CAPÍTULO 39

 

 

 

 

 

Tomo su mano y me acerco a él.

—Vamos a cuidarte esa piel quemada —me dice. Sonrío y respiro aliviada al advertir que se le está pasando el mosqueo—. Quítate la bata y túmbate en la cama —me indica.

Aunque Darrell ya me ha visto cada centímetro del cuerpo, que lo ha besado, que lo ha lamido, no puedo evitar sentir vergüenza mientras me deshago de la bata y me quedo completamente desnuda delante de él. Pero el roce de la tela sobre la piel hace que me centre en el dolor y que deje atrás cualquier vestigio de timidez.

Voy hasta la cama y me tumbo bocarriba. Darrell viene hacia mí, abre uno de los botes de crema y echa un generoso chorro en mi tripa. Pasa la mano sobre ella con una suavidad asombrosa, como si fuera una ligera pluma.

—¿Te escuece? —me pregunta, preocupado.

—Un poco —respondo.

—Si aprieto mucho me lo dices, ¿vale?

—Vale.

A medida que Darrell va dándome crema en el escote, en los hombros, en los brazos, voy notando como mi piel se calma a la vez que se refresca.

¡Por fin! ¡Qué gusto!

—¿Te alivia? —se interesa.

—Sí, mucho —contesto.

—Es cien por cien aloe vera —comenta—. Una de las plantas con más poder regenerador.

Mientras habla, pasa cuidadosamente la mano por mis piernas, masajeándolas despacio, para que la hidratante penetre poco a poco en la piel.

—¿Te ha costado dar con un farmacia? —le pregunto, sin permitir que el silencio se instale entre nosotros.

—No —contesta—. Hay una dos calles más arriba. Me lo ha dicho la recepcionista del hotel —explica—. Date la vuelta —me pide.

Me pongo bocabajo y me agarro a la almohada, apoyando el rostro en ella.

—Te has quemado mucho, Lea —comenta Darrell, al tiempo que me echa crema en la espalda.

Oh, no… ¿Va a volver a regañarme?

—Parezco un cangrejo —bromeo, tratando de sortear su posible reprimenda.

—Pareces un cangrejo que se ha quemado al sol —dice Darrell, extendiéndome la hidratante por el cuerpo.

Río ante su ocurrencia y río porque su humor ha cambiado.

—¿Ya no estás enfadado conmigo? —me aventuro a preguntar. Y cruzo unos dedos imaginarios.

Silencio. Me muerdo el interior del carrillo a la espera de su respuesta. Más silencio. Le oigo resoplar.

—Qué guerra me das —dice en tono distendido.

Su expresión se suaviza un poco.

—¿Eso es un «no»? —sondeo, sonriente.

—Sí, Lea. Eso es un «no» —responde Darrell, transcurridos unos segundos. Pasa la mano por mis hombros. La caricia es tan suave como sensual. Sus dedos son mágicos—. Pero, por favor, la próxima vez que te diga que te pongas protección solar, ponte protección solar —me ordena.

—Está bien —accedo de buena gana—. La próxima vez te obedeceré.

—¿Lo prometes?

Su voz es seria ahora. Busco su mirada azul.

—Lo prometo —digo.

—Más te vale —me advierte.

Se inclina sobre mí y deposita un tierno beso en mi hombro.

—Gracias por cuidarme.

—Me encanta cuidarte, Lea —afirma Darrell—. Aunque a veces me den ganas de darte unos cuantos azotes.

Me incorporo con cuidado, me siento encima de la cama y lo abrazo. No puedo estrecharlo contra mí porque la piel me escuece con cualquier roce.

Cuando nos separamos, Darrell se levanta y coge la botella de zumo de encima de la mesa.

—Termínate el zumo. —Me tiende la botella—. Tienes que hidratarte. —La cojo de su mano y bebo un trago largo, para que vea que soy obediente—. Pediré que nos suban la cena a la habitación —dice.

 

 

 

—¿No tienes hambre? —me pregunta Darrell, al ver que apenas he probado bocado de la sabrosa tortilla de patatas y de la ensalada de pasta que hemos pedido para cenar.

—No mucha, la verdad —respondo—. Estoy muy cansada. Es como si me hubieran pegado una paliza —comento, jugueteando en el plato con un trozo de patata. 

—Eso es por el sol, no estás acostumbrada a tomarlo.

Puñetero sol, maldigo para mis adentros.

