CAPÍTULO 1

 

 

 

 

 

—Darrell…

La voz de Lea, ligeramente alarmada, me despierta.

—¿Sí? —digo soñoliento.

—Creo que he roto aguas.

Doy un salto en la cama y me incorporo de golpe. Lea ya ha encendido la luz de su mesilla y puedo verla mirándome con una expresión de conclusión en el rostro. Ha llegado la hora.

—Vale… Vale… —digo. Me levanto y consulto el reloj. Son las cuatro y media de la madrugada—. Que no cunda el pánico  —murmuro. Alzo los ojos y la miro—. ¿Estás bien? —le pregunto.

—Sí —responde al tiempo que asiente convencida con la cabeza.

—Bien… bien… Que no cunda el pánico —me repito, danzando los ojos de un lado a otro y tratando de mantener la mente fría.

Rodeo la cama y ayudo a Lea levantarse y a vestirse. Durante el último mes su tripa ha crecido tanto que apenas puede agacharse.

—Nuestros pequeños ya vienen —comenta cuando le pongo la chaqueta. Sonríe.

—Sí —digo, devolviéndole el gesto cariñosamente—. Ya vienen...

Su sonrisa me tranquiliza porque significa que todo va bien y que nos va a dar tiempo a llegar a la clínica.

 

 

 

Me desespero en el ascensor y vuelvo a apretar el botón de forma apremiante.

—¿Es que no puede bajar más rápido? —bufo con impaciencia.

—Cálmate, Darrell. Todo está bien —me dice Lea en tono sosegado—. Acuérdate de lo que nos dijo la doctora McGregor, que pasan algunas horas desde que se rompe aguas hasta que finalmente tiene lugar el parto. Tenemos tiempo de sobra.

—Tienes razón —admito en su suspiro—. Nervioso no soy de gran ayuda —afirmo después.

Me inclino y le doy un beso protector en la frente.

—Todo va a salir bien —dice.

—Debería de ser yo quien te dijera eso a ti y no tú a mí —comento.

Lea vuelve a sonreír. No me puedo creer que, pese a todo, yo esté más nervioso que ella. Debo de tranquilizarme si quiero ser de ayuda.

Las puertas metálicas del ascensor finalmente se abren, salimos y nos dirigimos al coche, donde, desde hace una semana y media, está preparada la canastilla con todo lo necesario para los bebés.

—¿Cómo te encuentras? —le pregunto a Lea mientras cruzamos Nueva York en dirección a la clínica.

—Bien —contesta—. Tengo algunas molestias, pero las contracciones todavía no son fuertes.

—Ya no falta mucho para llegar —apunto, alargando el brazo y cogiendo su mano afectuosamente.

Cuando llegamos a la clínica de la doctora McGregor, un celador nos está esperando en la puerta de urgencias con una silla de ruedas. Ayudo a Lea a bajar del coche y la siento en la silla.

—¿Qué tal estás, Lea? —le pregunta la doctora McGregor con voz afable.

—Bien —responde Lea, al tiempo que es trasladada a una de las habitaciones de lujo de la clínica.

—Todo va a salir bien —dice la doctora.

Lea asiente.

 

 

 

Siete horas después, Lea está dando a luz en el paritorio. Quedamos en que entraría para estar con ella y darle ánimos, pero me siento tremendamente impotente cuando su rostro se frunce cada vez que empuja entre los fuertes dolores de las contracciones.

—Empuja… —le pide la doctora McGregor—. Empuja, Lea, empuja…

Lea aprieta los dientes y hace lo que le dice la doctora. Tiene la cara sonrojada y cubierta de una película de sudor debido al esfuerzo, y varios mechones de pelo pegados a la frente.

—Venga, pequeña —trato de animarla.

Lea aferra mi mano con fuerza y vuelve a empujar, lanzando un grito al aire.

—Ya no queda nada, Lea —indica la doctora—. Un último empujón, vamos.

