encargados de toallas y cantimploras, y muchos tenían un parshmenio o dos que les llevaban sillas para sentarse cuando descansaban. Padre Tormenta. Incluso en un proceso rutinario como este había que mimar a los ojos claros.
Syl se lanzó al aire delante de Kaladin y se precipitó como una tormenta. Literalmente como una tormenta. Se detuvo en el aire delante de él, con una nube agitándose bajo sus pies, y destellando de rayos.
—¿Puedes decir sinceramente que en tu opinión Dalinar Kholin solo finge ser honorable? —exigió.
—Yo…
—No me mientas, Kaladin —advirtió, dando un paso adelante y señalándolo con un dedo. Pese a su diminuto tamaño, en ese momento parecía enorme como una alta tormenta—. Nada de mentiras. Nunca.
Él inspiró profundamente.
—No —dijo por fin—. No, Dalinar renunció a su espada por nosotros. Es un buen hombre. Lo acepto. Amaram lo tiene engañado. Me engañó a mí también, así que supongo que no puedo reprochárselo demasiado a Kholin.
Syl asintió con ademán cortante mientras la nube se disipaba.
—Deberías hablarle de Amaram —dijo, caminando en el aire junto a su cabeza mientras él continuaba explorando la estructura. Sus pasos eran pequeños y debería haberse quedado atrás, pero no lo hizo.
—¿Y qué podría decirle? —preguntó Kaladin—. ¿Voy y acuso a un ojos claros de tercer dahn de asesinar a sus propias tropas? ¿De robar mi hoja esquirlada? Pareceré un necio o un loco.
—Pero…
—No me hará caso, Syl —dijo Kaladin—. Es posible que Dalinar Kholin sea un buen hombre, pero no me permitirá hablar mal de un ojos claros poderoso. El mundo es así. Y eso se considera la verdad.
Continuó su inspección, pues quería saber qué había en las habitaciones desde donde la gente podía ver los entrenamientos. Algunas eran para almacenaje, otras para bañarse y descansar. Varias estaban cerradas con llave, y los ojos claros que había dentro se recuperaban del ejercicio del día. A los ojos claros les gustaba bañarse.
La parte trasera de la estructura, frente a la puerta de entrada, albergaba los habitáculos de los fervorosos. Kaladin jamás había visto tantas cabezas afeitadas y tanta gente ataviada con túnicas corriendo de un lado a otro. Allá en Piedralar, el señor de la ciudad solo tenía unos cuantos fervorosos ancianos para que instruyeran a su hijo, hombres que además bajaban periódicamente a la ciudad para quemar plegarias y elevar las Peticiones de los ojos oscuros.
Sin embargo, estos fervorosos no parecían del mismo tipo. Su aspecto físico coincidía más bien con el de un guerrero, y a menudo se ponían a practicar con los ojos claros que necesitaban un compañero de entrenamiento. Algunos de los fervorosos tenían ojos oscuros, pero igualmente empleaban la espada: no se les consideraba ojos claros ni ojos oscuros. Eran simplemente fervorosos.
«¿Y qué hago si uno de ellos intenta matar a los príncipes?». Tormentas, algunos aspectos del trabajo de guardaespaldas eran un incordio. Si no sucedía nada, nunca estabas seguro de que fuera porque no pasaba nada malo o si era porque habías disuadido a los asesinos potenciales.
Adolin y su hermano llegaron por fin, los dos completamente ataviados con sus armaduras esquirladas, los yelmos bajo el brazo. Los acompañaban Cikatriz y un grupo de antiguos miembros de la Guardia de Cobalto. Estos saludaron a Kaladin cuando se acercó e indicó que podían retirarse, pues su turno cambiaba oficialmente. Cikatriz se marchó para reunirse con Teft y el grupo que protegía a Dalinar y Navani.
—La zona está asegurada hasta donde puedo hacerlo sin interrumpir los entrenamientos, brillante señor —dijo Kaladin, acercándose a Adolin—. Mis hombres y yo estaremos alerta mientras entrenáis, pero no vaciles en darnos una voz si parece que hay algo raro.
Adolin gruñó, escrutando el lugar, sin apenas prestar atención a Kaladin. Era un hombre alto, y sus pocos cabellos negros alezi se mezclaban con una maraña de pelo dorado. Su padre no los tenía así. ¿Tal vez la madre de Adolin era de Rira?
