CAPÍTULO 81

 

 

 

 

 

Camino deprisa hasta el ascensor, bajo a la décima planta y busco el despacho de Michael. Cuando doy con él, al fondo de un vestíbulo amplio, luminoso y de paredes blancas, llamó a la puerta con un toque de nudillos.

—Adelante —le oigo decir desde dentro.

Abro y asomo la cabeza despacio. Está hablando por teléfono. En silencio, me hace una señal con la mano para que entre.

—Te paso el contrato por email —dice a la persona que está al otro lado de la línea. Tapa el auricular con la mano. Siéntate —me dice en voz baja—. Sí, por supuesto… —continúa hablando con su interlocutor—. Hasta mañana.

Cuelga el teléfono.

—¿Un café? —me pregunta en tono distendido.

—Mejor un whisky —respondo.

—¿Qué ha ocurrido? —me pregunta Michael con voz más seria.

—Acabo de despedir a Susan —afirmo. Michael levanta las cejas ligeramente. Y antes de que diga nada, las palabras salen en torrente por mi boca—. Estoy harta de sus impertinencias —comienzo a decir sin respirar—. Lleva haciéndome la vida imposible desde que entré aquí. Me rebate todas las órdenes, delega todo en Sarah, que aguanta pacientemente, y siempre que se le presenta la ocasión, me falta al respeto…

Michael entorna sus ojos grises.

—¿Por qué cojones has esperado tanto para despedirla? —me pregunta molesto—. ¿Sigue sin entrarte en la cabeza que eres la jefa?

Trago saliva.

—Bueno, yo… Pensé que cambiaría —me justifico.

—Lea, la gente no cambia —refuta Michael—. Y si cambia, siempre es a peor.

—Lo sé. Debí despedirla cuando la pillé acariciando la mano de Darrell en el hospital…

—¿Qué la pillaste cómo?

La pregunta con un severo matiz de asombro de Michael me hace caer en la cuenta de que, sin querer, le he puesto voz a mis pensamientos.

Lea, ¿es que no cambiarás nunca?, me reprocho en silencio.

Alzo los ojos y lo miro por debajo del abanico de color bronce que forman mis pestañas. La mirada gris y penetrante de Michael está fija en mí.

—Fue hace un par de meses… —comienzo a decir—. Fui a ver a Darrell y cuando entré en la habitación, Susan tenía su mano cogida entre las suyas.

—¿Y qué pasó? —me pregunta.

—Discutimos y la eché del hospital —respondo—. Le dije que como volviera a ver a Darrell, daría la orden al médico para que le prohibieran la entrada. —Guardo silencio un momento—. Se atrevió a insinuar que tal vez Darrell ya no fuera para ninguna de las dos —digo. Michael levanta una ceja, perplejo—. Y lo de hoy ha sido peor —continúo—. Me ha echado la culpa de que Darrell esté en coma.

—¡¿Qué?!

La expresión de Michael ha pasado de la perplejidad a la indignación. La garganta se me cierra de golpe.

—Lo que menos necesito es que me recuerden que Darrell está así por mi culpa —murmuro—. Ya lo sé. Ya sé que está en coma, tendido en una cama por mí.

—Lea, Darrell no está así por tu culpa —me consuela Michael. Alarga el brazo por encima de la mesa y coge mi mano—. Deja de castigarte con eso, por favor —me pide con voz suave como el terciopelo.

Levanto la vista hacia él. Sus ojos están llenos de dulzura y de una indulgencia infinita. Una indulgencia que yo soy incapaz de tener conmigo misma. Bajo la mirada.

—Lea, por favor… —me vuelve a pedir, apretándome la mano. Niego para mí. Santo Dios, me siento tan culpable, pese a todo lo que me dicen—. Ya —insiste vehemente—. Bastante tienes.

Lo miro de nuevo y asiento de forma mecánica. Sin embargo, en mi cabeza persiste la idea de que yo soy la única culpable de que Darrell esté en coma. Y eso me reconcome el alma.

 

 

 

—Al final he despedido a Susan —le digo a Darrell, cuando voy a verle al hospital al salir del despacho.

Todo está sumido en un silencio sepulcral, bajo una luz tibia que emite la lamparita de la habitación. La noche ha caído de forma espesa sobre Nueva York. O esa es la sensación que me da.

—No me ha dejado otra opción —prosigo. Durante un rato me callo, mordisqueándome el interior del carrillo—. Me siento tan mal, Darrell… Susan me ha echado en cara que estás así por mi culpa y tiene razón. Tiene razón… —Continúo mordiéndome el carrillo—. Esa bala tendría que haber sido para mí; tendría que ser yo la que estuviera postrada en esta cama —digo con voz ahogada, sin poder contener el llanto—. Tendría que ser yo la que estuviera aquí. Yo y no tú.

Extiendo la mano y le acaricio la cara con dulzura. Me inclino y le beso en la mejilla sin dejar de llorar. Una lágrima cálida cae sobre su rostro. Cuando me separo lentamente, advierto atónita que Darrell tiene los ojos abiertos. El corazón me salta dentro del pecho.

—Darrell… —susurro, sin dar apenas crédito a lo que estoy viendo. Durante el espacio de un par de latidos reina un silencio absoluto mientras Darrell parpadea desconcertado—. Darrell, mi amor… —digo, sonriendo entre lágrimas—. Oh, mi amor...

—¿Dónde estoy? —pregunta en tono pastoso.

—En el hospital —respondo, acariciándole de nuevo la cara.

Sus ojos azules se entornan, achinando más su espectacular mirada.

—¿Quién eres? —murmura, arrastrando las palabras.

De pronto siento cómo se me reseca la boca. ¿Qué? ¿Cómo qué quién soy? En mi interior se paraliza todo de golpe.

—Soy yo, mi amor —digo—. Soy Lea.

—¿Lea?

—Sí.

Agito la cabeza de arriba abajo.

—No sé quién eres —afirma Darrell.

Me mira desconcertado. La expresión de su rostro refleja una profunda confusión. La sangre se me hiela en las venas. Darrell no sabe quién soy; no me reconoce.

Esto no puede estar pasando. ¡Maldita sea! ¡Esto no puede estar pasando!, exclamo desesperada.

Corro hacia la puerta, la abro y salgo al pasillo estrepitosamente.

—¡Enfermera! —grito nerviosa—. ¡Enfermera!

La enfermera de piel café y leche tarda unos segundos en aparecer.

—¿Qué ocurre? —me pregunta asustada al ver mi estado.

—Mi marido ha despertado —anuncio.

La enfermera esboza un amago de sonrisa y entra deprisa en la habitación.

—Señor Baker… —dice, acercándose a la cama.

—¿Dónde estoy? —vuelve a preguntar Darrell.

—Está en el hospital, señor Baker. Recuperándose… —responde la enfermera.

—¿Recuperándome? ¿De qué?

—¿No lo recuerda? —le pregunta la enfermera.

Darrell hace memoria durante unos segundos. Mueve la cabeza de derecha a izquierda.

—No —niega.

La enfermera gira su rostro hacia mí, que permanezco de pie detrás de ella, acariciándome los brazos. Intercambiamos una mirada muda llena de significado.

¿Qué demonios está pasando?

 

 

 

 

 

 

La decisión del señor Baker
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