Lea toma aire profundamente, aprieta de nuevo los dientes y los labios y vuelve a empujar con todas sus fuerzas.

—¡Venga, pequeña! —repito en tono optimista—. ¡Venga!

Lea grita contrayendo las mandíbulas. Su rostro se llena de una expresión de dolor. De pronto, su grito se mezcla con un llanto. Abro lo ojos de par en par, expectante por lo que está sucediendo un par de metros delante de nosotros.

—La niña ya está aquí —dice la doctora McGregor.

—Kylie… —murmuro, y me quedo embobado mirando mientras entrega el bebé a una enfermera, que lo coge con cuidado y se lo lleva para limpiarlo.

—Ahora vamos a por el niño —anuncia, concentrándose de nuevo en la tarea—. Sigue empujando, Lea. Sigue empujando —le indica.

Giro el rostro hacia Lea, que aprieta otra vez los dientes y empuja tal y como le ha pedido la doctora. Acerco la mano y le limpio el sudor de la frente.

—Estoy agotada —susurra casi sin aliento—. No puedo más…

—Lo estás haciendo muy bien, mi amor —la animo—. Nuestra pequeña Kylie ya ha nacido. Ya está aquí. —Sonrío pletórico—. ¿La oyes llorar? —le pregunto.

Lea asiente con la respiración entrecortada. Al verme tan entusiasmado, vuelve a empujar con energías renovadas para que James venga a este mundo.

—Ya estoy viendo la cabeza —interviene la doctora McGregor—. Ánimo, Lea. Ánimo.

Lea grita, se aferra a la barandilla y a mi mano y empuja con todas sus fuerzas. Su rostro está descompuesto por el dolor y el cansancio.

—Muy bien —dice la doctora—. James ya está saliendo. Sí, ya está casi fuera.

James rompe a llorar en esos momentos, abriendo completamente sus pulmones y llenando el paritorio con su llanto.

—Ya está, mi amor —susurro emocionado, apoyando mi frente en la de Lea—. Ya está, pequeña… Ya está.

La doctora McGregor y la enfermera que ha atendido a Kylie se acercan con los bebés y los colocan encima del pecho de Lea.

—Oh, Dios mío… —dice Lea, con un torrente de lágrimas a punto de derramarse por su mejillas.

—Vamos a dejarlos un ratito sobre ti, piel con piel, para que no comiencen a echarte de menos —comenta la doctora sonriendo—. No hay nada más beneficioso que el calor maternal.

Lea se echa finalmente a llorar, embriagada por la emoción, mientras los acaricia con manos temblorosas. Está exhausta por el esfuerzo.

Yo los miro sin poder apartar los ojos de ellos. ¡Joder!, son los bebés más hermosos que he visto en toda mi vida, y son míos. Míos y de Lea. La prueba palpable del profundo amor que sentimos el uno por el otro.

—Son preciosos —comento a media voz.

—Sí, son preciosos —dice Lea entre lágrimas.

—Y perfectos —añado, con mi recién estrenado amor de padre.

Le enjugo las lágrimas que ruedan por sus mejillas y seguidamente acaricio las cabecitas de nuestros pequeños. Lo hago con mucho cuidado porque tengo la sensación de que se van a romper en cualquier momento.

—Dios mío… —musito obnubilado.

Creo que se parecen a Lea, porque tienen la piel blanquita, los ojos grandes como ella y los labios sonrosados, aunque también veo rasgos míos en sus rostros. Sí, veo cosas de mí en ellos y eso me llena de orgullo, de un orgullo que invade cada célula de mi cuerpo. Se parezcan a quién se parezcan son preciosos, condenadamente preciosos.

Me inclino hacia Lea.

—Gracias —le susurro—. Gracias por darme a estas dos preciosidades. Gracias por hacerme tan feliz.

Le doy un tierno beso en la boca mientras los bebés descansan tranquilos sobre su pecho.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La decisión del señor Baker
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