CAPÍTULO 54
Hora y media más tarde Lea sigue sin dar señales de vida y mi móvil intacto. Impaciente, la llamo. Un tono, dos tonos, tres tonos…
—Vamos, Lea, cógeme el teléfono —mascullo.
Cuatro tonos, cinco tonos, seis tonos… Cuelgo.
Vuelvo a intentarlo. Nada.
Le envío un WhatsApp:
Lea, ¿dónde estás? —le pregunto.
Observo si lo lee, pero no. Las palomitas no llegan a ponerse azul.
Por favor, pequeña, respóndeme. ¿Dónde estás? —le pregunto diez minutos después.
Cuando un cuarto de hora más tarde, compruebo que tampoco lo ha leído, empiezo a desesperarme. La llamo por teléfono de nuevo. Solo obtengo el sonido adusto de los tonos al otro lado de la línea.
—¿Se habrá quedado a dormir en casa de Lissa? —me pregunto.
Un segundo después desestimo la idea. Aunque estemos enfadados, Lea me hubiera avisado y más estando los bebés de por medio. Es muy responsable. Sin pensármelo dos veces, llamo a Lissa, aunque es más de la una y media de la mañana.
—¿Darrell? —dice con voz entre somnolienta y extrañada a la vez.
—Perdona que te llame a esta hora, Lissa…
—No importa, Darrell. ¿Ocurre algo?
—¿Está Lea contigo? —le pregunto con un viso de preocupación.
—No. No la he visto en todo el día —me responde.
—¿Y tampoco te ha llamado?
—Hemos hablado sobre las ocho y media de la tarde…
—¿Y después? —corto.
—No —niega—. Darrell, ¿Lea no está contigo?
—No, Lissa. Y no sé dónde está —afirmo. Suspiro mientras me acaricio la nuca—. Hemos discutido y ella se ha ido a dar una vuelta para que le diera un poco el aire, pero no ha regresado, y de eso han pasado casi cinco horas.
—¿La has llamado a su móvil?
—Sí, llevo un buen rato intentando ponerme en contacto con ella, pero no me coge el teléfono, y tampoco ha leído los mensajes de WhatsApp que le he mandado. Por eso te he llamado a ti, por si estaba o había estado contigo.
—Ojalá pudiera decirte que sí, Darrell, pero como te digo, no sé nada de ella desde que hemos hablado esta tarde.
—Lissa… ¿podrías llamar a Matt, para ver si él sabe algo? Quizás… Quizás haya ido a hablar con él.
—Sí, sí, claro que sí —se apresura a de decir Lissa.
—Llámame con lo que te diga, ¿vale?
—Por supuesto. Ahora mismo hablo con él.
—Gracias.
Apenas un par de minutos más tarde, recibo respuesta de Lissa.
—Dime… —contesto.
—Lea no está con Matt y tampoco ha hablado con ella desde… —La voz de Lissa se apaga despacio.
—Tranquila, Lissa. Sé lo que ha pasado —digo.
—Bueno… El caso es que Matt no sabe nada de Lea —dice.
Reconozco que no me hubiera gustado en absoluto enterarme de que Lea hubiera ido a buscar a Matt, pero reconozco que, pese a todo, lo hubiera preferido al hecho de no tener noticias de ella. Estoy empezando a preocuparme en serio.
—Está bien, Lissa. Gracias.
—Darrell, en cuanto sepas algo, por favor, llámame —me pide Lissa encarecidamente.
—Tranquila. Serás la primera a la que avise.
—Vale… Quedo a la espera —dice.
Cuelgo con Lissa y vuelvo a insistir un par de veces en el teléfono de Lea. Para mi incipiente desesperación, sigue sin responder.
—¿Dónde estás? —murmuro preocupado.
Chasqueo la lengua.
Salgo del despacho y bajo las escaleras en busca de Gloria. Llego hasta la habitación de servicio que ocupa y llamo a la puerta con los nudillos.
—¿Si? —dice desde el otro lado.
—Gloria, soy Darrell.
—Un momento, señor Baker.
Gloria abre la puerta. Sale con una bata y echándose un chal por los hombros.
—¿Qué pasa? —me pregunta con inquietud.
—Quédese al pendiente de James y de Kylie, por favor —digo.
—Sí, claro —responde solícita.
—Salgo a buscar a Lea —afirmo, antes de que Gloria me lo pregunte.
—¿No… No ha venido a casa todavía? —pregunta ella a su vez.
—No —niego—, y no sé dónde está.
—Señor Baker… —murmura con un toque de alarma en la voz.
—Esté al pendiente de los pequeños —comento únicamente.
—Por supuesto, señor. Me ocuparé de ellos —dice—. Pierda cuidado.
—Gracias, Gloria.
Rápidamente me doy la vuelta y en menos de lo que dura un parpadeo, estoy en el garaje, poniendo el coche en marcha.
Mientras la puerta metálica se eleva, llamó de nuevo a Lea.
—¡Maldita sea! ¡¿Dónde estás?! —farfullo impaciente, al ver que sigue sin cogerme el teléfono.
Dejo el móvil en el salpicadero del coche, a la vista, por si llama o recibo algún mensaje de ella. Cuando la puerta termina de subir, aprieto el acelerador y salgo del garaje como alma que lleva el diablo.
Comienzo a dar vueltas por los barrios de Manhattan sin una dirección exacta, recorriendo las calles aledañas a nuestra casa. Por fortuna ha dejado de llover y la visibilidad es más nítida, aunque el asfalto está anegado de agua.
Deambulo despacio y prestando la máxima atención a cada rincón, a cada esquina, a cada callejón que me sale al paso. Durante dos horas, paseo por una calle y por otra y por otra, sin suerte. Y a medida que me abandona la fortuna, me visita el desaliento.
Al borde de la desesperación, cojo el teléfono y llamo a Michael.
—Michael… —digo, sin dejarle hablar.
—¿Qué pasa, Darrell? —me pregunta, intuyendo que algo no va bien.
—Lea ha desaparecido —atajo.
—¿Qué? ¿Qué coño estás diciendo? ¿Cómo que ha desaparecido?
—Ha salido de casa alrededor de las nueve de la noche y hace siete horas que no sé nada de ella —le explico—. Por más que la llamo no me coge el teléfono ni tampoco ha leído los WhattsApp que le he mandado. Llevo dos horas buscándola por las calles de Manhattan y no logro dar con ella.
—Tranquilo, Darrell. Seguro que está bien —trata de animarme Michael, al percibir en mi voz un profundo matiz de preocupación.
—Yo no estoy tan convencido —comento, sin poder disimular cierto pesimismo.
—¿Dónde estás ahora? —me pregunta.
—En West End Aveniue. Esquina con West 72nd Street —le respondo.
—Salgo para allá ya mismo y te ayudo a buscarla —me dice con resolución—. Quizás a pie tengamos más suerte.
—Te espero aquí, entonces —digo.
—Te veo ahora —se despide.
—Hasta ahora.