CAPÍTULO 95

 

 

 

 

 

Pasar el resto de mi vida con Lea…

La frase centellea en mi cabeza. Lanzo una moneda por encima de mi hombro. A mi espalda está la Fontana de Trevi. El sol del atardecer le arranca al agua destellos plateados. Lea sonríe a mi lado, feliz, y nuestros ojos se funden en una mirada llena de amor.

De pronto, un hombre de figura corpulenta al que no logro verle la cara, emerge de la nada, alza la mano y apunta con una pistola a Lea. Con expresión de horror me giro hacia ella lo más rápido que puedo para evitar que le dispare. Pero no logro llegar a tiempo. La bala atraviesa el pecho de Lea, que cae en mis brazos, ensangrentada.

Las nubes se cierran oscuras sobre nuestras cabezas. El cielo se torna negro y el agua de la Fontana de Trevi se llena de sangre. La escena es dantesca.

No, no… ¡Nooo…!, grito con fuerza.

En esos momentos abro los ojos de golpe, sobresaltado. El corazón me late desbocado, amenazando con salírseme del pecho, y gotas de sudor se deslizan por mi frente.

Miro a mi alrededor, inquieto. Todo está bien.

Solo ha sido una pesadilla. Una maldita pesadilla.

Respiro hondo, tratando de tranquilizarme.

Mis ojos se deslizan instintivamente hasta Lea, que duerme plácidamente a mi lado. El resplandor plateado de la luna deja entrever los suaves rasgos de su rostro y su pelo brilla como una llama de color bronce. Durante unos segundos revivo el dolor que supone para mí perderla, aunque sea a través de algo tan irreal y vano como lo es en el fondo una pesadilla. La sensación es horrible. La más horrible que he experimentado en mi vida. Ahora soy consciente de cuánto la quiero.

Me inclino y le retiro un mechón de pelo que le cae sobre la mejilla. La observo durante unos segundos. Transmite tantísima paz... Una paz que desde que desperté del coma no logro conseguir.

Me deslizo hasta su lado, me tumbo y la abrazo por detrás. Lea responde espontáneamente a mi contacto acurrucándose contra mí. El calor de su cuerpo me reconforta.

Hundo mi nariz en su frondosa melena y cierro los ojos. Su olor a cítricos es hechizante.

Cuando mi respiración finalmente se normaliza, trato de dormir, pero unos minutos después me doy cuenta de que es imposible. Me mantengo en un extraño duermevela que se plaga de fogonazos de imágenes inconclusas y retales de escenas a las que no logro dar claridad, pero que atraviesan mi mente de un extremo a otro.

Todo se vuelve una maraña confusa y caótica que viaja en espiral a través de mi cabeza, impidiéndome dormir. Una a una veo pasar todas las horas en el reloj. Al amanecer, me levanto y me dirijo al cuarto de baño, a ver si el agua consigue quitarme el abotagamiento que siento en la cabeza. Tengo la sensación de que mi cerebro está hinchado y de que no cabe en el espacio que le dejan los huesos del cráneo.

Me meto debajo de la ducha y abro el grifo del agua fría. Me paso las manos por el pelo mientras el chorro frío se desliza por mi cabeza y mi cuerpo, desentumeciéndome. Resoplo.

Al entrar de nuevo en la habitación, Lea está despierta. Me mira.

—Buenos días —dice.

—Buenos días.

—¿Estás bien, Darrell? —me pregunta—. No tienes muy buena cara.

—No he dormido —respondo. Avanzo unos pasos con la toalla anudada a la cintura y me siento en el borde de la cama—. He vuelto a tener pesadillas.

—¿Otra vez?

—Sí.

—¿Qué has soñado esta noche?

—Siempre es lo mismo. Lo único que cambia es el escenario —respondo, acariciándome la nuca—. Te disparan… Un hombre aparece de la nada y te dispara y yo trato de salvarte, pero no puedo. La bala te da y caes en mis brazos, llena de sangre.

Lea me pasa las manos por el cuello y me abraza.

—El doctor Brimstone nos dijo que ver a Stanislas apuntándome en la sien con una pistola y el miedo a que pudiera matarme, fue un trauma para ti. De ahí viene en parte tu amnesia —me dice Lea. Apoyo mis manos sobre las suyas y se las acaricio—. Lo que ves en las pesadillas es lo que viviste el día que fuiste a pagar mi rescate.

—Si supieras el dolor y la impotencia que siento cuando no puedo salvarte, por más que lo intento —comento, mirando al vacío.

—Pero en el plano real sí me salvaste, Darrell —apunta Lea, pegando cariñosamente su mejilla a mi cara—. Stanislas iba a dispararme a mí, pero tú lo impediste.  Y finalmente la bala la recibiste tú. Estás así por mi culpa. —La voz de Lea se torna triste y apesadumbrada. Giro el rostro hacia ella.

—Tú no tienes la culpa de nada, Lea —asevero.

—Sí, Darrell, esa bala era para mí —insiste.

—Me da absolutamente igual a quién fuera dirigida esa bala. Volvería a salvarte un millón de veces si fuera necesario. ¿Y sabes por qué? —Lea niega con la cabeza—. Porque aunque mi mente está vacía de los recuerdos relacionados contigo, me aterra la idea de perderte. Estoy descubriendo lo mucho que te quiero a través de las pesadillas —afirmo—. El  dolor y la desesperación que siento cuando caes muerta en mis brazos son horribles, Lea. Horribles —enfatizo—. No encuentro palabras para describirlo. Te juro que no las encuentro. —Guardo silencio un minuto y contemplo los preciosos ojos de Lea, que me miran vidriosos—. No quiero que te sientas culpable, Lea, porque no eres culpable. ¿Vale? —Me mira pero no pronuncia palabra—. ¿Vale? —insisto.

Suspira.

—Vale —dice finalmente.

Pese a su respuesta, su rostro sigue mostrándose triste.

—He recordado el deseo que pedí en la Fontana de Trevi —le digo en un intento de animarla.

La expresión de su cara se esponja.

—¿Lo dices en serio, Darrell? —me pregunta.

Afirmo con un ligero movimiento de cabeza.

—Pasar el resto de mi vida contigo —me adelanto a decir.

Lea abre la boca despacio.

—Oh… —alcanza a decir con visible asombro—. ¿Estás empezando a recordar? —me pregunta esperanzada.

Contraigo los labios.

—Son solo retazos… —digo con cautela—. Caras e imágenes que aparecen en mi mente como fogonazos. No es nada concreto, ni secuencias largas… Son solo eso, retazos.

Sin previo aviso, Lea se lanza a mi cuello y me abraza.

—Eso es maravilloso, Darrell —exclama, con un torrente de emoción en la voz.

La rodeo con mis brazos y la estrecho contra mí. Su contacto sigue siendo tan reconfortante... Un bálsamo de paz.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La decisión del señor Baker
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