CAPÍTULO 40
Cuando despertamos por la mañana, Darrell se sienta en la cama y observa detenidamente mi piel.
—Aún sigue muy irritada —dice.
—Ya no me escuece… —afirmo. Darrell levanta los ojos y arquea una ceja, incrédulo—… tanto —agrego, al ver que no me cree.
—Es conveniente que hoy no te dé el sol —me aconseja con voz formal—. Y mañana, probablemente tampoco.
—Pero, Darrell, tenemos muchas cosas que ver en Madrid —digo, dejando entrever un matiz de queja en mi voz—: el Palacio Real, la Puerta del Sol, la fuente de Cibeles, la catedral de la Almudena, los jardines de Sabatini, la plaza de Santa Ana, el museo del Prado… —enumero—. El museo del Prado —repito, enfatizando mis palabras.
—Pues el museo del Prado va a tener que esperar hasta pasado mañana —ataja Darrell. Hago un mohín con la boca al escuchar su negativa—. Lea, tú piel está muy sensible, no te puede dar el sol o terminarán formándose ampollas.
—En un día no nos va a dar tiempo a verlo todo —digo rezongona.
Darrell ladea la cabeza, cruza los brazos y se queda mirándome con expresión de inquisidor en el rostro. Entonces caigo en la cuenta de que es culpa mía que estos días no podamos visitar Madrid. Me muerdo el labio inferior.
—Lo siento —digo en tono apesadumbrado—. Es culpa mía que tengamos que quedarnos en el hotel.
—No te preocupes por eso, pequeña —responde.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunto—. Porque no podemos… Bueno… —titubeo—... follar.
Darrell sonríe de medio lado.
—Ya se me ocurrirá algo. —Me da un toquecito en la nariz con el índice—. De momento, date una ducha de agua fría para calmar la piel y después te doy la hidratante.
—Vale.
Acerco mi rostro al suyo y le doy un beso en los labios.
—Gracias —le digo al tiempo que me levanto de la cama.
—¿Por qué? —me pregunta Darrell.
—Por ser así conmigo —respondo de camino al cuarto de baño.
Excepto para comer, que bajamos a un restaurante que hay cruzando la calle, nos pasamos el día en el hotel. Así que por la mañana aprovechamos para relajarnos en el spa de lujo que posee.
Después de tomar café en el bar del Vincci, subimos a la habitación. Durante la tarde, Darrell trabaja frente a su ordenador y yo comienzo a leer una novela romántica escrita por una autora española llamada Andrea Adrich, sentada en el sofá situado al lado del balcón. La he comprado en Amazon atraída por su título: Donde vuelan las mariposas, y con la intención de mejorar mi español.
Enseguida me veo sumergida en la historia de Sofía y Jorge Montenegro. Una historia de amor y de dolor, pero también de esperanza, ambientada aquí, en Madrid. No puedo evitar que se me haga un nudo en la garganta con Sofía, la protagonista, y con el amor incondicional y protector de Jorge Montenegro.
—¿Estás bien? —me pregunta Darrell, al ver que tengo los ojos vidriosos.
Alzo la vista del kindle y lo miro.
—Sí —respondo—. Es que la novela que estoy leyendo tiene partes muy duras…
—¿De qué trata? —curiosea Darrell.
—De una chica, Sofía, a la que su novio maltrata… —comienzo a contarle—. Menos mal que aparece en su vida Jorge Montenegro; él está tratando de salvarla de ese cabrón. Ese hombre es un amor —concluyo en tono de ensoñación.
—¿Un amor? —repite Darrell mirándome por encima de la pantalla del portátil—. ¿Tengo que ponerme celoso de ese tal Jorge Montenegro? —bromea.
Me echo a reír.
—No, no tienes que ponerte celoso —digo, siguiéndole la broma—. Jorge Montenegro es de Sofía —respondo entre risas—. Además, yo ya tengo mi particular príncipe azul, igual de guapo, sexy, generoso y tierno que Jorge Montenegro.
Darrell sonríe divertido.
—Ven… —me pide—. Quiero que me ayudes con una cosa.
Dejo el libro electrónico encima de la mesita redonda de cristal que hay al lado del sofá, me levanto y camino hacia donde está Darrell.
—¿Es algo relacionado con la empresa? —pregunto, mientras me siento en la silla que me ofrece a su lado.
—Sí —responde.
—Darrell, yo no tengo mucha idea de negocios ni de nada de eso… —objeto.
—No hace falta tener idea de negocios —refuta él—. Solo quiero tu opinión.
—Está bien —accedo.
