CAPÍTULO 14

 

 

 

 

 

—No te hacía aquí —dice Michael. Frunce el ceño, visiblemente extrañado—. Pensé que ibas a pasar el día con Lea.

—Sí, iba a pasarlo con ella —digo apático, dejando una carpeta sobre la mesa—, hasta que he decidido que lo mejor era venir al despacho. He estado todo el día trabajando.

—¿Siendo su cumpleaños? ¿Acaso no le ha gustado la casa? —bromea Michael. Al reparar en la inexpresión de mi rostro, repite con cierta incredulidad—: ¿No le ha gustado? —Su tono se torna serio.

—Piensa que es un regalo excesivo —respondo, al tiempo que tomo asiento detrás del escritorio.

—¿Excesivo?

—Lea tiene muchos prejuicios con el dinero. —Michael alza las cejas mientras me escucha atentamente—. No es la primera vez que acabamos discutiendo por él —agrego—. Reconozco que a veces no sé cómo hacerlo, y eso me desconcierta, aparte de cabrearme mucho. —Hago una breve pausa—. Para ella una casa es un regalo excesivo y para mí, en cambio, es un regalo de lo más normal. ¡El dinero es solo dinero! Ella me da mucho más a mí. Cosas que tienen más valor que el dinero. Pero a Lea le hace sentir como si fuera una puta.

—¿Todavía sigue con eso? —pregunta Michael.

—Sí, al parecer es un complejo que no va a superar nunca.

—¿Por qué?

Hago una mueca con la boca.

—Quizá por el modo en que comenzó nuestra relación —digo—. Mi proposición y el contrato que firmamos... Creo que, pese a todo, para ella es un lastre. Como lo es la diferencia que hay entre nuestros mundos.

—Pero tu mundo es ahora el suyo… —interviene Michael.

—Eso mismo le he dicho yo, pero Lea no lo tiene del todo claro.

En esos momentos suena el teléfono móvil de Michael.

—Es mi secretaria —anuncia, cuando consulta la pantalla. Descuelga—. Dime, Claire... Sí, enseguida bajo. Gracias. —Cuelga la llamada—. El trabajo me espera —dice, levantándose de la silla—. Tengo al señor Connor en el despacho, esperando para discutir las condiciones del contrato.

—Sácale todo lo que puedas —afirmo—. Los Connor tienen fama de ser huesos duros de roer.

—No te preocupes. Nosotros también somos huesos duros de roer —dice Michael, guiñándome un ojo—. Además, el señor Connor es el que más tiene que ganar, o que perder. Así que hay muchas posibilidades de que capitule con nuestras condiciones. —Asiento con la cabeza—. Ya te contaré más tarde.

Michael enfila los pasos hacia la puerta y sale del despacho. Casi de inmediato entra Susan.

—Señor Baker, tengo algunos recados para usted —dice.

Camina unos pasos hasta que alcanza mi escritorio.

—Dígame, Susan…

—El señor Carlson ha llamado para cancelar la cita que tenían mañana a las doce y media de la mañana. Han tenido que hospitalizar a su mujer y no puede venir.

—No hay problema. ¿Te ha dicho si puede otro día? —pregunto.

—No. Solo me ha dicho que ya se pondrá en contacto con usted.

—Vale.

—Han llegado estos documentos por fax.

Susan extiende el brazo y me tiende un montón de papeles.

—Gracias.

Me dispongo a echarlos un vistazo para ver de qué se trata, pero tocan a la puerta.

—Adelante —digo.

La puerta se abre y mi rostro adquiere una expresión ligeramente de sorpresa cuando, por encima del hombro de Susan, veo entrar a Lea.

—Hola —saluda.

Avanza por el despacho con pasos cautelosos.

—Hola —digo.

—Buenas tardes —dice Susan, brindándole una mirada de pocos amigos.

—Buenas tardes —le responde Lea con voz afable.

—Susan, deme los recados que ha cogido y salga, por favor —le pido, alargando la mano.

Susan me los tiende de mala gana. Los tomo y los dejo sobre la mesa. Se da media vuelta, pasa al lado de Lea y sale del despacho.

—Creo que últimamente no le caigo muy bien a Susan —comenta Lea, cuando la puerta se cierra y nos quedamos solos.

