CAPÍTULO 55

 

 

 

 

 

Mientras espero a Michael, llamo a Lea alrededor de cien veces y le envío otros cien WhatsApp. La ausencia de respuesta está comenzando a ponerme al borde de la desesperación. El silencio al otro lado de la línea va a terminar volviéndome loco.

—¿Dónde estás, pequeña? —me pregunto a mí mismo una y otra vez, mirando fijamente la pantalla del móvil.

Una ráfaga de luces largas me obliga a levantar la vista del teléfono. Veo llegar a Michael con su BMW rojo por una calle que, a estas horas, permanece prácticamente desierta, excepto por algún trabajador que sale de su casa para comenzar la jornada laboral.

Salgo del coche. La brisa corre fresca y la intensa lluvia ha dejado una atmósfera cargada de humedad.

—¿Alguna novedad? —me pregunta Michael.

—Ninguna —niego, al mismo tiempo que muevo la cabeza con pesadumbre—. Sigue sin responder a mis llamadas y a mis mensajes. —Hago un breve silencio—. Michael, empiezo a estar muy preocupado —confieso.

Michael me da una palmada en el hombro.

—La vamos a encontrar, Darrell. No te preocupes —me anima. Asiento ligeramente—. ¿Has llamado a Lissa?

—Sí —respondo—. No sabe nada, y Matt tampoco.

—¿Ha pasado algo?

—Hemos discutido.

—¿Otra vez?

—Sí.

—¿Por qué?

—Matt ha intentado besarla —digo.

Michael alza una ceja.

—¿Cómo?

—Escuché sin querer cómo se lo contaba por teléfono a Lissa —explico con voz templada. En tales circunstancias, que Matt haya querido besar a Lea carece incluso de importancia—. Te lo dije, Michael. Algo me decía que ese cabrón iba a saltar sobre ella en cualquier momento.

—Yo he sido uno de los que pensaba que Matt era inofensivo.

—Pues ya ves.

—Joder…

—Lea se ha ido a dar una vuelta —continúo—, para tomar un poco de aire fresco y calmar los ánimos, porque la discusión cada vez era más fuerte. Le he dicho que parecía que le gustaba que Matt estuviera detrás de ella… —digo, con visible arrepentimiento.

—En las discusiones se dicen cosas que ni siquiera se piensan ni se sienten —razona Michael.

—Lo peor es que Lea no ha regresado. Y de eso hace ya más de siete horas.

—Entonces, no tenemos tiempo que perder —dice Michael —. Preguntaremos en bares de la zona y a la gente que nos encontremos por si la han visto.

—Vamos —indico.

Cerramos nuestros respectivos coches, nos abrochamos los abrigos para resguardarnos del frío y enfilamos la calle dirección este, con la intención de adentrarnos en el corazón de Manhattan.

Con la ayuda de una de la fotos que tengo de Lea en el móvil, preguntamos a todo aquel que nos encontramos por el camino. Entramos en los bares y en las cafeterías que han comenzado a abrir con las primeras luces del alba, pero nadie nos da una sola noticia de Lea.

—Es como si se la hubiera tragado la Tierra —digo, parados frente al MOMA, el Museo de Arte Moderno. Mi voz suena con una nota de angustia.

Levanto la mirada. A lo lejos, en los peldaños de piedra de un portal, veo a una chica sentada. Tiene el pelo largo y de color bronce.

—Lea… —musito.

Noto como la expresión de mi rostro se esponja.

Salgo corriendo hacia ella. Me como la distancia que nos separa a zancadas. Cuando al fin la alcanzo, apoyo la mano en su hombro para que se gire hacia mí.

—Lea, pequeña… —digo.

Me callo de golpe y arrugo el gesto cuando veo que no es el rostro de Lea, que no son sus preciosos ojos, sus labios, que no es ella.

—Creo que se ha equivocado, señor —se adelanta a decir la chica que tengo delante de mí.

—Lo siento —alcanzo a murmurar.

Trago saliva mientras retrocedo unos pasos, confuso.

