CAPÍTULO 46
Al día siguiente, llevo a mi madre hasta Port St. Lucie, como me ha pedido. Regreso a Nueva York bien entrada la madrugada. Meto el Jaguar en el garaje y lo aparco en una de las plazas privadas que poseo en el edificio.
Me bajo del coche, lo cierro con el mando a distancia mientras echo a andar y me dirijo al ascensor. Entonces noto una suerte de presencia en el lugar. No sé qué o quién es, pero me resulta extraño. Giro el rostro y miro por encima del hombro. Advierto una sombra, o eso me parece... Entorno los ojos, aguzando la vista, pero ya no veo nada. Sacudo la cabeza, negando para mí mismo. Seguro que son imaginaciones mías. He conducido muchas horas y estoy cansado.
Entro en la habitación. Lea está dormida. Sonrío y durante unos segundos, mientras la contemplo en el silencio de la noche, me abandono a la paz que transmite. Me inclino sobre ella y le doy un beso en la frente. Lea frunce la nariz. Abre los ojos.
—No quería despertarte —digo, sentándome a su lado.
Lea sonríe, somnolienta.
—¿Ya has llegado? —me pregunta.
—Sí.
—¿Todo bien?
—Sí, todo bien —respondo—. ¿Qué tal se han portado los pequeños?
—Muy bien… excepto a la hora de cenar. Ya sabes lo impacientes que son —dice Lea.
Esbozo una sonrisa.
—Duérmete, ¿vale? —le pido, pasándole le mano por el pelo—. Voy a darme una ducha.
—Vale.
Lea ronronea contra la almohada y cierra los ojos.
—¿Con Textliner siguen las cosas igual? —pregunto a Michael al llegar al despacho.
—Sí. Esos cabrones no están dispuestos a dar su brazo a torcer —me informa.
Me echo hacia atrás y recuesto la espalda en el sillón de cuero negro.
—Me ocuparé después de ese asunto… —digo—. Ahora voy a ponerme al día con el resto de cosas.
—¿Cómo vamos a solucionarlo? —me pregunta Michael.
—Siendo más cabrones que ellos.
Michael me dirige una sonrisa sesgada.
—Entonces nos saldremos con la nuestra —afirma—. Te conozco, y a cabrón no te gana nadie.
—¿Te acuerdas de aquel litigio que tuvieron con Enterprise Golden? —le pregunto.
Michael se acaricia la barbilla, haciendo memoria.
—Sí —responde transcurridos unos segundos—. Fue hace un año más o menos, ¿no?
—Sí —afirmo.
—Pero, si no recuerdo más, Textliner ganó. El juez les dio la razón —apunta.
—Aunque ganó, investiga que ocurrió exactamente —le ordeno—. Seguro que hay algo con lo que podemos… persuadirlos, para que se les bajen los humos.
Michael lanza al aire una carcajada.
—Por algo digo que, cuando te pones, a cabrón no te gana nadie —asegura—. Te he echado de menos —bromea—. Aunque no tanto como… Susan.
Cambia radicalmente de tema.
—¿Susan? —repito.
—Sí, Susan. Ha estado algo… —Mueve la mano haciendo un gesto que no termino de descifrar—. No sé cómo definirlo exactamente. Pero vamos, que te ha echado de menos —concluye.
—Me llamó un día.
—¿Estando en tu luna de miel?
—Sí.
—¿Qué cojones quería decirte? —pregunta Michael, ceñudo—. ¿No tenía que hablarlo todo conmigo?
—Eso le ordené, que lo hablara contigo —señalo—. Además, no era nada importante. Quería ponerme al tanto de una pequeña descompensación que había en las exportaciones…
—Siempre hay pequeñas descompensaciones en las exportaciones y en las importaciones. ¿Qué tiene eso de grave? —Michael bufa—. Espérate que no se lance a tus brazos cuando entre a trabajar ahora a las nueve —se mofa—. Ya no me cabe ninguna duda de que está enamorada de ti hasta las cejas.
Unos nudillos golpean la puerta con un sonido suave, interrumpiendo la conversación.
—Adelante —digo.
Susan entra en el despacho. Como siempre, perfectamente maquillada y con el pelo liso como una tabla de planchar. Es tan rígida que a veces da la sensación de ser una muñeca ortopédica.
—Buenos días, señor Baker —saluda.
—Hablando del rey de Roma… —murmura Michael al ver que es Susan.
Le lanzo una mirada censuradora mientras Susan se acerca a mi mesa.
—Buenos días —correspondo a su saludo.
—Buenos días, Michael.
—Susan.
Michael le contesta desganado. Casi con la misma desgana con la que le ha saludado ella.
—¿Qué tal su… luna de miel? —me pregunta.
Hay una indisimulada tirantez en su voz.
—Muy bien. Gracias —respondo.
Se crean unos instantes de silencio. Supongo que Susan está esperando que le pregunte qué tal le ha ido a ella, de manera personal. Pero no me interesa lo más mínimo, como a ella no debería de interesarle lo más mínimo cómo me ha ido en mi luna de miel.
—Me alegro mucho de que esté aquí, señor Baker —dice, al ver que permanezco callado. Sus ojos azules brillan.
Michael fija su mirada en Susan, que está de pie a su lado, alza una ceja y pone una de esas caras tan particulares suyas. Después niega con la cabeza.
—Si quiere, puedo ayudarlo a ponerse al día con los asuntos de la empresa —se ofrece, obsequiosa.
—No, Susan, Gracias. Voy a ponerme a ello con Michael —comento.
Susan traga saliva y digiere mi negativa.
—Está bien. Como quiera, señor Baker —dice—. Estaré fuera si me necesita.
Asiento.
—Gracias —le agradezco, haciendo gala de amabilidad.
Susan se gira sobre sus talones y enfila los pasos hacia la puerta. Nada más de salir, Michael se apresura a decir:
—La tienes mojando braga.
—Michael —lo amonesto.
—«Buenos días, señor Baker», «¿Qué tal le ha ido, señor Baker?» «Si quiere, puedo ayudarlo a ponerse al día, señor Baker…» —repite, imitando su voz—. ¿Podría follarme, señor Baker? Lo de disimular no es lo suyo.
—La verdad es que no, y lo peor es que tampoco disimula cuando está Lea delante —afirmo.
—Pues no creo que a Lea le haga gracia que la secretaria de su marido coquetee con él ante sus narices —comenta Michael.
—No. De hecho, se pone celosa. —Hago una pausa—. Si Susan sigue así, lo único que va a conseguir es que la ponga de patitas en la calle —asevero. Miro hacia la pila de papeles que tengo encima de la mesa—. Empecemos —digo, cambiando de asunto—. Tengo por delante un duro día de trabajo.