CAPÍTULO 52

 

 

 

 

 

—¿Ocurre algo? —me pregunta Michael al entrar en mi despacho—. Tienes cara de muy, muy pocos amigos —observa.

No me entretengo en preámbulos.

—Matt ha recomendado a Lea para un puesto en el departamento que se encarga de hacer los modelos de predicción de riesgos en la empresa aseguradora en la que trabaja él y Lea va a aceptar —respondo de mal humor.

—Darrell, tienes que dejar de ver a Matt como un enemigo —dice Michael, intentando hacerme entrar en razón—. Ese chico es inofensivo, ¡por Dios!

Echo el sillón de cuero negro hacia atrás y me levanto de golpe.

—¡Maldita sea, me da igual si es inofensivo o no! —exclamo enfadado—. No quiero que trabaje con Lea, no quiero que esté cerca de ella, no quiero que la ayude, ni que la mire, ni que nada. ¡Joder! ¿Es tan difícil de entender?

Comienzo a dar zancadas de un lado a otro del despacho.

—Lo que deberías de entender tú es que Lea y Matt son amigos —arguye Michael.

—Amigos, amigos, amigos… —mascullo—. Él no la mira precisamente como un amigo —asevero—. El día de la graduación no le quitaba el ojo de encima.

—¿No crees que quizás estés exagerando?

—¿Exagerando? ¿Exagerando? —repito, deteniéndome en seco delante de él—. Se la come con la mirada, Michael.

Chasqueo la lengua.

—Darrell…

No dejo que Michael continúe hablando.

—Estoy completamente seguro de que está esperando el momento adecuado para caer sobre Lea —afirmo, retomando mi marcha y volviendo a pasear de un lado a otro del despacho.

—Matt es consciente de que Lea está casada y de que es madre de dos niños…

—¿Y crees que eso es un impedimento? —le pregunto con ironía—. Vamos, Michael, no seas ingenuo. Y lo peor es que Lea ha aceptado pese a que me he opuesto.

—Tal vez tú mismo le hayas obligado a que acepte ese puesto de trabajo —dice Michael.

Me giro hacia él, fulminándole con la mirada.

—¿Qué coño dices? —increpo.

Michael sonríe de medio lado.

—Lo que digo es que tú se lo prohíbes, e inmediatamente lo haces más atractivo a sus ojos. Parece mentira que a estas alturas no sepas que no hay nada más tentador que algo que te prohíben —apunta, como si contara con toda la sabiduría del mundo—. Al aceptar ese trabajo, Lea te está desafiando, Darrell. Es una chica con carácter, con mucha personalidad. ¿O te pensabas que te iba a decir siempre a todo que sí? —Entorno los ojos sin dejar de mirarlo—. Estás tan ofuscado con Matt que has llevado a Lea al límite.

Me aproximo a la silla y me dejo caer sobre ella. Quizás Michael tenga razón.

—Me revienta que quiera trabajar con Matt y no conmigo —digo.

—No compares, Darrell. Tú eres el jefe absoluto de la empresa y Matt es simplemente un amigo que está ayudándola a encontrar su primer empleo. Es normal que se decante, en este caso, por él antes que por ti —arguye Michael.

—Pues no me hace ninguna gracia —atajo serio.

Michael ladea la cabeza.

—¿Por qué no aflojas un poco la cuerda? —me sugiere. Guardo silencio. No estoy seguro de querer transigir en este tema—. Si me permites un consejo —toma de nuevo la palabra al ver que no estoy por la labor de decir nada—, deja respirar a Lea, o vas terminar ahogándola.

 

 

 

Llamo a Woody, el chófer, para que venga a recogerme al despacho; hoy no me apetece conducir. De camino a casa, con una Nueva York sumida en las sombras de un atardecer plomizo y lleno de nubes de tormenta, doy vueltas a la idea de que Lea vaya a aceptar ese puesto de trabajo, sin llegar a ninguna conclusión, excepto que sigo convencido de que no quiero que Matt esté cerca de ella. Pero de momento, parece inevitable.

—¿O no? —murmuro.

Un pensamiento fugaz atraviesa mi cabeza. Arqueo una ceja.

Conozco a Justin Kleyman, el dueño de los seguros Kleyman, donde trabaja Matt y pretende trabajar Lea, y sé que tiene compañías de seguros distribuidas a lo largo y ancho de los cincuenta estados. Es uno de los empresarios más prósperos de los EE.UU. Tal vez medie con él para que destine a Matt a la otra punta del país.

Oregón o Washington no estarían mal.

Miro de reojo a través de la ventanilla del coche. Solo me costará una llamada de teléfono, que estoy dispuesto a hacer si Lea se empeña en aceptar ese trabajo.

Quizás no esté todo perdido, pienso para mis adentros con un optimismo renovado.

 

 

 

Llego a casa bajo un cielo tan oscuro, que da la sensación de que si llueve todo lo que amenaza, va a caer el diluvio universal.

Cruzo el porche, abro la puerta y entro. Me dirijo al salón principal, guiado por el murmullo de la voz de Lea. A medida que me aproximo, reparo en que está hablando por teléfono con Lissa.

—Ha intentado besarme —alcanzo a escuchar—. Sí, como lo oyes.

Me quedo estupefacto, clavado con un poste en el umbral de la puerta.

—No lo sé… —continúa hablando—. Matt nunca… —titubea pasándose la mano por la frente—… nunca había intentado nada conmigo. ¡Joder!, pensé que tenía claro que eramos amigos… Solo amigos —enfatiza.

¿Matt? ¿He escuchado bien? ¿Lea ha dicho Matt? ¿Otra vez Matt?

La sangre comienza a bullir en el interior de mis venas como la lava de un volcán.

Como un ser autómata, sin que pueda controlar el movimiento de mis pies, que parecen contar con voluntad propia, me adentro en el salón. De repente me encuentro tratando de captar cada detalle de la conversación que Lea está manteniendo con Lissa.

—Bueno, he reaccionado a tiempo, empujándole, y solo se ha quedado en un intento… No ha llegado a besarme —dice—. Aunque lo ha intentado una segunda vez y… he terminado dándole un bofetón.

En ese momento, Lea repara en mi presencia a unos pasos de ella y gira el rostro hacia mí. Sus mejillas pierden el color de inmediato. La oigo tragar con fuerza.

—Lissa, hablamos luego, ¿vale? —dice, con voz cortada.

Cuando se vuelve de nuevo hacia mí, estoy con la mandíbula apretada, tanto que creo que el hueso se me va a romper en mil pedazos de un momento a otro.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La decisión del señor Baker
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