CAPÍTULO 23

 

 

 

 

 

Darrell me da la mano y me ayuda a bajar del coche. Antes siquiera de que ponga los pies en el suelo, un botones sale a darnos la bienvenida y a buscar nuestras maletas.

Para pasar la noche de bodas, Darrell ha alquilado una habitación en uno de los hoteles de lujo más caros de Nueva York, si no es el más caro, situado en la periferia. Evidentemente no puse ninguna objeción. Le dejé hacer, porque sino terminaríamos discutiendo.

—Su suite ya está lista, señor Baker —dice la recepcionista, tendiéndole la llave-tarjeta. Una chica morena, de pelo largo liso, vestida con un impecable traje de falda y chaqueta de color azul oscuro.

Darrell asiente, tomando la llave-tarjeta de la mano.

—Qué tengan una feliz estancia y enhorabuena por su boda. —La recepcionista vuelve a hacer uso de la palabra.

—Gracias —respondemos a la vez.

—El botones ya ha dejado sus maletas en la suite —nos comenta.

—Perfecto —dice Darrell.

El ascensor nos sube hasta el último piso, donde está nuestra suite, la única habitación que hay en toda la planta.

Darrell abre la puerta y se vuelve hacia mí. Antes de que me dé tiempo a reaccionar, me coge en brazos y cruza el umbral conmigo. Le sonrío. Cierra con un pequeño golpe de talón y me deja de pie en mitad de la habitación.

—Wow… —musito.

Recorro el perímetro de la estancia con la mirada embelesada. La suite es enorme y con un toque de sofisticación, decorada en negro y plata, con una cama redonda de dimensiones imperiales, vestida con sábanas de raso y llena de cojines y almohadones. Hay un sofá de tres plazas junto a la entrada y otro de dos, formando un ángulo recto en cuyo interior se sitúa una mesa auxiliar de cristal negro.

En uno de los rincones hay un jacuzzi del mismo tamaño que la cama. Al lado una mesita de cristal con una botella de champán, dos copas y un cuenco de fresas. El suelo, cubierto de moqueta de color granate, y los muebles, están salpicados de pequeñas velas aromáticas.

—Veo que te gusta —observa Darrell, justo detrás de mí.

—Es preciosa —digo.

—Tú sí que eres preciosa —susurra, pegado a mi oído.

Pasa las manos sensualmente por mi tripa, se inclina y me besa el cuello. Ladeo la cabeza para que tenga más acceso a él y apoyo las manos sobre las suyas, mientras dejo que mi mirada se pierda entre los rascacielos tenuemente iluminados de la Gran Manzana que se ven a través de los ventanales.

—¿Eres feliz? —me pregunta Darrell.

—Tanto que me da miedo —respondo.

Darrell se acurruca contra mí.

—A mí también me da miedo. Por eso a veces… —deja la frase sin terminar, suspendida en el aire.

—No pensemos ahora en eso —apunto con suavidad.

—Tienes razón. —Darrell sonríe—. La noche es muy larga y tenemos muchas cosas que hacer… —Su voz se vuelve voluptuosa en mi rostro.

Vuelve a besarme en el cuello, mordisqueándolo de arriba abajo con suavidad. Con pericia en los dedos, me desabrocha la tira de botones de satén que recorre mi espalda. Me baja la parte de arriba del vestido y deja al descubierto los hombros. Posa sus labios sobre el izquierdo y dibuja un sendero de besos hasta el derecho.

Suspira en mi nuca y su aliento me provoca un fuerte escalofrío.

Me doy la vuelta hacia él, sujetándome el vestido para que no se me caiga.

—¿Me das un minuto? —le digo—. Tengo una sorpresa para ti.

Darrell inclina la cabeza en un ademán de afirmación. Cojo una pequeña bolsa de mi maleta y me dirijo al cuarto de baño, al otro lado de la habitación, consciente de que tengo la mirada de Darrell clavada en mí.

Una vez que estoy dentro, termino de quitarme el vestido de novia, me cambio de ropa interior y me pongo un picardías de encaje negro que me he comprado para la ocasión. Poco a poco me voy soltando las horquillas del pelo y voy deshaciendo el semirecogido, hasta que mi melena queda completamente suelta, cayendo en cascada sobre mi espalda y mis hombros, como sé que le gusta a Darrell.

Cuando me miro en el espejo no puedo evitar sentirme sexy, tremendamente sexy. Llevo un sensual picardías negro que apenas me cubre los muslos y unos zapatos de tacón a juego. No puedo dejar de imaginarme la cara de Darrell cuando me vea.

Respiro hondo y salgo del cuarto de baño. Mientras me he estado cambiando, Darrell ha bajado las luces y ha encendido la retahíla de velas que hay en la habitación. El humo desprende una suave fragancia a jazmín que inunda la atmósfera, dándole un toque íntimo y poéticamente romántico.

Cuando repara en mi presencia, se gira hacia mí y recorre mi cuerpo de arriba abajo con una mirada brillante y lobuna que hace que me estremezca.

No es difícil adivinar que le gusta lo que está viendo.

Camina hacia mí completamente en silencio con pasos felinos y sin dejar de mirarme un segundo. Al alcanzarme, con un movimiento del que apenas soy consciente, me agarra por la cintura y me empuja hacia los ventanales. Mi cuerpo choca contra el cristal. Gimo.

