CAPÍTULO 59
Durante los dos días siguientes, Stanislas no da ninguna señal de vida y, aunque yo le he llamado por iniciativa propia cerca de un centenar de veces, el muy cabrón no me ha cogido el teléfono. Sabe lo importante que es Lea para mí y el daño que me está haciendo la falta de noticias y la incertidumbre a la que me tiene sometido. Me está haciendo pagar muy caro el rediseño de nariz que le hice.
Al borde de la desesperación, me refugio en casa con los bebés, el único lugar donde soy capaz de estar, pues no puedo negar que estoy irascible, irritado y con un humor de perros. James y Kylie son un bálsamo para sobrellevar esto de alguna manera posible. Así que les dedico las veinticuatro horas del día.
Siento a Kylie llorar en su habitación. En cuanto la oigo, dejo de cenar y acudo a su reclamo.
—¿Qué te pasa, princesa? —le susurro, al tiempo que la tomo en brazos.
Le miro el pañal, pero le tiene limpio. Hambre no puede tener porque hace media hora que se ha tomado el biberón. La acuno cariñosamente para que se calme, pero no lo consigo. Finalmente me la llevo a mi habitación, para que su llanto no despierte a James.
—Ya princesa, ya… —le digo.
Le acaricio el pelito oscuro que le cae por la frente y deposito un beso en su mejilla.
—Vosotros también la echáis de menos, ¿verdad? —le pregunto.
Claro que la echan de menos, pienso para mis adentros. Tanto James como Kylie. Tienen casi un año y comienzan a darse cuenta de las cosas, entre ellas, la falta de Lea estos últimos días, incluso el ambiente enrarecido que, aunque intento evitarlo, nos envuelve.
Suspiro. Los ojos se me llenan de lágrimas. La incertidumbre me está matando.
Paseo por la habitación mientras mezo a Kylie y observo la ciudad a través de los ventanales. Fuera, la noche es apacible y se respira cierta paz. Un rato después, logro que el llanto de Kylie cese y que se calme, aunque se resiste a dormir.
Me tiendo en la cama y tumbo a Kylie bocabajo encima de mi pecho. Sé que le gusta esta posición y que suele ser efectiva cuando le cuesta dormirse. Quizá es porque escucha el latido del corazón o el ritmo acompasado de la respiración.
Alargo la mano, cojo la manta que hay sobre la cama y se la echo encima para que no se quede fría.
—Duérmete, princesa —le susurro mientras le acaricio la cabecita suavemente—. Duérmete...
Respiro hondo y me abandono a la paz que me da Kylie y a su olor a bebé. Es muy entrañable. Y, por primera vez en los últimos días, consigo perderme en los brazos del Dios del sueño.
El sonido de mi móvil me despierta de golpe. El alba ha comenzado a hacerse presente, dibujando arañazos de color púrpura en el cielo. Cojo el teléfono de la mesilla. Me tenso de inmediato.
—Stanislas… —siseo.
Por fin.
Me incorporo y con cuidado, coloco a Kylie en el lado vacío de la cama, tratando de que no se despierte. Le cubro el cuerpo con la manta. Arruga la nariz, como suele hacerlo Lea.
—Shhh… —susurro.
Me levanto de la cama y salgo al pasillo, al tiempo que descuelgo el teléfono.
—¿Cómo está Lea? —pregunto a Stanislas sin esperar a que hable.
—¿No deberías de darme antes los buenos días, guaperas? —dice con burla.
Aprieto los dientes y suelto el aire que he contenido en los pulmones.
Cálmate, Darrell, me digo a mí mismo. Este hijo de puta sigue teniendo la sartén por el mango.
—¿Tienes el dinero listo? —me pregunta.
—Sí. ¿Dónde quieres que hagamos el intercambio?
—Veo que tienes prisa… —apunta Stanislas, con una tranquilidad imperturbable.
—¿Dónde quieres que hagamos el intercambio? —repito con voz templada, manteniendo la calma como buenamente puedo.
Noto que Stanislas sonríe al otro lado del teléfono. Cierro la mano en un puño. ¡Cómo me gustaría volver a romperle la nariz! ¡Y las piernas!
—El sábado, dirígete a Wallace Aveniue, en la parte este…
—Faltan dos días para el sábado. ¿Por qué cojones no puede ser hoy? —le interrumpo, exasperado.
—Está en la parte este del Bronx —continúa hablando Stanislas, como si no me hubiera oído—. Paralela a Barnes Aveniue. Al final de la calle hay una nave abandonada. Estate allí a las ocho y media de la tarde. Ve solo.
—¿Qué me garantiza que no vas a tenderme una trampa? —le pregunto.
—Nada —dice Stanislas con sorna—. Tendrás que… confiar en mí —añade.
Confiar en él. Suena chistoso. ¿Se puede confiar en una persona de su calaña? Bajo los hombros.
—Déjame hablar con Lea —le pido.
—No.
La respuesta de Stanislas es tajante.
—Por favor… —Mi voz es casi una súplica—. Ella no tiene la culpa de nada, es inocente de todo esto —trato de convencerlo—. Ya está preparado el dinero, tal como me has pedido…
—He dicho que no, guaperas —me corta seco—. Los ricos estáis acostumbrados a chasquear los dedos y tener el mundo a vuestros pues, ¿no es así? —Su tono de burla no desaparece—. Pero esta vez no. Esta vez vas a joderte sin poder escuchar la voz de tu… amada esposa, y sin saber si está bien… o no.
—Cabrón… —mascullo furioso entre dientes.
Stanislas estalla en una carcajada.
—Tengo que confesarte que esto me divierte —dice—. ¿Qué se siente cuándo los problemas no se solucionan con dinero? —me pregunta con sorna y su marcado acento—. ¿Cuándo no puedes comprar la felicidad?
Bufo.
—¿Qué sabrás tú de mí? —espeto.
¿Qué sabrá este cerdo de mí?, me digo a mí mismo. ¿Qué sabrá de cómo era mi vida antes de conocer a Lea? ¿Qué sabrá del suplicio por el que me está haciendo pasar? ¿Y de que tiene secuestrada, no solo a mi esposa, a la madre de mis hijos, a mi amiga, a mi amante, sino también a la única persona que ha sido capaz de hacerme sentir, de enseñarme a amar?
—Sé lo que tengo que saber; que eres asquerosamente rico —responde Stanislas—. Y que estoy más que dispuesto a sacar tajada de ello. —Niego para mí—. Ya sabes el día, la hora y el lugar. Nos vemos allí.
Sin dejar que diga nada, cuelga el teléfono. Chasqueo la lengua y dejo caer los brazos a ambos lados del cuerpo. Entro de nuevo en la habitación y me quedo mirando a Kylie, que sigue durmiendo como si fuera un ángel.