CAPÍTULO 100
El sonido del teléfono de mi despacho suena. Lo cojo.
—Señor Baker…
—Dígame, Sarah.
—Tiene una llamada desde España. El señor De la Rosa quiere hablar con usted.
—Pásemelo, Sarah —le pido.
—Sí, señor.
Después de un par de tonos de espera. La voz de Francisco de la Rosa, el director general de la empresa que abrimos en Madrid, se oye al otro lado de la línea.
—Señor Baker…
—Dígame, De la Rosa —contesto en un perfecto español.
—Le llamo para decirle que le envío por email el informe de beneficios del último trimestre —dice—. Como le he venido participando estos días de atrás, las exportaciones han aumentado en un quinientos por ciento. Es una cifra impensable para una empresa que solo lleva unos meses en marcha. Sin embargo, la suya lo ha conseguido en un tiempo récord. Mis más sinceras felicitaciones.
—Bueno, ese mérito se debe en parte a usted —digo—, y a su buen hacer.
—Gracias —responde De la Rosa—. Con el incremento de las exportaciones, ha crecido el renombre de la empresa y el número de colaboradores se ha disparado —continúa hablando—. Algunos de ellos son las entidades más importantes del país. Algunas de las propuestas que están haciendo son muy interesantes, pero se requiere su presencia aquí, señor Baker. Ellos prefieren negociar con el dueño de la compañía.
—Entiendo —digo. Me quedo unos instantes pensando—. Trataré de ir lo antes posible —añado—. Le avisaré cuando viaje a España.
—Gracias, señor Baker.
—A usted
—Hablamos, entonces.
—Hablamos. Que pase un bien día —me despido.
—Igualmente.
Cuelgo el teléfono. Me echo hacia atrás y recuesto la espalda en el respaldo del sillón de cuero. La idea de viajar a Madrid me atrae, pero dejar aquí a Lea y a los pequeños no tanto. No quiero separarme de ellos ni un segundo. Aunque también soy consciente de que hay determinados asuntos que los clientes solo quieren tratar con los dueños de las empresas y no con los intermediarios.
Hay un pensamiento que me ronda la cabeza últimamente. Quizá es hora de llevarlo a cabo.
Me levanto y salgo del despacho. Giro a la derecha y toco la puerta del despacho de Lea, que está pegado al mío.
—¿Se puede, directora adjunta? —le pregunto, asomando la cabeza.
Lea sonríe.
—Por supuesto, director general —me responde en tono de broma.
Me acerco a Lea y le doy un beso en los labios.
—¿Qué tal estás teniendo la mañana? —digo, sentándome en una de las sillas que hay delante de su mesa.
—Hoy está siendo agotadora —contesta—. Pero no voy a dejar que pueda conmigo.
—Estoy seguro de ello —anoto—. Me acaba de llamar Francisco de la Rosa…
—¿El director de la empresa de Madrid?
—Sí —asiento—. Las exportaciones han aumentado un quinientos por ciento el último trimestre.
Lea abre los ojos de par en par, asombrada.
—¿Un quinientos por ciento? —repite—. Wow… —exclama.
—Según me ha dicho De la Rosa, los colaboradores están empezando a hacer propuestas interesantes. Y entre ellos están algunas de las entidades más importantes del país.
—Es normal, teniendo en cuenta el crecimiento de las exportaciones en un solo trimestre. Seguro que están frotándose las manos —comenta Lea.
—Tengo que viajar a Madrid porque solo quieren negociar con el dueño de la empresa —anuncio.
—Entonces, ¿vas a ir a España? —me pregunta Lea.
—No exactamente —digo y paso a contarle la decisión que he tomado—. Desde que desperté del coma hay algo que ha cambiado en mí. —Lea frunce el ceño, extrañada—. No sé… el secuestro, la amnesia, la marcha de Michael de la empresa… Han sido demasiadas cosas en poco tiempo. Necesito cambiar de aires, Lea. Empezar de 0.
Lea asiente levemente.
—¿Y qué has decidido? —quiere saber.
—¿Por qué no nos vamos a vivir a España? —suelto—. Madrid te encanta y creo que es una buena ciudad para instalarnos y para que James y Kylie crezcan.
La miro expectante, tratando de intuir su reacción.
—Iré dónde quieras, Darrell —dice, transcurridos unos segundos. Su respuesta me produce un profundo alivio—. Sabes que te seguiría al fin del mundo, si fuera necesario. Además, tienes razón, Madrid me encanta. España me encanta —afirma con una sonrisa que me da la vida.
Lea se levanta, rodea la mesa y se sienta sobre mis rodillas.
—Te compraré cien botes de protector solar para que no se te queme la piel —digo en tono distendido.
Ladeo la cabeza y la beso.
—Prometo dármela para que no te enfades conmigo —señala.
—Gracias —le agradezco, acariciando su mejilla con el dorso de la mano.
—¿Por qué? —me pregunta Lea.
—Por apoyarme en mi decisión.
—Eres mi marido y te quiero como nunca he querido a nadie —dice—. Además, el destino ya nos ha separado demasiadas veces.
—Te quiero —le susurro, con la voz cargada de amor. Lea se inclina hacia mí y me besa—. Entonces, ¿nos vamos a vivir a Madrid? —le pregunto.
—Nos vamos vivir a Madrid —responde—. Además, ya sabes lo que dicen: de Madrid al Cielo.
La rodeo con los brazos y la estrecho contra mí. Sin duda, soy el hombre más afortunado del mundo.