¿Cómo puedo resistirme a esos ojillos de niño bueno que me pone? Es mi perdición. Suspiro.
—¿Qué harías para aumentar las ventas del producto o servicio que ofrece tu empresa por encima de las ventas de tus competidores clave? —me pregunta.
Me muerdo el interior del carrillo, pensando durante unos segundos. No quiero decir una tontería, o algo que suene a tontería. Así que empleo todas mis neuronas, todas las que no me ha quemado el sol.
—Creo que antes de decantarme por una estrategia que aumente las ventas, en primer lugar tendría en cuenta a qué tipo de personas va dirigido mi producto o mi servicio—respondo finalmente.
—Arguméntame eso —dice Darrell, serio, escuchándome con una atención casi contemplativa.
—Bueno, conviene analizar la demanda o, más bien, las personas que demandan. El target. No es lo mismo si el cliente es de clase alta, que si el cliente es de clase media o baja.
Darrell ladea la cabeza y me mira.
—¿Ah, no? —sondea, con expresión de ejecutivo agresivo, con la expresión con la que me esperaba tras su escritorio la primera vez que entré en su despacho.
Él sabe que no, lo sabe perfectamente. Pero quiere que le desarrolle mi planteamiento.
—No —niego rotunda—. A los ricos les importa el producto, a los pobres, el dinero. —Y paso a exponerle un ejemplo que va a entender rápidamente—. Fíjate en ti y en mí —digo—. Cuando tú vas a comprar algo, lo que sea, lo haces sin importarte el precio. Te inclinas a elegir el que tenga una calidad y un servicio superior. Simplemente porque puedes pagarlo. Yo, en cambio, elijo en base al precio…
—Pues ahora no deberías mirar el precio —me corta Darrell.
—No estamos hablando de eso —digo—. Céntrate —le pido.
Darrell sonríe ligeramente al reparar en que el tema ha comenzado a despertar mi interés. Yo compruebo que le satisfacen mis alegatos, y eso me anima a meterme de lleno en el asunto.
—Da igual el precio que le pongas a un producto dirigido a los ricos, van a pagar por él siempre que sea un producto que se diferencie del resto, incluso que sea único en el mercado —alego—. Así que con ellos, la estrategia a seguir para aumentar las ventas sería la diferenciación del producto frente al resto.
—¿Y con la demanda de la clase media y baja no utilizarías esa misma estrategia? —me pregunta Darrell.
—De ninguna de las maneras —atajo—. No solo no lograrías aumentar las ventas, sino que caerían en picado.
—Entonces, ¿qué estrategia emplearías con ellos?
De nuevo me mordisqueo el interior del carrillo, reflexionando.
—Lo haría diferenciando el precio —contesto, transcurrido un rato, segura de lo que estoy diciendo—. Pondría precios más bajos de los que pone mi competencia más inmediata.
Darrell entorna los ojos, rasgando más su mirada azul.
—Pero una disminución del precio, supone una disminución de la calidad —arguye.
—Cierto, pero eso es algo que los pobres —entrecomillo con los dedos la palabra pobre—, sabemos. Si yo me voy a comprar un coche… No sé, pongamos un Mini. Soy consciente de que no va a tener las mismas prestaciones que tus Jaguar o tus Porsche. Pero por eso no me dejo de comprar un Mini… —Hago una breve pausa—. Y creo que en ambos casos se ayuda a crear lealtad al producto.
—Tienes una buena visión empresarial —afirma Darrell—. Voy a decir a mis ingenieros de ventas que hablen contigo.
—Vamos, Darrell, no te burles —me quejo.
Le doy golpe en el hombro con la mano.
—Te lo estoy diciendo en serio, Lea. Tienes ojo para los negocios —reafirma—. Eres lógica en tus argumentos y tienes juicio, piensas. Analizas las cosas con perspectiva. Y no todo el mundo es capaz de hacerlo. Te lo aseguro.
—¿Lo dices en serio? —le pregunto.
—Totalmente —responde.
—Vaya… Jamás pensé escuchar algo semejante de uno de los ejecutivos más importantes del país —comento, con una chispa de orgullo en la mirada.
Darrell alza mi barbilla y me mira a los ojos durante unos instantes.
—Eres brillante, Lea —me dice.
Se aproxima a mi boca y me da un beso en los labios, tirando del inferior hacia él.
Supongo que sus palabras están teñidas de subjetividad. Es normal, es mi marido. Pero aún todo, me gusta que se sienta orgulloso de mí. Además, conozco a Darrell, y sé que no regala halagos gratuitos. Ni siquiera a mí.