CAPÍTULO 64
—Si quieres, luego paso a recogerte —me dice Lissa de camino al hospital.
—¿No vas a quedar con Joey? —le pregunto algo extrañada, porque sé que se ven siempre que tienen un minuto libre. Lissa mantiene un sospechoso silencio—. ¿Va todo bien con él? —me intereso.
—No lo sé —me responde, transcurrido unos segundos.
—¿Qué ocurre? —insisto.
Lissa chasquea la lengua.
—No quiero preocuparte con mis tonterías, Lea. Bastantes quebraderos de cabeza tienes ya para andar pendiente también de mis cosas.
Entorno los ojos.
—Lissa, nada de lo que te pase es una tontería para mí. Ya lo sabes —le digo—. Por favor, cuéntamelo. ¿Qué ocurre con Joey?
Lissa se encoge de hombros con las manos en el volante.
—Está últimamente muy raro —desembucha al fin—. Apenas nos vemos, nunca tiene tiempo, y cuando nos vemos, cualquier cosa le viene bien para discutir. —Guarda silencio unos segundos—. A lo mejor ya no está enamorado de mí.
—Lissa, Joey te adora —afirmo—. Solo hay que ver cómo te mira.
—Pues parece que ya no me adora tanto —comenta Lissa con voz abatida.
—¿Te ha contado qué es lo que le pasa?
—No hago otra cosa más que preguntarle y él no hace otra cosa más que decirme que no le pasa nada. Ya no sé qué hacer —suspira.
—Quizá tiene problemas en el Bon Voyage… —sugiero.
Lissa gira el rostro hacia mí.
—Lea, le han ascendido a encargado de camareros. Laboralmente, nunca ha estado mejor que ahora —responde Lissa, tirando de lógica. Vuelve a prestar su atención al tráfico de Nueva York.
—Puede que sí. Pero mayor responsabilidad supone mayor estrés. Solo lleva unas semanas. Tal vez necesite un tiempo para adaptarse a su nuevo puesto de trabajo.
Lissa sacude ligeramente la cabeza de un lado a otro, poco convencida.
—Ya no sé qué pensar, la verdad, y tampoco sé que va a suceder con nuestra relación.
—Ten un poco de paciencia, Lissa —le aconsejo—. Te conozco y sé que te lías la manta a la cabeza y que dejas de ver las cosas con sentido común cuando estás ofuscada.
Lissa se muerde el labio inferior.
—A lo mejor tienes razón —dice—. A lo mejor es cierto que solo necesita un tiempo para adaptarse a su nuevo puesto de trabajo.
—Ya verás como todo vuelve a la normalidad —la animo.
—Ojalá, porque le quiero tanto, Lea. Tanto. Creo que ni él mismo es consciente de cuánto.
—Y Joey también te quiere mucho a ti —afirmo—. Está coladito por cada uno de tus huesos desde que te vio la primera vez en el Bon Voyage.
A Lissa se le escapa una risilla.
—Me acuerdo de aquel día. En lo primero en lo que me fijé fue en su culo —apunta, con el humor cambiado.
—Tú siempre te fijas en el culo de los tíos —subrayo.
—Es cierto, pero tengo debilidad por el culo de Joey.
Sonrío.
—Estás apunto de salivar, ¿verdad? —le pregunto en broma, al ver que se está relamiendo.
—No, ya estoy salivando —confiesa entre risas—. Qué bien me conoces.
—Somos amigas desde hace muchísimos años —empiezo a decir—. Eres como mi hermana. Sí, realmente se puede decir que te conozco como si te hubiera parido.
—¿Qué haría sin ti? —dice Lissa.
—Lo mismo que yo sin ti —respondo.
Ambas giramos el rostro para mirarnos.
—Nada —afirmamos a la vez.
Lissa me deja en la puerta del hospital y se va, sino no llegará al trabajo. Entro en el edificio y subo a la planta en la que se encuentra Darrell. Cruzo el pasillo y advierto a Michael al fondo, sentado en un sofá de piel que hay en una especie de sala de espera.
—¿Qué haces aquí, Lea? —me pregunta con voz suave—. Tenías que haberte quedado en casa y dormir un poco. Estás agotada —agrega.
—No puedo, Michael —digo, mientras me siento a su lado en el sofá—. No puedo estar en casa mientras Darrell está aquí. Además, no podría dormir aunque quisiera. No soy capaz de conciliar el sueño.
Michael asiente con expresión comprensiva en el rostro.
—¿Qué tal están los pequeños? —me pregunta, cambiando de tema.
—Muy bien. La verdad es que necesitaba verlos casi tanto como respirar —respondo—. Parece increíble, pero he tenido la sensación de que se alegraban de verme, como si supieran lo que ha pasado, y eso que todavía no han cumplido un año.
—James y Kylie son unos niños muy inteligentes —opina Michael—. Está claro que lo han heredado de sus padres.
Esbozo una sonrisa fugaz.
—Gracias —digo.
—¿Familia de Darrell Baker?
Una voz femenina interrumpe la conversación. Giramos el rostro hacia ella. A un par de metros de nosotros hay una mujer de unos cuarenta años aproximadamente, mulata, con los ojos negros y el pelo a lo afro, vestida con una bata blanca.
—Soy su esposa —me presento, levantándome como si hubiera recibido un calambre en las piernas.
—El doctor quiere hablar con usted, señora Baker.
—Sí, claro.
La enfermera mira a Michael.
—¿Usted es también familiar? —le pregunta
—Soy amigo íntimo de Darrell —aclara Michael.
—Entonces acompañe a la señora Baker, si es tan amable —le pide—. Lo que tiene que decirle el doctor Brimstone es importante.
Michael se incorpora del sofá mientras intercambiamos una mirada muda.
¿El doctor tiene que decirnos algo importante?, repito para mis adentros. ¿Qué será?, me pregunto.
Se me hace un nudo en el estómago. Desconozco la razón, pero tengo la sensación de que lo que nos va a decir el médico no es nada bueno. Me muerdo el interior del carrillo, nerviosa.
Por favor, que todo esté bien, lanzo al Cielo a modo de plegaria.
En silencio, seguimos a la enfermera, que nos guía a través de un pasillo estrecho con varias puertas a ambos lados. Abre una de ellas situada a la izquierda y nos invita a entrar.
—Gracias —decimos Michael y yo casi al unísono.
La enfermera asiente inclinando levemente la cabeza y cierra la puerta a nuestra espalda.
—Tomen asiento, por favor —nos pide el doctor Brimstone, señalando con el índice las sillas que hay delante de su escritorio.
—¿Mi marido está bien? —me adelanto a preguntarle, impaciente, al tiempo que me acomodo. Michael hace lo propio.
El médico se quita las gafas con montura al aire y las deja despacio sobre la mesa. Las prominentes bolsas que tiene bajo los ojos se acentúan con la luz natural de mitad de la mañana.
—Hemos conseguido estabilizar sus contantes vitales, pero ha entrado en coma. Las hemorragias internas que ha sufrido han lesionado la estructura del sistema nervioso central —nos informa.
Un escalofrío me recorre de la cabeza a los pies como un latigazo. Durante unas décimas de segundo tengo la sensación de que voy a desmayarme.