CAPÍTULO 72
Resoplo mirando a la puerta. Bajo la cabeza y hundo los ojos en los informes de presupuestos que tengo delante. Sigo las instrucciones de Michael y los comparo con los del mismo trimestre del año pasado. Repaso las cifras una a una. Son todas tan elevadas... Algunas incluso de cinco y seis cifras. Supongo que Darrell está acostumbrado a ellas, pero a mí me siguen pareciendo astronómicas.
Mientras paso las páginas del informe, van apareciendo en los márgenes las anotaciones que Darrell hizo en los presupuestos del año anterior. Las leo con una incipiente curiosidad. Su manera de gestionar la empresa me ha parecido siempre brillante. Es algo que admiré de él desde el día que le conocí y algo de lo tengo mucho que aprender.
Presto atención a los puntos que tiene subrayados en rojo y pongo especial interés en sus notas, para tenerlas en cuenta en los presupuestos de este año. Si a él le parecieron relevantes, no hay ninguna razón para que a mí no me lo parezcan. Quizá sea un buen rasero para comenzar…
Unos nudillos llaman a la puerta. Instintivamente miro el reloj de mi muñeca. Las manecillas señalan las doce menos cinco.
¿Las doce menos cinco? ¿Ya? Dios mío, el tiempo se me ha pasado volando.
—Adelante —digo.
Michael entra en el despacho.
—Jefa, ¿lista para la junta con el equipo de administración? —me pregunta distendido.
—No me llames así —le digo en tono humilde.
—¿Por qué no? Eres mi jefa —apunta.
—Ya bueno… pero…
Michael sonríe.
—Pero nada, Lea —me corta con suavidad—. Eres la jefa y no hay más que hablar. —Sonríe—. Vamos —dice ladeando la cabeza—. Nos esperan.
—Vamos.
Me levanto del sillón de cuero y lo sigo hasta la sala de juntas, ignorando la mirada fiscalizadora que me dirige Susan al salir del despacho.
—A por ellos —dice Michael frente a las puertas de madera.
Asiento y respiro hondo.
A por ellos.
Michael alarga el brazo, apoya la mano sobre el pomo de metal y lo hace girar. Al entrar en la sala de juntas no puedo evitar que las pulsaciones se me aceleren. Los rostros de los presentes se giran al unísono y me miran. Algunos lo hacen con expectación y otros me escrutan como si fuera un bicho raro. Y de pronto es así como me siento delante de estos diez hombres de entre treinta y cinco y cuarenta y cinco años, vestidos con sus elegantes trajes sastre y sus corbatas perfectamente anudadas al cuello.
Michael avanza unos metros hacia la enorme mesa de cristal alrededor de la cual están sentados los miembros del equipo de administración y, como tirada por un hilo, yo avanzo con él. Lo hago de manera automática, porque las piernas a duras penas me responden. Trago saliva con dificultad.
—Buenos días, señores —saluda Michael en tono distendido.
—Buenos días —responden ellos.
Michael separa una de las sillas vacías y me indica que me siente. Él se acomoda a mi lado.
—Como ya les he informado con anterioridad —comienza a hablar Michael, tomando la voz cantante—, el motivo de la reunión de hoy es la presentación de Leandra Baker como la nueva directora de la empresa. En ausencia del señor Baker, ella estará al frente en las funciones que desarrolla su marido.
Un murmullo recorre la sala.
—Señora Baker, ¿hacia dónde tiene pensado llevar la empresa? —se alza una voz entre el murmullo.
El que me pregunta es un hombre de cuarenta años aproximadamente, con el pelo engominado hacia atrás, rostro ancho y mirada áspera, al que presumo que no le he caído muy bien, vista la intención de su pregunta y que ni siquiera me ha dejado tiempo para saludarles.
¿Hacia dónde tengo pensado llevar la empresa?
Me quedo en blanco. Es como si todas las palabras del diccionario hubieran desaparecido de mi vocabulario, porque no encuentro ninguna con que responderle. Un hilo de sudor desciende por mi espalda.
