CAPÍTULO 13
—¿Quieres ver el interior? —le pregunto, a ver si cambia la expresión de la cara.
—Sí, claro —responde, pero lo hace de manera automática, sin entusiasmo.
En silencio, subimos los escalones del pórtico y salvamos los metros que quedan hasta la puerta. Nos detenemos delante de ella, Lea introduce la llave en la cerradura y la abre. Cruzamos el umbral y nos adentramos en el hall.
Me adelanto y voy mostrándole cada una de las estancias que componen la primera planta. Lea observa todo con curiosidad, pero sigue con rostro pensativo y en ciertos momentos, apático.
Cuando llegamos al salón, abro el ventanal abatible.
—¿Has visto el jardín? —le pregunto.
—Es enorme —comenta.
Pero ni siquiera sale a ver la extensión que tiene. Se mantiene en el umbral del salón. Es como si le diera igual. Aun todo, decido obviarlo.
—Es una de las condiciones que le puse al agente inmobiliario que ha llevado a cabo la búsqueda, quería que tuviera un jardín inmenso, para que nuestros pequeños puedan jugar y correr a sus anchas —digo entusiasmado, intentando contagiarla, pero no lo consigo y estoy muy lejos de hacerlo.
Suspiro quedamente y me giro hacia ella.
—¿Qué te ocurre, Lea? —inquiero en tono serio.
—Nada, Darrell.
—Pues para no ocurrirte nada, no derrochas mucha alegría que digamos —ironizo—. ¿No te gusta?
—No… No es eso, Darrell. La casa es preciosa.
¿Qué cojones le pasa?, me pregunto para mis adentros. ¿Por qué esa cara de funeral?
—Entonces, ¿qué sucede? —digo en tono serio.
Lea tarda unos segundos en contestar mientras no para de morderse el interior del carrillo y yo empiezo a ponerme de mal humor.
—Sigo pensando que es un regalo excesivo.
Levanto las cejas.
—Increíble… —bufo, cayendo en la cuenta de lo que pasa—. ¿Ya estás otra vez a vueltas con el dinero?
—Darrell, yo…
—¿Qué problema tienes, Lea? —le corto, abriéndome de brazos—. ¿Qué maldito problemas tienes?
—Podías haberme regalado otra cosa. No sé… —titubea nerviosa—. Algo más…
—Algo más, ¿qué? —vuelvo a cortarle—. ¿Algo más barato? —Lea se ruboriza. Abre la boca para decir algo, pero no la dejo. Estoy realmente cabreado, porque ha echado por tierra la sorpresa—. ¡Es simplemente una puta casa! ¡Una puta casa!
—Lo sé. Sé que es una casa, pero podrías haberla puesto a tu nombre. No tenías por qué haberla puesto al mío —arguye.
—Ya te he dicho que es un regalo.
—No necesito regalos tan caros —dice, bajando la mirada hasta el suelo.
Chasqueo la lengua, exasperado, y me paso la mano por el pelo.
—Estoy harto de tener que lidiar constantemente con ese estado tuyo de excesiva modestia, con tu complejo de inferioridad, con que creas que no te mereces las cosas—afirmo en tono enfadado sin poderme controlar—. ¡Te regalo lo que me sale de los cojones! Es mi dinero y hago con él lo que me da la gana. Y si me apetece comprarte una casa de dieciséis millones de dólares, te la compro y punto. No hay más que hablar.
—Darrell, tienes que entender que tu mundo y el mío son muy diferentes —alega—. Que no tiene nada que ver el uno con el otro.
—Por si no te has dado cuenta, Lea, mi mundo es ahora el tuyo. Para lo bueno y para lo malo —asevero.
Asiente casi imperceptiblemente, pensativa.
—Que tu mundo sea ahora el mío no quiere decir que… —Se calla—. Pese a todo no estoy acostumbrada a… —se muerde el labio inferior—… a este tipo de regalos.
—¡Pues empieza de una vez por todas a acostumbrarte! —exclamo, contrayendo las mandíbulas—. ¡Joder, eres mi mujer!
—Todavía no lo soy —me corta Lea en un afán por defenderse.
—Lea, ¡por Dios! —digo. Cuando se pone así es verdaderamente desesperante—. Nos vamos a casar dentro de un par de meses. Eres la madre de mis hijos. ¿A quién coño le voy a regalar una casa?
Intento hacer que entre en razón, pero por la expresión de su cara advierto que estoy a años luz de lograrlo. Vuelvo a tomar la palabra.
—¿No pensarás otra vez que te regalo la casa porque te considere mi puta? —Al ver que Lea no responde, insisto—. ¿Te sientes así, Lea? ¿Cómo una puta? —Su falta de respuesta hace temerme lo peor—. No me lo puede creer… farfullo.
Me paso la mano por la frente y trato por todos los medios de calmarme. Respiro hondo y expulso el aire lentamente, bajando los hombros y relajando la tensión que tengo en ellos.
Tranquilízate, Darrell, me digo a mí mismo. Tranquilízate.
Me acaricio la nuca varias veces.
—Tenía pensado que pasáramos el día juntos, puesto que es tu cumpleaños —comienzo a decir, rompiendo el pesado silencio que se ha instalado entre nosotros—. Pero creo que lo mejor será que me vaya al despacho. Tengo trabajo que hacer.
Durante unos segundos espero en vano que Lea diga algo, que desestime mis palabras, que se dé cuenta de que esta discusión es estúpida, cuanto menos. Sin embargo, no lo hace. Levanto la mirada y la observo un rato. Tomo aire, negando con la cabeza.
Es imposible, pienso para mí.
El trayecto hasta el ático lo hacemos completamente en silencio. Ninguno de los dos parece dispuesto a romper la mudez que invade el reducido espacio del coche. Yo me mantengo pendiente del tráfico y Lea permanece sumida en sus pensamientos, mirando a través de la ventanilla como Nueva York desfila ante sus ojos. No saber qué es lo que pasa exactamente por su cabeza, no entender por qué se pone como se pone en lo tocante al dinero, me desespera.
¡Maldita sea! ¡Es solo dinero! ¿Qué más da que le compre una casa o una rosa?
Si no cambia la perspectiva que tiene con el dinero, discusiones como la que acabamos de tener hace un rato van a ser la tónica casi diaria.
Dejo a Lea en casa y sin perder tiempo, me voy al despacho. Necesito mantenerme distraído o acabaré gritando.