Kaladin se dio media vuelta para dirigirse a la parte norte del patio, donde tendría una panorámica diferente a la de Moash.
—Hombre del puente —llamó Adolin—. ¿Has decidido empezar a utilizar títulos adecuados para tus superiores? ¿No llamaste a mi padre «señor»?
—Está en mi cadena de mando —respondió Kaladin, volviéndose. La respuesta directa parecía la mejor.
—¿Y yo no lo estoy? —preguntó Adolin, frunciendo el ceño.
—No.
—¿Y si te doy una orden?
—Obedeceré cualquier petición razonable, brillante señor. Pero si deseas que alguien te sirva el té entre asaltos, tendrás que llamar a otro. Habrá gente de sobra dispuesta a lamerte el culo.
Adolin se acercó a él. Aunque la armadura esquirlada azul oscuro solo añadía unas cuantas pulgadas a su altura, le confería más corpulencia. Tal vez aquel comentario sobre lamerle el culo había sido demasiado atrevido.
Sin embargo, Adolin representaba algo. El privilegio de los ojos claros. No era como Amaram o Sadeas, que provocaban el odio de Kaladin. Hombres como Adolin solamente le molestaban, recordándole que en este mundo algunos bebían vino y vestían ropas caras mientras otros eran convertidos en esclavos casi por capricho.
—Te debo la vida —gruñó Adolin, como si le doliera decir las palabras—. Es el único motivo por el que todavía no te he arrojado por una ventana. —Extendió un dedo enguantado y dio un golpecito sobre el pecho de Kaladin—. Pero mi paciencia no se extenderá tanto como la de mi padre, hombrecito del puente. Hay algo en ti, algo que no logro situar. Te vigilo. Recuerda cuál es tu sitio.
Magnífico.
—Te mantendré con vida, brillante señor —respondió Kaladin, apartando el dedo—. Ese es mi sitio.
—Puedo encargarme de mí mismo —dijo Adolin, dándose media vuelta y dirigiéndose al coso con un tintineo de armadura—. Tu trabajo es vigilar a mi hermano.
Kaladin se sintió más que contento de dejarlo marchar.
—Niño malcriado —murmuró. Suponía que Adolin era unos cuantos años mayor que él. Recientemente, Kaladin se había dado cuenta de que había cumplido su vigésimo cumpleaños en el puente y no se había percatado. Adolin tenía pocos años más. Pero ser un niño tenía poco que ver con la edad.
Renarin seguía esperando incómodo cerca de la puerta principal, vistiendo la antigua armadura esquirlada de Dalinar y la espada recién ganada. El rápido duelo de ayer de Adolin era la comidilla de los campamentos, y Renarin todavía tardaría cinco días en formar un vínculo con su hoja antes de poder hacerla desaparecer.
La armadura esquirlada del joven era del color del acero oscuro, sin pintar. Así era como había preferido llevarla Dalinar. Al cederla, el alto príncipe sugería que sentía la necesidad de ganar sus siguientes victorias como político. Era una acción loable: no siempre cabía esperar que los hombres siguieran a un cabecilla porque temieran que fuera a darles una paliza o porque fuera el mejor soldado. Hacía falta más, mucho más, para ser un auténtico líder.
Sin embargo, Kaladin deseaba que Dalinar hubiera conservado la armadura. Todo lo que ayudara al hombre a permanecer con vida habría sido un regalo para el Puente Cuatro.
Kaladin se apoyó contra una columna, cruzó los brazos sin soltar el arma, y contempló la zona en busca de problemas inspeccionando a todos los que se acercaban demasiado a los príncipes. Adolin agarró a su hermano por el hombro y lo condujo a través del patio. Varias personas que practicaban se detuvieron e inclinaron la cabeza o, si no iban de uniforme, saludaron a los príncipes al pasar. Un grupo de fervorosos de túnicas grises se había congregado al fondo del patio, y la mujer de antes se adelantó a charlar con los hermanos. Adolin y Renarin la saludaron formalmente.
