CAPÍTULO 53

 

 

 

 

 

Lea frunce ligeramente el ceño.

—¿Llevas mucho tiempo ahí? —me pregunta, levantándose del sofá.

—El suficiente para saber que ese cabrón ha intentado besarte —asevero.

Lea se alisa la falda con las manos.

—Darrell, solo…

—¡¿Acaso ese gilipollas quiere que le parta la cara?! —estallo, interrumpiéndola.

—Déjame que te explique…

—¡Te lo dije! — exclamo con vehemencia, sin escucharla—. ¡Te he dicho mil veces que Matt no te ve solo como una amiga! ¿Entiendes ahora por qué cojones no quiero que esté cerca de ti? ¿Lo entiendes? ¿Entiendes por qué me niego a que trabajes en la aseguradora Kleyman, en la misma empresa en la que trabaja él?

Lea se coloca unos mechones de pelo detrás de las orejas.

—Simplemente ha sido un impulso del momento. Matt… está confundido —intenta excusarlo para suavizar mi enfado.

—¿Confundido? —repito irónicamente. Lea se muerde el interior del carrillo, nerviosa—. No, ese hijo de puta tiene las cosas muy claras. Las ha tenido siempre. —Sacudo enérgicamente la cabeza—. Lo sabía. ¡Maldita sea, lo sabía! Sabía que Matt estaba esperando el momento para caer sobre ti.

—Darrell, solo ha sido un… intento de beso. Nada más —dice—. No hay que darle más importancia —agrega.

¿Qué no hay que darle más importancia?

Lanzo al aire un bufido.

—¿No hay que darle más importancia? —digo con mordacidad—. ¿Trata de besarte a la fuerza y no hay que darle más importancia? —Me paso la mano por el pelo—. Va a dejar de tenerla el día que le rompa la cara y le deje claro que tú eres mía, ya que parece que no lo entiende.

—Darrell, déjame arreglar esto a mi manera —me pide Lea.

—No —niego contundente—. Lo vamos a arreglar a la mía. Que es más efectiva. Para empezar, no vas a volver a verlo.

—No seas tan tajante —me replica.

—No vas a volver a verlo —enfatizo de nuevo con malas pulgas—, y olvídate de trabajar en la aseguradora Kleyman —añado.

—¡Ya basta, Darrell! —exclama Lea, molesta—. Joder, deja de decirme lo que tengo o no tengo que hacer. Creo que ya soy mayorcita para tomar mis propias decisiones y para saber atajar un problema.

—Pues este no lo estás solucionando con mucha mano, que digamos —le espeto—. Parece que te gusta que Matt ande detrás de ti.

Lea suelta una risilla burlona. Toma aire, negando para sí con expresión indignada.

—Esto es demasiado —asevera—. Demasiado.

Se acaricia la frente con la mano. Echa a andar, pasando justo por mi lado.

—¿Dónde vas? —le pregunto.

—Necesito que me dé el aire —afirma cortante—. El de aquí se ha vuelto irrespirable.

Coge la cazadora de cuero negro que reposa en la silla y se la pone.

—Lea, la noche no está para que andes saliendo —objeto en tono imperativo.

—Déjame en paz, Darrell —suelta, sin ni siquiera mirarme.

—Lea, ¡por Dios! ¿Has visto cómo está el cielo? De un momento a otro va a empezar a llover…

Lea gira el rostro hacia mí. Sus ojos rezuman rabia.

—¡Que me dejes en paz! —prorrumpe.

Doy un paso hacia adelante y trato de excusarme, de decirle algo para que no se vaya, incluso de pedirle perdón; tal vez me he excedido diciendo que parece que le gusta que Matt esté detrás de ella. Pero las palabras no me salen; no quiero que salgan. Estoy demasiado cabreado. ¿Por qué ese gilipollas ha tenido que intentar besarla?

Finalmente Lea sale del salón a toda prisa. Lo siguiente que escucho es el fuerte ruido del golpe de la puerta cuando se va de casa.

—¡Mierda! —digo con los dientes apretados.

 

 

 

Contemplo la Gran Manzana a través de la cortina de agua que empaña los cristales del despacho de casa mientras evoco la imagen de Lea en mi cabeza, seguida de la Matt tratando de besarla. Ella empujándolo, dándole el bofetón… La sangre se me enciende. Siento como si tuviera pólvora en el interior de las venas.

—Tengo que tranquilizarme —me digo a mí mismo.

Me acaricio las sienes.

Aparto un poco el puño de la camisa y consulto el reloj. Las agujas de mi Rolex indican que son casi las doce de la noche.

 

Me giro sobre mis talones, salgo del despacho y busco a Gloria, que está en la cocina.

—¿Ha regresado Lea? —le pregunto.

—No, señor Baker. La señora aún no ha regresado.

¿No?

—¿Está segura, Gloria? —insisto, extrañado de que todavía pueda estar deambulando por la calle. Quizás no la ha oído llegar.

—Sí, señor —responde ella—. Estoy segura.

Frunzo el ceño, han pasado tres horas desde que se fue.

—Gracias —digo. Antes de salir de la cocina, me doy la vuelta—. Gloria, avíseme en cuanto llegue, por favor —le pido.

—Por supuesto, señor Baker. No se preocupe.

Seguro que está con Lissa, pienso, según asciendo los peldaños de la escalera que lleva a la segunda planta. Voy a la habitación de James y Kylie. Ya han cenado y en estos momentos duermen plácidamente. Me dirijo de nuevo a mi despacho.

Pese a que tengo el portátil abierto con trabajo pendiente, no le hago el menor caso. Me quedo de pie frente a los ventanales, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, y vuelvo a dejar que mi mirada vague por la estampa que la parte oeste de Nueva York me regala al otro lado del río Hudson.

La noche está imponente. Tal y como preveía, se ha desatado una tormenta de dimensiones bíblicas que lleva tres horas descargando agua sin cesar. Es imposible andar por la calle, así que mi cabeza hace hincapié en la idea de que Lea tiene que estar en casa de Lissa.

Consulto el móvil por si tengo alguna llamada perdida de ella o algún WhatsApp diciéndome que vaya a buscarla. Sin embargo, no tengo nada, aunque reviso varias veces las aplicaciones de mensajería instantánea. Tengo la tentación de llamarla, pero finalmente decido darle un poco más de margen.

La decisión del señor Baker
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