CAPÍTULO 31

 

 

 

 

 

Comemos en una cafetería en pleno barrio de Pigalle, ascendiendo a Montmartre. Nos ha llamado la atención el nombre: El café de Amelie. Un lugar rodeado de un sinfín de motivos y detalles que nos recuerdan sin duda a ese personaje dulce e ingenuo llamado Amelie Poulin.

—¿Te has fijado? —le pregunto a Darrell nada más de entrar—. La cafetería está dedicada a la película de Amelie. Es puro encanto —agrego.

—Tiene su punto —dice él, siempre más exigente que yo.

Está muy concurrida, con todo tipo de gente, sobre todo turistas. Avanzamos por la estancia en busca de una mesa. Hay un par de ellas libres al fondo. 

En un perfecto francés, Darrell pide el steak tartare, la sopa de cebolla digna y de postre clafoutis de cerezas.

—¿Hablas francés? —le pregunto, cuando el camarero se aleja.

—Quiero expandir la empresa internacionalmente, así que tengo que controlar varios idiomas. Sobre todo, los de los países en los que quiero empezar a establecerla —me explica—. Nunca me han gustado los intermediarios, y menos para asuntos de negocios. Hay algunas cosas que prefiero hacerlas personalmente, para que no haya malosentendidos.

—¿Y cuántos idiomas más hablas? —me intereso.

—Italiano, alemán, español y un poco de danés —responde.

—¡Madre mía! —exclamo.

Ya tengo otro motivo para admirarle más aún de lo que lo admiro. No solo es un lince para los negocios, sino que también es un hacha para los idiomas.

—Yo hablo un poco español —digo humildemente, y lo hago más bien por decir algo.

—¿Ah, sí?

Darrell parece admirado ante mi afirmación, o quizás finge estarlo para hacerme sentir bien.

—Sí. En el colegio tuve una amiga de ascendencia mexicana y me enseñó a decir algunas cosas. ¿Cómo estás? —le pregunto a Darrell en español, o en algo que podría ser español.

—Muy bien. Gracias —responde él en ese idioma.

Sonríe.

No sé de qué forma me gusta más, si hablando en francés o hablando en español. Bueno, tengo que reconocer que en español al menos le entiendo. Aunque es mejor que pronuncie las cosas despacio, yo no tengo tanta soltura como él.

El camarero, un tipo alto, castaño, de ojos azules y piel rosada, se acerca con la comida.

Merci —le da las gracias Darrell.

El camarero asiente, agradecido. Cojo el cuchillo y el tenedor y parto un trozo del steak tartare o filete tártaro. Un plato elaborado con carne de vacuno, alcaparras, cebolla y coronado en el centro por una yema de huevo.

—A veces me pregunto cómo siendo tan joven has conseguido llegar tan alto —le comento, poniendo voz a mis pensamientos.

Me llevo el tenedor a la boca.

—No salía de casa —confiesa Darrell—. Desde que era un niño ha estado presente en mí esa antipatía hacia el mundo. Siempre he sido serio, hermético, antisocial… Adoraba mi soledad por encima de todas las cosas.

—¿No salías de fiesta? ¿No salías a divertirte? —le pregunto.

Darrell sacude la cabeza, negando.

—Me pasaba el día y la noche estudiando. Quería graduarme cuanto antes y empezar a forjar un plan que me permitiera crear mi propia empresa. —Parte elegantemente un trozo de su steak tartare y se lo mete en la boca. Mastica—. Necesitaba ayudar a mi madre, que económicamente nunca lo ha pasado bien desde que la dejó mi padre.

Lo miro con ojos brillantes.

—Eres un ejemplo de superación —apunto, orgullosa de él.

Darrell reflexiona durante unos segundos, en los que la expresión de su rostro se vuelve meditabunda.

—Aunque creo que lo que realmente me empujaba a ser un hombre exitoso es demostrar que era mejor que mi padre.

Me encojo de hombros.

—¿Por qué? —pregunto.

—Porque tal vez quería darle una razón de peso para que se arrepintiera de habernos abandonado —responde—. Y el éxito y el dinero siempre es un buen recurso —añade—. Me costó mucho entender que no se había ido por mi culpa, sino que lo había hecho porque era un cabrón, incapaz de serle leal a nadie, excepto a su bragueta.

Por momentos pienso que Darrell aún cree que su padre se fue por él. Creo que, pese a todo, es algo que no termina de superar y con lo que tiene que luchar cada día. Pero, ¿cómo se iba ir por él si solo era un niño cuando los abandonó?

—Darrell, tú no tuviste la culpa de que tu padre se fuera —asevero.

—Lo sé —se adelanta a decir él—. Lo sé…

Sin embargo, yo no estoy tan convencida de que lo sepa.  Darrell guarda silencio. Quizá lo mejor es cambiar de tema.

—¿Alguna vez has tenido novia? —curioseo—. No sé… Aunque no estuvieras enamorado, pero alguna chica que te gustara o te llamara la atención más que otra.