Habían pasado ya tres semanas desde que Renarin consiguió su armadura. ¿Por qué había esperado tanto Adolin para traerlo allí a entrenarse? ¿Había esperado al duelo, para poder ganarle también una espada al muchacho?
Syl se posó en el hombro de Kaladin.
—Adolin y Renarin se inclinan ante ella.
—Sí —dijo Kaladin.
—Pero ¿la fervorosa no es una esclava? ¿Una de las que posee su padre?
Kaladin asintió.
—Los humanos son raros —dijo ella.
—Si te das cuenta ahora, es que no has estado prestando atención.
Syl se agitó el pelo, que se movió de manera realista. El gesto en sí era muy humano. Tal vez sí que había prestado atención después de todo.
—No me caen bien —dijo, arrogante—. Ninguno de los dos. Ni Adolin ni Renarin.
—No te cae bien nadie que lleve esquirlas.
—Exactamente.
—Antes llamaste abominaciones a las espadas —dijo Kaladin—. Pero los Radiantes las llevaban. ¿Hacían mal, pues?
—Desde luego que no —respondió ella, como si él acabara de decir una estupidez—. En esa época las esquirladas no eran una abominación.
—¿Qué cambió?
—Los caballeros —dijo Syl, más calmada—. Los caballeros cambiaron.
—Entonces, si las armas no son una abominación en sí mismas, es que las llevan las personas equivocadas —dijo Kaladin.
—Lo malo es que ya no hay personas adecuadas para ello —susurró Syl—. Tal vez nunca las hubo…
—¿Y de dónde vinieron en primer lugar? —preguntó Kaladin—. Hojas esquirladas. Armaduras esquirladas. Ni siquiera los fabriales modernos son tan hábiles. ¿De dónde sacaron los antiguos unas armas tan sorprendentes?
Syl guardó silencio. Tenía la frustrante costumbre de hacerlo cuando sus preguntas se volvían demasiado concretas.
—De dónde —insistió él.
—Ojalá pudiera decírtelo.
—Entonces hazlo.
—Ojalá funcionara así. Pero no es el caso.
Kaladin suspiró y devolvió su atención a Adolin y Renarin, como se suponía que era su deber. La fervorosa los había llevado al fondo del patio, donde había un grupo de personas sentadas en el suelo. Eran fervorosos también, pero se advertía algo distinto en ellos. ¿Serían maestros de algún tipo?
Mientras Adolin se dirigía a ellos, Kaladin hizo otro rápido repaso al patio. Entonces frunció el ceño.
—¿Kaladin? —preguntó Syl.
—Allí, en las sombras, hay alguien —dijo Kaladin, señalando con la lanza un lugar bajo los aleros. En efecto, había un hombre apoyado contra la balaustrada de madera que le llegaba a la altura de la cintura—. Está mirando a los príncipes.
—Hum, como todo el mundo.
—Es diferente —dijo Kaladin—. Vamos.
Echó a andar de manera relajada, nada amenazante. El hombre probablemente era solo un criado. Llevaba el pelo largo, la barba corta pero desaliñada, ropa parda y holgada sujeta con cuerdas. Parecía fuera de lugar en el patio de entrenamiento, y eso en sí mismo probablemente era suficiente para indicar que no era un asesino. Los mejores asesinos procuraban no llamar la atención en ningún caso.
Con todo, el hombre tenía una constitución robusta y una cicatriz en la mejilla, así que entendía de lucha. Era mejor comprobarlo. Observaba a Renarin y Adolin intensamente, y desde este ángulo Kaladin no distinguía si sus ojos eran claros u oscuros.
Cuando se acercaba, su pie produjo un rumor sobre la arena. El hombre se volvió de inmediato y Kaladin alzó la lanza de forma instintiva. En ese momento distinguió los ojos del hombre (eran marrones), pero no supo calcular su edad. Por algún motivo, los ojos parecían muy viejos, pero la piel del hombre no estaba tan arrugada como correspondería a esa edad. Podía tener tanto treinta y cinco años como setenta.
«Demasiado joven», pensó Kaladin, aunque no pudo decir por qué.
Kaladin bajó la lanza.
—Lo siento, estoy un poco nervioso. Las primeras semanas en el trabajo —dijo, tratando de resultar amistoso.