—¿Estás bien? —me pregunta Michael a mi espalda.

—Pensé… Creí que era Lea —digo únicamente, pasándome las manos por el pelo.

Michael tira de mí.

—¿Por qué no nos tomamos un café? —sugiere—. Necesitamos un buen chute de cafeína.

Asiento como un autómata, todavía descolocado.

—Sí —respondo, dándome la vuelta.

Caminamos hasta un bar-restaurante llamado The Modern, al lado del Museo de Arte Moderno. Entramos, nos sentamos delante de la larga barra que cruza el local de un extremo a otro y pedimos un par de cafés solos.

—No sé qué ha podido suceder, pero ya han pasado demasiadas horas sin saber nada de Lea —digo. Miro a Michael fijamente a los ojos—. Empiezo a temerme lo peor —confieso desalentado.

—Darrell, no te puedes dejar llevar por el pesimismo —apunta Michael—. No todavía.

Suspiro quedamente.

—Voy llamar a los hospitales —digo—. Quizás… —No me atrevo a finalizar la frase. Me aterra pensar que le puede haber pasado algo.

Busco en Internet la lista de los números de teléfono de los hospitales de Nueva York y comienzo a llamar al primero que aparece, el Bellevue Hospital Center. Michael se une a mí y en poco más de diez minutos hablamos con cada uno de las veinte clínicas que hay en la ciudad. Afortunadamente, Lea no está ingresada en ninguna.

—¿Nada? —le pregunto a Michael.

—Nada.

Los sentimientos que tengo son encontrados. Por un lado, me alivia saber que no está hospitalizada. Pero por otro, me sigue carcomiendo la incertidumbre, porque continúo sin saber dónde está y si se encuentra bien.

—Tienes que denunciar su desaparición, Darrell —comenta Michael—. Aunque deben de pasar cuarenta y ocho horas para hacerlo.

Con el móvil aún de la mano, le digo:

—Tengo un par de buenos conocidos en la policía. —Cojo la pequeña taza del café solo sin azúcar que he pedido y me lo bebo de un sorbo—. Uno de ellos me debe un favor —añado.

Dejo la taza sobre la barra. Entro en mis contactos y busco a Chad Craig. Cuando lo encuentro en la agenda, marco su número. Un par de tonos después, Chad coge el teléfono.

—¿Sí? —contesta.

—¿Chad Craig?

—Sí.

—Craig, soy Baker.

—Señor Baker, buenos días —me saluda.

—Buenos días. Craig, necesito que me ayude —digo sin preámbulos.

—Usted dirá —responde obsequioso—. Ya sabe que tengo una deuda con usted desde que empleó a mi hermano en su empresa y lo ayudó a reinsertarse en la sociedad.

Entonces me viene a la cabeza que fue Lea quien me convenció para que le diera ese puesto de trabajo a su hermano.

—Mi esposa lleva desaparecida más de ocho horas —le informo. No comento nada respecto a lo de su hermano porque no estoy en disposición de perder tiempo—. Sé que la denuncia oficial solo puede tramitarse pasadas cuarenta y ocho horas, pero no puedo quedarme con los brazos cruzados.

—Entiendo —dice Craig, al otro lado de la línea. 

—Necesito hacer algo —suelto en un tono ciertamente autoritario.

—Sé cómo se siente, señor Baker —apunta Craig comprensivo—. No se preocupe, pondré a algunos de mis hombres a investigar. Para empezar necesito datos, señor Baker. Cuantos más mejor, para acotar las posibilidades y cerrar el cerco en torno a lo que haya podido suceder.

—¿Puede acercarse al The Modern, un bar-restaurante situado en el número 9 de West 53rd Street, al lado del Museo de Arte Moderno? —le pregunto.

—Tengo turno de tarde. No entro a trabajar hasta las dos, así que estaré allí en media hora aproximadamente. ¿Le parece bien? —me responde Craig.

—Me parece perfecto —contesto—. Gracias.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La decisión del señor Baker
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