Darrell niega con la cabeza de nuevo.

—No —dice, y no lo duda ni un segundo—. Solo me interesaban para saciar mi apetito sexual como hombre. Nada más.

—¿Siempre? —insisto.

—Sí.

Y no sé por qué, pero su respuesta me hace sentir importante, por ser la primera mujer de la Darrell Baker se ha enamorado.

Darrell vuelve a tomar la palabra.

—Por eso decidí que lo más apropiado era establecer una relación basada en un acuerdo… —busca la palabra adecuada—… profesional, por decirlo de alguna forma. Soy consciente de que no era lo más habitual, pero al menos era sincero. Las mujeres que lo firmaban sabían claramente qué quería de ellas, qué podían esperar de mí y, lo más importante, que no debían esperar nunca.

—Cariño, ternura, poemas, flores, bombones… —enumero—. Amor —concluyo.

—Exacto —dice Darrell.

—Desde luego, ninguna te podíamos echarte en cara que no fueras claro —apostillo.

Darrell se recuesta en la silla y me mira de una manera que no logro descifrar.

—¿Y tú? ¿Has tenido novio alguna vez?

—No —respondo escuetamente.

Su expresión sigue inmutable. Sigo sin poder intuir qué está pasando por su mente.

—Háblame de ese par de chicos con los que has estado antes de conocerme —dice finalmente.

—Darrell, no fueron nada importante, ya lo sabes —respondo.

—¿Alguno de ellos fue Matt?

Alzo la mirada hacia él. En ese momento llega el camarero de pelo castaño y piel rosada, interrumpiendo la conversación.

—El postre… —supongo que anuncia.

Lo supongo al ver que pone dos platos con clafoutis de cerezas a cada uno.

—Responde, Lea —insiste Darrell, cuando el hombre desaparece de nuestra vista—. ¿Alguno de esos chicos fue Matt?

Hundo la cucharilla en la pequeña tarta, cojo un poco de clafoutis y me la llevo a la boca.  Mis papilas gustativas se embriagan con el sabor dulce de las cerezas. Darrell no lo prueba. Me mira fijamente, esperando mi respuesta.

—No, Darrell, no. Ninguno de ellos fue Matt —digo al fin.

Parece que se queda conforme, pero por la expresión de su cara sé que quiere saber más.

—¿Estuviste enamorada de alguno?

Sabía que iba a seguir preguntándome.

—No tuve sexo con ninguno —digo.

—Ya sé que no tuviste sexo con ninguno. Tengo claro que fui yo quien te desvirgó. —Me sonrojo de golpe. ¿Por qué me sigo ruborizando por este tipo de comentarios? Darrell es mi esposo. Pero lo dice con esa voz grave y profunda que hace que se me pongan los pelos de punta—. Pero no es eso lo que te estoy preguntando —continúa.

Resoplo.

—No estuve enamorado de ninguno —afirmo.

—¿Segura?

Su voz es seria, incluso inquisitiva.

—Sí, segura. Ya te he dicho que no fueron importantes.

—Solo quería asegurarme —comenta Darrell con ironía. Hace una pausa—. ¿Te gusta la clafoutis de cerezas? —me pregunta en un tono más relajado y cambiando de tema a propósito.

¿Ya se ha quedado a gusto?, me pregunto.

—Sí —afirmo—. Está buenísima.

Sí, parece que ya se ha quedado a gusto.

Durante unos segundos no comenta nada ni me pregunta nada. El silencio lo llena todo. Trago el mordisco que tengo en la boca y alzo la vista. Darrell ha entornado los ojos y me está mirando como si estuviera desnudándome con la mirada.

—¿Qué? —le pregunto con una mezcla entre confusión y timidez en respuesta a su mirada escrutadora.

—Si no estuviéramos en una cafetería llena de gente en pleno París, te pondría contra la pared y te follaría hasta que me suplicaras que parase —afirma sin pudor.

Abro la boca, sorprendida. ¡Dios santo!

—Darrell… —murmuro.

Bajo la cabeza y me coloco el pelo detrás de las orejas. Tengo la sensación de que las mejillas van a entrarme en combustión de un momento a otro. Me arden.

Mientras yo me muero de la vergüenza, Darrell se mantiene inmutable sin apartar sus ojos de mi rostro. Menos mal que no le habrá entendido nadie, aunque la mayoría de los que estamos en la cafetería somos turistas. Quizá alguno sí que ha entendido lo que me ha dicho. ¡Joder!

Cuando reúno valor y el calor de mi cara disminuye, alzo los ojos. Darrell esboza una sonrisa de medio lado, disfrutando del rato de vergüenza que me está haciendo pasar. ¡Es tan asquerosamente seguro de sí mismo!

—¿Vamos al Louvre? —me pregunta con una expresión llena de humor.

Miro a mi alrededor. La gente está a lo suyo. Respiro aliviada. Parece que nadie ha escuchado nada.

—Sí —digo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La decisión del señor Baker
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