No lo consiguió. El hombre lo miró de arriba abajo, mostrando todavía la amenaza contenida del guerrero que está decidiendo si debe golpear. Finalmente, se dio media vuelta y se relajó, mirando a Adolin y Renarin.
—¿Quién eres? —preguntó Kaladin, acercándose—. Como te he dicho, soy nuevo. Intento aprender los nombres de todos.
—Tú eres el hombre del puente. El que salvó al alto príncipe.
—En efecto —reconoció Kaladin.
—No es necesario que sigas vigilando —dijo el hombre—. No voy a hacerle daño a tu príncipe de Condenación. —Tenía la voz grave y cascada, además de un acento extraño.
—No es mi príncipe —replicó Kaladin—. Solo mi responsabilidad. —Examinó de nuevo al hombre y se fijó en un detalle. La ropa ligera, atada con cuerdas, era muy similar a la que llevaban algunos fervorosos. La mata de pelo era lo que había despistado a Kaladin.
—Eres soldado —dedujo—. Ex soldado, quiero decir.
—Sí —confirmó el hombre—. Me llaman Zahel.
Kaladin asintió al tiempo que iba asimilando los datos. De vez en cuando, algún soldado se retiraba y se unía a los fervorosos, si no tenía otra vida a la que regresar. Kaladin pensaba que al menos le habrían exigido que se afeitara la cabeza.
«Me pregunto si Hav estará en alguno de esos monasterios en alguna parte —reflexionó Kaladin—. ¿Qué pensaría de mí ahora?». Probablemente se sentiría orgulloso. Siempre había considerado el servicio de guardia como una de las más respetables misiones del soldado.
—¿Qué están haciendo? —le preguntó a Zahel, indicando con la cabeza a Renarin y Adolin, que a pesar de lo aparatoso de sus armaduras esquirladas se habían sentado en el suelo ante los fervorosos.
Zahel gruñó.
—Un maestro tiene que elegir al joven Kholin para entrenarlo.
—¿No pueden elegir ellos al que quieran?
—No, la cosa no va así. Pero es una situación embarazosa. El príncipe Renarin no tiene mucha práctica con la espada. —Zahel hizo una pausa—. La mayoría de los muchachos ojos claros de rango adecuado son elegidos por un maestro cuando tienen diez años.
Kaladin frunció el ceño.
—¿Por qué no ha entrenado más?
—Problemas de salud.
—¿Serían capaces de rechazarlo? —preguntó Kaladin—. ¿Al propio hijo del alto príncipe?
—Podrían hacerlo, pero probablemente no lo harán. No tienen suficiente valor. —El hombre entornó los ojos cuando Adolin se incorporó e hizo un gesto—. Maldición. Ya me parecía sospechoso que esperara a que yo volviera para esto.
—¡Maestro armero Zahel! —llamó Adolin—. ¡No estás sentado con los demás!
Zahel suspiró antes de dirigirle a Kaladin una mirada de resignación.
—Probablemente yo tampoco tengo suficiente valor. Procuraré no hacerle demasiado daño.
Se acercó a la balaustrada y saltó. Adolin le estrechó la mano con ansiedad y luego señaló a Renarin. Zahel parecía a todas luces fuera de lugar entre los demás fervorosos con sus cabezas calvas, sus barbas perfectamente recortadas y sus pulcras vestimentas.
—Mmm —dijo Kaladin—. ¿Te ha parecido raro?
—Todos me parecéis raros —dijo Syl sin alterarse—. Todos menos Roca, que es un perfecto caballero.
—Piensa que eres un dios. Sería mejor que lo desengañaras.
—¿Por qué? Soy un dios.
Él volvió la cabeza y la miró con aire de cansancio mientras se posaba en su hombro.
—Syl…
—¿Qué? ¡Lo soy! —Ella sonrió y alzó los dedos, como si cogiera algo muy pequeño—. Un trocito de uno. Muy, muy pequeño. Ahora tienes permiso para inclinarte ante mí.
—Es un poco difícil hacerlo mientras estás sentada en mi hombro —murmuró Kaladin. Vio que Lopen y Shen llegaban a la puerta, probablemente con los informes diarios de Teft—. Vamos. A ver si Teft necesita algo de mí. Luego daremos una vuelta al lugar y comprobaremos cómo están Drehy y Moash.