CAPÍTULO 77
Abro los ojos. Un haz de luz anaranjada entra por la ventana, iluminando la habitación con la claridad brumosa del amanecer. Pestañeo un par de veces para desperezarme y enfocar la vista. Dejo a un lado los libros que tengo sobre el pecho y me levanto.
—¿Qué te pasa, campeón? —le pregunto a James cuando me acerco a la cuna.
Consulto el reloj. Es pronto. Aún no les toca el biberón. Le miro el pañal. Lo tiene mojado. Lo saco de la cuna, le coloco en el cambiador y le pongo un pañal limpio. Me quedo con él un rato, meciéndole en los brazos, mientras se queda dormido de nuevo. Apenas unos minutos después está de nuevo con los ojitos cerrados y durmiendo como un angelito.
Los días siguientes los paso embebida entre estrategias empresariales, pautas de dirección, presupuestos e informes de ventas. Cualquier momento es potencialmente aprovechable para estudiar. Mientras doy de comer a James y Kylie leo en la tablet, aunque en más de una ocasión la salpican de papilla y me toca limpiarla. También empleo los trayectos hasta el despacho para estudiar, cuando Woody me lleva en el coche.
De vez en cuando me mira a través del espejo y sonríe al verme tan aplicada.
Mientras como, mientras ceno. Durante la madrugada, incluso cuando estoy con Darrell. Al que le voy informando de mis progresos.
Una tarde, en el despacho, repasando los archivos que tengo en la tablet, me encuentro con una carpeta con el nombre: Estudio de mercado europeo.
—¿Qué tenemos aquí? —murmuro para mí.
Pico con el dedo y en un par de segundos se abre ante mis ojos el informe que estaba preparando Darrell sobre la inserción de la empresa en el mercado español. De inmediato recuerdo que en nuestra luna de miel me habló de que quería empezar a abrirse paso en el mercado europeo a través de Madrid.
Solo hay unas cuantas páginas. Las leo detenidamente. Una idea me atraviesa la cabeza de lado a lado. Creo que ya sé hacia dónde voy a llevar la empresa…, pienso con una sonrisa.
Después de dar de cenar a James y a Kylie, de bañarles y de dormirles, me dispongo a continuar el estudio de mercado internacional a partir de las páginas de Darrell. Durante toda la madrugada desarrollo un detallado dossier lleno de cálculos y operaciones en el cual reflejo la futura inversión, los costes, los posibles beneficios. Así como los posibles riesgos, tipo de clientes, demanda, oferta… Y todo acompañado de unos vistosos gráficos y estadísticas.
—Susan, por favor, hágame once copias de este informe —le pido con amabilidad y una sonrisa en los labios en cuanto llego al despacho la mañana siguiente.
Dejo el dosier en el que he estado trabajando toda la noche sobre su escritorio. Susan hace una mueca de desgana.
—Yo no me encargo de hacer fotocopias —me espeta—. Ordéneselo a Sarah.
La miro con una expresión entre circunspecta y desconcertada. ¿A qué viene ese tono? Cojo el dosier sin decir nada, me doy media vuelta y me dirijo hacia la mesa de Sarah.
—Yo lo haré, señora Baker —se adelanta a decir ella antes de que se lo pida, cogiendo de mi mano el dosier.
—Gracias, Sarah —digo con una sonrisa afable.
Enfilo los pasos hacia el despacho. Entro en él con las palabras, el desprecio y la altanería de Susan dándome vueltas en la cabeza. ¿Qué coño se ha creído?, me pregunto indignada. ¿Acaso se ha olvidado de que soy su jefa?
—Quizás se lo tengo que recordar —musito de pie en mitad del despacho—. Y lo voy a hacer ahora mismo.
Me giro sobre mis talones, deshago mis pasos y vuelvo a la recepción.
—Sarah, deme el dosier, por favor.
Sarah hace lo que le pido, confusa por mi nueva orden. Le oigo tragar saliva. Doy unas cuantas zancadas y me planto delante del escritorio de Susan.
—Hágame once copias de este dosier —le ordeno, dejando caer el documento en la mesa.
Susan levanta la mirada por encima de la pantalla del ordenador. Su melena rubia, perfectamente lisa, no se mueve un pelo.
—Ya le he dicho que yo no hago fot…
—Y yo le he dicho que me haga once copias de este dosier —le corto, sin ninguna clase de titubeo en la voz—. Las quiero en cinco minutos sobre mi mesa —añado autoritariamente mientras me dirijo de nuevo a mi despacho, sin dar tiempo a que Susan pueda replicarme. No voy a consentirle que me falte al respeto ni que me haga sentir insignificante. No voy a consentir que nadie me haga sentir así nunca más.
Exactamente cinco minutos después, Susan entra en mi despacho con los once dosieres que le he pedido en el brazo. Su cara, como siempre que se dirige a mí, es de vinagre.
—Aquí tiene —dice, dejándolos caer sobre mi mesa.
¿Por qué siempre hay un viso de desafío en su voz?
Me echo hacia atrás y me recuesto en el respaldo de la silla.
—Un poco de cortesía no le vendría mal, Susan —comento, dispuesta a no dejarme pisar por ella.
—No tengo por qué ser cortés con usted —alega con semblante altanero.
—Claro, ya se guarda la cortesía para mi marido —digo—. Estoy segura de que si hubiera sido él que el que le hubiera mandado fotocopiar el dosier, no hubiera puesto ningún impedimento.
—Eso es problema mío.
—Y mío también —atajo—. Que no se le olvide que ahora su jefa soy yo —le recuerdo.
Susan pone los ojos en blanco.
—Tranquila, no se me olvida —ironiza.
Joder, ¿se puede ser más descarada?, me pregunto.
Me levanto del sillón de cuero negro y me pongo de pie. Niego para mí con un gesto imperceptible.
—No voy a aguantar mucho tiempo más sus impertinencias, Susan —afirmo.
—Pues despídame —me reta, mirándome fijamente a los ojos.
—No tenga ninguna duda de que lo haré si no cambia su actitud conmigo —le digo, sosteniéndole la mirada.
—¿Necesita algo más? —me pregunta, dando por concluida la conversación, sin dejar un solo segundo atrás su postura insolente.
—No, puede seguir con su trabajo —digo.
Cuando Susan sale del despacho, dejo caer los hombros y suelto el aire que he estado reteniendo en los pulmones. Está claro que Susan se ha convertido en una enemiga declarada.