—No le hagas caso —digo.

Lea gira el rostro hacia mí y comienza a mordisquearse el interior del carrillo.

—¿Estás ocupado? —me pregunta, reservada.

—Nada que no pueda esperar —respondo.

—He venido a… a pedirte perdón —dice—. Por lo de esta mañana. He estado muy desatinada. Mi reacción ha sido desmedida. Lo siento; siento haber  estropeado la sorpresa.

Su voz suena afectada y su actitud frente a mí es de una timidez adorable. Verla en ese estado me toca profundamente el corazón, pero tengo que hacerle entender que si no cambia su perspectiva del dinero, nuestras discusiones respecto a él pueden convertirse en el Rosario de la Aurora.

Me levanto de la silla, rodeo el escritorio y me apoyo en el borde.

—Lea, tienes que cambiar esa actitud —digo, aunque intento que mi tono no sea de reproche—. No podemos discutir constantemente por algo tan absurdo como es el dinero.

—Lo sé… —acepta Lea—. Lo sé… —Se muerde el interior del carrillo y me mira—. Es solo dinero, como tú dices. Tu concepción de él es distinta de la mía, pero no por eso es peor o mala —arguye. Respiro con cierto alivio. Parece que finalmente está entrando en razón—. Además, no lo has robado, ni lo has conseguido con malas prácticas. Es tuyo y puedes hacer lo que quieras con él.

—¿Qué te ha hecho cambiar de opinión? —le pregunto.

—Más bien quién —responde Lea. Enarco las cejas—. Lissa me ha abierto los ojos —prosigue—. Me ha llamado para felicitarme y bueno… me ha echado una pequeña bronca.

—Me alegro de que ella haya podido hacerte entrar en razón —apunto.

—Sí, a veces Lissa tiene más lucidez que yo —dice Lea a media voz, agachando ligeramente la cabeza y mirándose las manos.

—Ven aquí… —le digo, extendiendo los brazos. Lea levanta el rostro, avanza un par de pasos y cuando me alcanza, la abrazo—. Tú eres una de las personas más lúcidas y con las ideas más claras que conozco —afirmo, estrechándola contra mí. Lea se apoya en mi pecho—. Lo que ocurre es que eres endiabladamente cabezota. 

—Algún defecto tengo que tener —bromea, con el humor ya cambiado. Sonrío. Alza la cabeza y me observa con la expresión distendida—. La casa me ha encantado, Darrell. Es preciosa. Gracias —me agradece.

—Me alegro de que haya gustado.

—¡Claro que me ha gustado! ¡¿A quién no le iba a gustar?! —exclama—. Aunque te hubiera salido más barato un ramo de rosas —bromea de nuevo.

—Es posible, pero una casa es más práctica —apunto con ironía.

—Eso no te lo puedo negar —dice Lea, echándose a reír.

Se pone de puntillas y me besa. Le sujeto la nuca y hago más presión sobre sus labios, introduciendo la lengua en su boca y recorriendo con ella cada rincón.

—¿Ya no estás enfadado conmigo? —me pregunta cuando nos separamos.

Poso las manos en su cintura y suelto el aire de los pulmones. La miro con los ojos entornados mientas niego para mí mismo.

—No sé lo que haces conmigo… —afirmo con un viso de resignación—, pero no puedo enfadarme contigo.

Lea me brinda una amplia sonrisa en la que deja ver las dos filas de dientes, blancos y perfectos. Entonces me doy cuenta de que este último gesto termina por desarmarme por completo.

—También he venido para invitarte a cenar —comenta—. ¿Qué te parece una cenita para los dos, acompañada de un buen vino en un restaurante de ambiente íntimo y romántico? —sugiere—. He hablado con Gloria; se quedará está noche con James y Kylie.

—Me parece una idea estupenda —digo. Me acerco lentamente a su oído y le susurro en tono lujurioso—: Después de la cena, el plan corre de mi cuenta. —Deslizo la mano hasta su trasero y se lo aprieto. —Lea me mira con las pupilas vibrantes y con una expresión de niña traviesa en el rostro. Vuelvo la mirada hacia la mesa—. Recojo este papeleo y nos vamos —digo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La decisión del señor Baker
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