—Señor Thomas, la reunión de hoy, como he dicho, es simplemente para presentarles a Leandra Baker como la nueva directora —interviene Michael—, no para que le planteen cuestiones que ahora no tiene ningún fundamento hacer.
—Pero la señora Baker debería de tener al menos una ligera noción de que…
—La señora Baker se acaba de incorporar —le corta Michael, imponiéndose por encima de él.
—Eso no es excusa —asevera otro de ellos, un hombre de complexión fuerte, con pronunciadas entradas en el pelo rubio oscuro y cara de pocos amigos.
—Thomas tiene razón —se añade al escarnio otro miembro del equipo de administración.
¿Soy yo, o es que realmente todos tienen cara de pocos amigos? Quizás el almuerzo les ha sentado mal. ¡Joder, son tan intimidantes!
—Denle un poco de tiempo para que se ponga al día —les recrimina Michael, pasando la mirada de uno a otro, mientras yo voy haciéndome más y más pequeña frente a un equipo de administración que no está dispuesto a ponérmelo fácil.
Deslizo la mirada hasta mis manos, sudorosas por los nervios y la tensión del momento. Me muerdo el interior del carrillo. Va a ser más difícil de lo que pensaba. Mucho más difícil de lo que pensaba. Tengo la certera sensación de que estos diez hombres no ven en mí más que a una intrusa, a casi una niña de apenas veinticuatro años a la que de rebote le ha tocado tomar las riendas de una empresa de la que no tiene ninguna noción. Una recién llegada que no tiene ni idea de negocios ni de finanzas… ni la experiencia suficiente que exige un cargo de tal magnitud. Y lo peor es que tienen razón.
Noto cómo los ojos me arden por las lágrimas. La garganta se me cierra. No quiero que me vean llorar. ¡Joder! ¡Por nada del mundo quiero que estos desconocidos me vean llorar!
Siguiendo un impulso, hecho hacia atrás la silla y ante la atenta mirada de todos, me levanto.
—Discúlpenme, señores —digo con voz contenida.
Camino hasta la puerta, tratando de que los zapatos de tacón no me jueguen una mala pasada y me hagan caerme de bruces al suelo, y salgo de la sala de juntas como perseguida por las mismísimas Furias.
Avanzo unos metros cuando el brazo de Michael me detiene en mitad del pasillo.
—Eh, eh, eh… ¿Qué pasa? —me pregunta, visiblemente preocupado.
Me giro hacia él y lo encaro.
—¡Pasa que ha sido una mala idea ponerme al mando de la empresa! —digo con rabia.
—¿Por qué? —dice, soltándome el brazo.
—¿Cómo que por qué? —repito—. ¿Acaso no has visto a esos hombres? ¿No les has escuchado? —le pregunto, apuntando reiteradamente con el índice hacia la sala de juntas—. Ha sido un acoso y derribo hacia mí.
—Lea, es su trabajo —afirma Michael—. Con Darrell también lo hacen.
—Ya… pero yo no soy Darrell —salto—. No tengo la templanza ni la cabeza fría que posee él para enfrentarse a una cuadrilla de ejecutivos agresivos, dispuestos a despedazarlo en cuanto se descuide. Conozco a Darrell —continúo—, le he visto dar órdenes, imponerse, y sé que puede llegar a ser más agresivo que esos diez hombres juntos, pero yo no soy así —concluyo.
—No puedes darte por vencida tan pronto —dice Michael.
—No me estoy dando por vencida —le contradigo—. Simplemente soy realista; yo no valgo para esto. Me siento como un pez fuera del agua, dando coletazos para intentar salvarse de una muerte segura.
—Lea…
—¡Ya, Michael! —le corto—. Ya ha sido suficiente por hoy.
Paso justo a su lado y enfilo el pasillo en dirección a la salida, acompañada por el sonido acompasado de mis tacones. Necesito salir aquí. Necesito huir; que me dé el aire. Estoy empezando a agobiarme. Al escape, oigo a Michael chasquear la lengua al ver que me voy y que no puede hacer ni decir nada para retenerme.