—Tengo mucho sueño...

—¿Por qué no te acuestas?

Darrell me mira con indulgencia.

—Es muy pronto —objeto.

—Lea, no estás bien —apunta con voz sensata—. Venga, acuéstate. Es mejor que descanses.

—Pero yo quería salir a conocer la noche madrileña —digo.

—La conoceremos mañana —sentencia Darrell—. Esta noche es mejor que descanses.

Suspiro, apartándome un mechón de pelo que me cae por la frente. Darrell tiene razón, lo mejor es que me acueste. No puedo con los pies y a duras penas soy capaz de mantener los ojos abiertos. Estoy hecha un guiñapo. ¿Por qué no me habré puesto la maldita protección solar?, me lamento en silencio.

Me levanto de la silla y me acerco a Darrell.

—¿Tú qué vas a hacer? —le pregunto.

—Aprovecharé para trabajar un rato con el portátil. Tengo que resolver algunos asuntos que me ha mandado Michael —contesta.

—Vale.

Me inclino sobre él y le doy un beso en los labios. Me giro y enfilo mis pesados pasos hacia la cama, que de pronto me parece el paraíso. Cuando la alcanzo, me dejo caer en ella, permitiendo que la inercia haga su trabajo.

Mientras Darrell termina de cenar, voy quedándome poco a poco dormida.

 

 

 

El roce de la piel contra las sábanas hace que me despierte. Consulto el reloj; son las cuatro y media de la madrugada. Me arde y me escuece todo el cuerpo. ¡Mierda! Me incorporo, me arrastro hasta el borde de la cama y me siento en ella.

Por el resplandor anaranjado que se cuela por el balcón veo que sigo teniendo la piel igual de roja y que de nuevo está tirante y seca. No quiero despertar a Darrell, así que me muevo con cuidado, pero parece que está atento al vuelo de una mosca.

—¿Estás bien? —pregunta a mi espalda.

—Me escuece —digo, y lo hago con voz frustrada—. Y me pica mucho.

Darrell enciende la lámpara de su mesilla.

—No te rasques, puedes hacerte ampollas —dice. Resoplo impaciente. Me pica. Me pica mucho, como si miles de hormigas me corretearan por el cuerpo—. Te daré un poco de crema para que se te calme.

—No, Darrell, yo puedo dármela sola —me adelanto a decir—. Tú duérmete...

—Ya sé que tú puedes dártela sola, pero quiero hacerlo yo —me corta con suavidad—. Además, así aprovecho para acariciarte. Ahora que tienes la piel tan irritada, no puedo tocarte —se justifica pícaro. Se acerca a mi hombro desnudo y lo besa.

¡Madre mía! ¡Me hace sentir tan bien!

Darrell aparta la sábana y casi de un salto se pone en pie. Lo veo caminar hacia el cuarto de baño solo con el bóxer. Su espléndida figura recortada contra la semipenumbra de la habitación es una de las mejores estampas que pueden contemplar mis ojos.

Vuelve con el bote de crema hidratante y se sienta a mi lado.

Cuando sus manos comienzan a pasear por mi cuerpo, me siento desfallecer. Lo hace con tanta delicadeza para no hacerme daño, que creo que me enamoro un poco más de él, si es que eso es posible, porque ya lo estoy hasta las trancas.

En silencio le doy gracias a Dios por tener el mejor esposo del mundo.

Suspiro satisfecha.

Al terminar, Darrell se acerca a mis nalgas —uno de los pocos lugares donde el sol no me ha quemado— y las besa, intercalando suaves mordiscos que reparte aquí y allí. Cuando siento sus dientes en mi carne, se me escapa una risilla.

—Tu culo es una tentación —susurra, respondiendo a la pregunta que no llego a articular.

Pasa la punta de la nariz por él y después el mentón. La barba de tres días me rasca la piel. La sensación es deliciosa. De repente se detiene.

—¡Ya! —se ordena a sí mismo—. Si sigo no respondo de mis actos —asevera—. ¿Estás mejor? —me pregunta, intentando controlarse.

—Mucho mejor —respondo.

En el fondo me siento algo impotente porque Darrell no pueda continuar. Quiero que me haga el amor, o que me folle, o que me haga algo de lo que él me hace y que me hace tocar el cielo…

—Entonces, a dormir —dice, dándome un pequeño azote en la nalga izquierda.

 

La decisión del señor Baker
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