CAPÍTULO 3

 

 

 

 

 

Unos nudillos llaman a la puerta de mi despacho.

—¿Ocupado? —dice Michael, asomando ligeramente la cabeza.

Levanto la vista de los documentos que estoy leyendo y sonrío.

—Pasa —digo.

—¿Qué tal?

—Bien, ¿y tú?

—Bien.

Se me queda mirando unos segundos.

—¿Qué tal llevas tu faceta de padre? —me pregunta al tiempo que se acomoda en la silla.

—Bien —respondo—. Kylie y James acostumbrándose a nosotros y nosotros acostumbrándonos a ellos.

—¿Ya estáis en el ático?

—Sí, a Lea le dieron el alta ayer.

—Me imagino que ahora todo será un pequeño caos —comenta, alzando las cejas en un gesto elocuente y cruzando las piernas a la altura de los tobillos.

—Si ya lo es un niño, imagínate dos… Pero Lea lo está llevando muy bien y creo que a mí no se me da mal del todo —presumo en tono distendido—. Además, son muy dormilones, aunque como todos los bebés, tienen sus momentos de llanto incontrolable, sobre todo cuando tienen hambre. —Me levanto de la silla y me abrocho la americana—. Me voy ya —anuncio, consultando el reloj—. Quiero llegar temprano a casa, para bañarlos y darles el biberón. Son tan comilones que los tenemos que ayudar con biberón porque la leche materna no es suficiente.

—Entonces, ¿no nos tomamos algo a la salida? —me pregunta Michael.

—Otro día —me excuso. Lo miro—. Cuando seas padre, me entenderás.

—¿Cuándo sea padre? —repite Michael, y en su rostro asoma una expresión que no acabo de descifrar—. Ser padre no entra en mis planes en los próximos… treinta años.

Suelto una risilla.

—Al final serás abuelo antes que padre.

—Puede ser —dice con ironía.

—Algún día aparecerá una mujer que haga tambalear tus cimientos —le digo, apuntándole repetidamente con el dedo.

Michael lanza al aire una sonora carcajada.

—Darrell, soy soltero por convicción. Lo que más amo en esta vida es mi libertad, y no creo que haya ninguna mujer sobre la faz de la Tierra capaz de hacer que la pierda. No, no, no…

—Nunca digas nunca jamás —afirmo.

Michael niega lentamente con la cabeza.

—El amor no está hecho para mí —repone—. Yo soy más de picotear, de ir de flor en flor... ¿Por qué atarse a una mujer si puedes tener a varias?

Chasqueo la lengua y pongo los ojos en blanco.

—No tienes remedio —farfullo.

—Ya me conoces…

Michael sonríe con esa expresión pícara tan suya cada vez que habla de su soltería y de mujeres. Es un seductor nato, un cazador de esos que nunca se dejan cazar. A veces, al igual que él, yo también pienso que no hay una mujer sobre la faz de la Tierra capaz de hacerle perder su soltería.

—Nos vemos mañana —me despido.

—Hasta mañana —dice Michael.

 

 

 

Cuando entro en casa, me dirijo al salón, guiado por el llanto de James. Al entrar, dejo el maletín sobre la mesa y miro a Lea.

—¿Necesitas ayuda? —bromeo.

Lea se da media vuelta con Kylie en brazos.

—¡Qué bien que has llegado! —exclama con rostro de alivio—. Tienen hambre y no hay quien logre calmarlos.

Me adentro unos cuantos metros y cojo a James, que está en la cuna reclamando su toma.

—Ven aquí, campeón —digo.

—Su biberón está ahí —dice Lea, señalando la mesa auxiliar.

Me inclino, lo agarro y me acomodo en el sillón. En cuanto acerco el biberón a James, comienza a succionar como si no hubiera un mañana. Lea hace lo mismo con Kylie.

—Cualquiera diría que llevas un mes sin comer —comento en tono de broma.

—Parece que tienen la solitaria —alega Lea—. Nunca he visto unos bebés que coman tanto como estos. ¡Santo Dios!

Cuando James se termina el biberón en un tiempo récord, se queda dormido. Me levanto y le tumbo en la cuna. Entonces me acerco a Lea y le doy un beso.

—Ni siquiera me han dejado darte un beso —digo distendido.

Lea sonríe.

—Ya sabes lo exigentes que son —comenta.

 

 

 

Después de bañarlos y acostarlos en la cuna de su habitación, Lea se deja caer pesadamente en el sofá del salón, agotada.

Descorcho una botella de vino tinto y saco un par de copas del armario de la cocina. Es hora de cuidarla. Voy hasta el salón y le ofrezco una. Lea levanta la vista y la coge. Sonríe al tiempo que suspira quedamente.

—Gracias —dice—. Tenemos que hablar de la boda —murmura, dando un pequeño sorbo.

—Después —indico con un matiz de autoridad en la voz—. Ahora hay algo más urgente y apremiante que resolver.

Y lo hay, desde hace un buen rato las ganas de hacer mía a Lea me embisten como un toro bravo, del mismo modo que yo quiero embestir a Lea. Me acerco la copa a los labios y bebo un trago de vino mientras la miro por encima del borde del cristal.

—No me mires así… —comenta ella con voz trémula.

—¿Por qué? —le pregunto pausadamente mientras doy otro sorbo de vino.

Sé sobradamente la respuesta, pero quiero oírla de su boca.

—Porque haces que me ruborice —confiesa.

Al mismo tiempo que contesta, sus mejillas se sonrojan.

—Ya sabes que adoro ruborizarte. Me pone.

Bebo otra vez de forma insinuante.

—Darrell…

—Es hora de que me encargue de ti —digo con voz voluptuosa, dejando la copa sobre la mesa auxiliar.

Lea sonríe. En la línea de sus labios se dibuja una suerte de expresión traviesa, que te tengo que reconocer que me encanta y que contribuye a que mi miembro se endurezca casi de inmediato.

—¿Quiere emborracharme, señor Baker? —bromea coqueta, ladeando la cabeza.

—Quizá otro día… Hoy la prefiero lúcida, señorita Swan—digo.

Le quito la copa de la mano y la dejo en la mesa, al lado de la mía.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La decisión del señor Baker
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