CAPÍTULO 10
—Tengo en Nueva York unas cuantas casas de lujo que seguro que le pueden interesar, de acuerdo con las características que busca —me dice por teléfono Jon Rayner, el agente inmobiliario que me ha recomendado Michael.
—¿Podemos empezar a ver la selección que ha hecho esta misma tarde? —le pregunto.
—Por supuesto, señor Baker —responde solícito—. ¿Le viene bien que nos veamos a las cinco?
—Sí, perfectamente —accedo—. Lo veo en mi despacho a las cinco.
—Bien. Le mostraré lo que he preparado. Hasta luego, señor Baker.
—Hasta luego.
Jon Rayner es un hombre de mediana edad, de mi estatura, elegante, moreno, con el pelo y la perilla llenos de hebras plateadas que le dan un extraño aire de sofisticación. Viene vestido con un riguroso traje de tres piezas en color negro, inmaculada camisa blanca y corbata azul marino brillante.
—Encantado de conocerle, señor Baker —dice al entrar en el despacho.
—Igualmente —correspondo, estrechando la mano que me ofrece.
A lo largo de la tarde vemos tres casas de las que ha seleccionado Jon Rayner, pero ninguna de ellas me gusta. Están demasiado alejadas de Nueva York y una, de tres plantas, apenas tiene jardín. Así que la descarto de inmediato. Las otras dos son excesivamente señoriales y dudo mucho que convenzan a Lea, más sencilla y minimalista en sus gustos.
—No se preocupe, señor Baker —dice Jon Rayner—. Ajustaré más la búsqueda.
—Necesito encontrar algo antes de un mes —apunto—. Quiero que sea un regalo para mi futura esposa y cumple años el día 17 de mayo.
—Como le he dicho, ajustaré más la búsqueda para dar con una casa que se adecúe a sus necesidades y al gusto de su futura esposa —subraya Jon en un tono sumamente profesional—. Le garantizo que la encontraremos. No se preocupe.
El resto de la semana me es imposible ir a ver alguna casa más. La empresa va a salir a bolsa y la expectación en el equipo de administración y la mía propia está a flor de piel, por no decir del titánico trabajo al que estamos sometidos para que todo vaya como es debido.
El lunes de la semana siguiente, a media mañana, Jon Rayner me llama al teléfono móvil.
—Dígameme, Jon —digo cuando descuelgo.
—Buenos días, señor Baker.
—Buenos días.
—¿Qué le parece el este de Manhattan? —me pregunta.
—¿Tiene algo allí?
—Sí, una espectacular vivienda independiente de 2.400 metros cuadrados, emplazada en una parcela de una hectárea de superficie y cuyas vistas van a dar al río Hudson —me explica.
—Parece interesante —comento.
—Lo es —afirma Jon Rayner—. Además, es nueva —añade—. Se terminó de construir hace un mes. Es de un prestigioso cirujano plástico que por motivos personales ha decido irse a vivir a Londres. Ni siquiera ha llegado a vivir en ella. Consta de siete habitaciones, dos de ellas para el personal de servicio, y siete baños. Cuenta con spa, gimnasio, piscina interior y exterior, sala de cine… Su precio es de dieciséis millones de dólares.
—¿Podemos verla esta tarde? —abrevio.
De pronto tengo prisa.
—Por mi parte no hay problema.
—Bien.
Copio la dirección que me dicta Jon Rayner y cuelgo la llamada. Cojo el teléfono del despacho y marco la extensión de mis secretarias. Es Sarah la que atiende.
—¿Qué se le ofrece, señor Baker? —me pregunta.
—Sarah, cancele las dos citas que tengo esta tarde con los comerciales de Textliner.
—Sí, señor.
—Prográmelas de nuevo, si es posible, para mañana por la mañana —ordeno.
—Como desee, señor Baker.
—Avíseme si finalmente puedes trasladarlas a mañana —agrego—. Quedo al pendiente.
—Sí, señor.
—¿Cómo están los pequeños hoy? —le pregunto a Lea cuando llego al ático a la hora de comer.
Lea resopla y pone los ojos en blanco.
—Muy guerreros —responde—. No han parado de llorar en toda la mañana. Ni Gloria ni yo podíamos calmarlos. Menos mal que finalmente se han quedado dormidos.
Me acerco a la cuna que tenemos en el salón y me asomo sin hacer ruido. Lea apoya la cabeza en mi hombro y suspira.
—No podíamos haberlos tenido de uno en uno —comenta con voz cansada.
Le acaricio el pelo con la mano.
—Sabes que puedes con esto y con más, ¿verdad? —la animo.
—¿Estás seguro? —me pregunta, arrugando la nariz en un gesto divertido.
Me giro hacia ella, paso los brazos alrededor de su cintura y la estrecho contra mí. Su característico olor a frescor y cítricos me envuelve. Lea se agarra a mi cuello.
—Completamente seguro —respondo.
Lea respira hondo, cuando suelta el aire baja los hombros. Me inclino y le doy un beso en los labios.
—Eres la mejor madre del mundo —asevero.
—Solo espero que cuando James y Kylie crezcan no me odien.
—¿Odiarte? —Me echo a reír—. Van a adorarte —afirmo—, como hace todo el mundo.
—¿Qué tal en el trabajo? —me pregunta, cambiando de tema.
—Bien. Después del estrés de la semana pasada con todos los líos de la salida en bolsa de la empresa y demás, tranquilo.
—Me alegro —dice Lea.
No quiero comentarle nada respecto a que estoy buscando casa. Quiero que sea una sorpresa. Ella tampoco repara en ello, bastante tiene con los pequeños, los preparativos de la boda y ponerse al día con las asignaturas del último año de carrera. Es algo de lo que me quiero ocupar yo.
—La comida está lista —anuncia Gloria.
—Gracias, Gloria —dice Lea.