CAPÍTULO 11

 

 

 

 

 

A las cinco en punto de la tarde llego a la dirección que me ha facilitado Jon Rayner. Tras traspasar una enorme carretera de metal marrón que delimita el espacio amurallado, avanzo con el coche por un camino que muere unos metros antes de alcanzar una enorme construcción de formas y líneas puras y modernas, cuyas fachadas están revestidas enteramente de una capa de mármol travertino de color ocre, característico de este tipo de edificaciones de lujo.

Aparco delante de la puerta principal, donde me espera el agente inmobiliario.

—Buenas tardes —digo, alargando la mano hacia él cuando lo alcanzo.

—Buenas tardes, señor Baker —responde, estrechándome la mano.

—¿Entramos?

—Sí —asiento.

Nada más de entrar me doy cuenta de que huele a nuevo. Se nota que está sin estrenar, porque todo se mantiene impoluto.

—Como verá, señor Baker, está impecable —se adelanta a decir Jon Rayner, leyendo mi pensamiento.

—Sí, tienes razón —opino, mirando a un lado y a otro.

—La primera planta tiene hall, aseo de cortesía, sala de estar, despacho… —comienza a explicarme en tono profesional, a medida que vamos viendo las estancias una por una—. Todos los salones dan al jardín, que como puede ver, es enorme, tal y como quería. Al fondo hay una piscina de dimensiones olímpicas.

De pronto, la imagen del pequeño James y la pequeña Kylie jugando y correteando por el césped verde aparece en mi mente con la nitidez de una postal. Sonrío para mis adentros mientras el agente inmobiliario sigue hablando.

—Los ventanales son abatibles, dejando las estancias completamente abiertas al jardín.

—Por lo que puedo ver, las calidades son de lujo —observo.

—De lujo y de súper lujo —apunta Jon Rayner—. La verdad es que es una vivienda hecha a capricho y con todo tipo de comodidades tanto para adultos como para niños. —Salimos del salón principal y volvemos al hall—. A la segunda planta se accede a través de dos escaleras independientes o bien por el ascensor, situado al fondo —sigue explicando mientras lo señala con el índice.

Antes de que incluso me enseñe el sótano, donde está situado el gimnasio, el spa, la sala de cine y la piscina interior, tengo tomada una decisión. Creo que a Lea le va a encantar, aunque, como siempre, le parecerá excesiva y pondrá en la cara una de esas expresiones divertidas que tanto me gustan. Pero en general es una vivienda que se ajusta mucho a su gusto. Las estancias son amplias y luminosas y los muebles de diseño, modernos pero sin ser ostentosos, no como algunas casas que he visto y que parecen auténticos museos victorianos.

—¿Qué le parece, señor Baker? —me pregunta Jon Rayner al finalizar el recorrido.

—Me gusta —le digo con franqueza, sin andarme por las ramas—. Se ajusta muy bien a lo que ando buscando y creo que también será del agrado de mi futura esposa.

—Entonces, ¿se queda con ella?

Asiento con la cabeza.

—Sí —afirmo.

—Es una buena elección y una buena compra, señor Baker. Se lo aseguro —dice el agente inmobiliario—. No se arrepentirá.

Abro la chaqueta y extraigo del bolsillo interior la tarjeta de Michael.

—Este es el número de teléfono de Michael, mi abogado —digo, tendiéndosela a Jon Rayner—. Póngase en contacto con él para todo lo que tenga que ver con la compra-venta y las escrituras. Él le facilitará los datos de mi futura esposa y también futura propietaria. Necesito que esté arreglado cuando antes.

—No hay problema —dice Jon, satisfecho—. Tramitaré todo con Michael. Ya sabe que lo conozco —añade—. Hace un par de años me encargué de buscarle el loft en el que vive actualmente.

—Sí, él fue quien me puso en contacto con usted —aclaro.

—Estaré encantado de volver a hablar con él.

Consulto mi reloj de muñeca.

—Tengo que irme —anuncio—. Todavía tengo trabajo en el despacho.

Alargo de nuevo el brazo y estrecho la mano del agente inmobiliario.

—Gracias por todo —me despido.

—Gracias a usted, señor Baker —dice, con su tono profesional.

 

 

 

Según me cuentan Lea y Gloria por la noche, cuando regreso del despacho, los pequeños han estado guerreros también por la tarde, sin dejar de llorar. Y puedo comprobarlo por mí mismo; ya que apenas nos han dejado cenar. Han estado gimoteando e hipando sin parar. Es cuando los bañamos, cuando parece que finalmente se calman y conseguimos que concilien el sueño. Sin embargo, ya de madrugada, el llanto de James a través del vigilabebés me despierta. Me incorporo y miro el despertador. Los números digitales rojos me indican que son las tres y treinta y tres.

Giro el rostro hacia Lea y apago el vigilabebés para que James no la despierte. Ha tenido un día agotador con ellos y necesita descansar.

Me levanto, rodeo la cama y salgo de la habitación. Cuando llego a la de los niños, James anda pataleando en la cuna. Me inclino y lo cojo en brazos antes de que despierte a Kylie y sus llantos se conviertan en un concierto de los tres tenores.

—Eh…, campeón, ¿qué te pasa? —le pregunto en voz baja.

Abro un poco el pañal y compruebo que está seco—. ¿Quieres mimos? Es eso, ¿quieres que te dé unos cuantos mimos?

Inclino la cabeza y le beso en la mejilla. Después lo acuno suavemente. James deja de llorar y, sorprendentemente, se calma, aunque se mantiene con los ojos como platos.

—¿Está todo bien?

Es la voz de Lea la que se oye a mi espalda. Me dio media vuelta y la encuentro apoyada en el marco de la puerta. Su rostro se ve soñoliento y, por momentos, cansado.

—Sí, todo bien —respondo con media sonrisa en la boca—. Ve a dormir. Necesitas descansar.

—Quizá James necesite que se le cambie el pañal… —sugiere.

—Lo he mirado y lo tiene seco —digo—. Venga Lea, ve a dormir, yo me encargo.

—¿Seguro?

—Sí, seguro.

—Vale —dice, trascurridos unos segundos.

Lea se gira y se aleja por el pasillo arrastrando los pies. Me acerco al sillón situado al lado de la ventana, me siento y coloco a James boca abajo contra mi pecho.

—¿Estás cómodo, campeón? —le pregunto.

Lo acaricio despacio tratando de que se duerma y James se retrepa sobre mí. Entonces sé que sí, que está cómodo.

Alzo ligeramente la cabeza y miro a través de la ventana, por la que entra el resplandor lechoso de la luna llena que engalana el cielo neoyorquino. Respiro hondo y exhalo el aire satisfecho, escuchando la respiración de mi pequeño.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La decisión del señor Baker
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