En menos de lo que dura un parpadeo, Darrell se lanza sobre mí y comienza a besarme como si el mundo fuera a acabarse mañana, mordiéndome la lengua, los labios.... Trato de acariciarle el rostro, pero me coge las muñecas y me las sujeta por encima de la cabeza, impidiéndomelo. Entonces ya no soy capaz de pensar en nada que no sea él; en nada que no sean sus labios o sus manos…

—Me encanta la sorpresa que me ha dado, señora Baker —susurra.

Su voz está cargada de deseo, de ansiedad y de lujuria, y oírlo en ese estado me excita tanto que pierdo el control.

Me levanta el picardías hasta la cintura, me coge el muslo y lo coloca en sus caderas. Aprieta su pelvis contra mí, para que note su erección en mi sexo.

Vuelvo a gemir.

Darrell me da la vuelta, poniéndome de cara al cristal.

—Estás preciosa con el picardías —me susurra al oído—. Eres la novia más hermosa del mundo, pero te prefiero sin él. 

Lo desliza por mis caderas y lo deja caer a mis pies. De repente estoy detrás de los grandes ventanales, solo con el sujetador, las braguitas, las medias y los zapatos de altísimo tacón. Tan perfecta e inmaculada como una virgen. La virgen del señor Baker.

Darrell pasa el dedo índice por el borde del sujetador tan despacio que me siento un placentero cosquilleo. Da la vuelta hasta la espalda y finalmente lo desabrocha, me lo quita y lo tira a un lado.

—Así estás mejor… —dice, con una sonrisa maliciosa.

Se agacha, se pone de cuclillas detrás de mí y, lentamente, me baja las braguitas hasta la mitad de los muslos. Aferra mis caderas, acerca su boca a mis nalgas y comienza a morderlas. Cuando sus dientes se clavan en mi carne, vuelvo a sentir un escalofrío que me recorre la espalda como una descarga eléctrica. Echo la cabeza hacia adelante y suspiro, apoyando las manos en el cristal de la ventana panorámica y exponiendo mi cuerpo a Nueva York.

Darrell abre mis nalgas y hunde la lengua entre ellas. Gimo ruidosamente.

—¡Joder, Darrell! —exclamo.

Vuelvo a gemir mientras que él, atareado, mantiene silencio.

¿Qué coño está haciéndome y por qué me gusta tanto? ¡Dios santo, este hombre va a matarme de placer!

Con la poca lucidez con que cuento en estos momentos, alcanzo a poner nombre a lo que está haciendo. Lo hablé un día hace mucho tiempo con Lissa. Es un anilingus o beso negro. ¿Es que Darrell conoce todas las prácticas sexuales del mundo?, me pregunto.

El cristal se empaña con el aliento de mis jadeos, que cada vez son más profundos y más rápidos. Darrell se levanta.

—Ven aquí —dice, cogiéndome otra vez en brazos.

Me lleva a la cama y me sienta en el borde. Termina de quitarme las braguitas y despacio, desliza las medias por mis piernas. Primero una y después otra mientras se recrea en la acción y en la reacción que el contacto de sus manos me provoca.

Cuando estoy completamente desnuda, Darrell dice con voz pausada, mirándome por debajo de su abanico de pestañas negras:

—Y así estás mucho, mucho mejor.

Sin decir nada, se incorpora y se dirige al jacuzzi. Coge la botella de champán que hay en la mesita de cristal de al lado, sin embargo, no trae las copas.

¿Qué va a hacer?

Por más que trato de pensar en algo, no se me ocurre nada. ¡Joder! ¿Qué va a hacer?

Se acerca de nuevo a mí, descorcha el champán y se agacha. Trago saliva, expectante por lo que se le haya ocurrido.

Me coge la pierna izquierda y la coloca en ángulo recto. Sitúa la botella encima de la rodilla y vierte un chorro de la bebida sobre ella. El líquido burbujeante va cayendo por mi pierna hasta que llega al pie. Entonces Darrell inclina la cabeza y comienza a lamerme los dedos junto con el champán.

¡Oh, Dios, voy a deshacerme de gusto! Voy a… Oh, Dios. Oh, Dios…

No puedo pensar en nada, solo puedo dejarme llevar…

Sus labios repasan la forma de mi pie mientras su lengua lame cada gota de champán que sigue echando por mi extremidad. Exhalo el aire que tengo en los pulmones en forma de suspiro.

Entre la semipenumbra que envuelve la habitación, veo sonreír a Darrell con picardía, consciente de que me estoy derritiendo por dentro.

Se levanta, se tumba sobre mí y me besa. Mi paladar se impregna del sabor de sus labios mezclado con el del champán. Una decena de sensaciones se despiertan en mi interior.

—Creo que es hora de que te quites esto —digo, tirando de su corbata—. Tú también estás mucho mejor sin ropa.

—Ya sabes que tus deseos son órdenes para mí —afirma Darrell.

Se pone en pie y comienza a desnudarse delante de mí. Primero se quita la corbata, después se deshace de la chaqueta y del chaleco. Lo hace con movimientos medidos, pausados y elegantes. Me pongo de lado y apoyo la cabeza en un codo mientras se desabrocha la camisa sin dejar de auscultarme. Cuando su torso de músculos definidos queda a la vista, mis pupilas se dilatan al máximo, dibujando una anillo bronce alrededor. No quiero perderme nada. Así que casi ni pestañeo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La decisión del señor Baker
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