CAPÍTULO 25

 

 

 

 

 

Una mano acariciando mi mejilla me despierta. Abro los ojos y veo al que ya es mi marido apoyado en un codo, mirándome con una tenue sonrisa en los labios, o más bien contemplándome como si fuera un cuadro de Van Gogh. El contorno de su figura se recorta contra el púrpura brillante del amanecer. Es muy temprano; solo hemos dormido tres horas. 

Le sonrío somnolienta. Se inclina suavemente sobre mí y en silencio me da un beso en la boca.

—Buenos días, señora Baker —dice.

—Buenos días, señor Baker —correspondo.

—¿Qué tal has dormido? —me pregunta.

—Muy bien —respondo, estirando ligeramente los brazos—. ¿Y tú?

—Te diría que bien si hubiera dormido algo.

Frunzo el ceño, extrañada ante su contestación.

—¿No has dormido?

—No.

—¿Y qué has estado haciendo? —curioseo.

—Mirándote —dice de forma rotunda.

Alzo las cejas, sorprendida. Imaginarme a Darrell contemplándome mientras duermo, protegiendo mi sueño como si fuera mi ángel de la guarda, se me antoja de lo más tierno.

Abro la boca para decir algo, pero Darrell se adelanta.

—No te miento cuando te digo que me pasaría horas y horas mirándote, porque no me canso.

—Ojalá nunca te canses de mirarme —apunto.

—Nunca me voy a cansar —asevera Darrell. Sus labios se curvan en una sonrisa pícara—. Además, te sienta muy bien ser mi mujer.

—¿Ah, sí? —pregunto coqueta.

—Sí. Estás preciosa.

Sonrío, visiblemente halagada. Darrell se inclina sobre mí rostro y vuelve a besarme. Está vez lo hace de una manera más intensa, más apasionada, más posesiva.

Echa las sábanas de raso a un lado y con un movimiento ágil, se levanta de la cama. Está completamente desnudo y no soy capaz de que mis ojos no repasen las medidas de su cuerpo centímetro a centímetro. ¡Es tan perfecto!

Se gira hacia mí y me pilla escrutándolo como si mi mirada tuviera rayos X. Sonríe y yo me ruborizo de los pies a la cabeza.

—¿Qué te parece si empezamos el día bañándonos juntos en el jacuzzi? —me pregunta.

Su voz hace que alce los ojos, perdidos en quién sabe qué partes bajas de su cuerpo, hasta su rostro.

—Me parece una idea estupenda —accedo.

Darrell se da media vuelta y se encamina hacia el jacuzzi. Mientras lo prepara, me levanto, me envuelvo con la sábana y me aproximo a los ventanales. Durante un rato me quedo allí de pie, inmóvil. El sol está comenzando a salir y el cielo del amanecer tiñe los rascacielos de Nueva York de una tonalidad rosada, arrancando destellos de ese mismo color de los cristales que cubren las fachadas.

Respiro hondo.

—Precioso, ¿verdad? —dice Darrell, abrazándome por detrás y apoyando su barbilla en mi hombro.

—Parece una postal —apunto.

—Sí, uno de esos cuadros cosmopolita que se ponen en los salones —dice Darrell.

Hacemos una pequeña pausa.

—¿Qué tal se estarán portando nuestros pequeños? —pregunto retóricamente, mientras cojo las manos de Darrell y mi mirada se pierde en el horizonte.

—Seguro que bien —afirma él—. Luego llamamos a mi madre para que nos cuente cómo han pasado la noche. Ahora el jacuzzi nos espera —añade con voz suave.

A mi espalda, el sonido burbujeante del agua llena el aire con un susurro hipnótico. Me giro. Darrell me toma de la mano y me conduce hasta el jacuzzi. Me detengo al borde, dejo caer al suelo la sábana que me cubre y con su ayuda, entro en él. El agua está caliente y las burbujas me cosquillean la piel a medida que me voy introduciendo.

Me siento delante de Darrell, entre el hueco de sus piernas, y apoyo la cabeza en su pecho, relajada. Un minuto después, su mano me ofrece una copa de champán.

—Por una eternidad juntos —brindo, chocando mi copa con la suya.

—Por una eternidad juntos —repite.

Damos un sorbo.

Cojo una fresa de las del cuenco que hay en la mesita de cristal situada junto al jacuzzi, la mojo en el champán y la acerco a la boca de Darrell, que le da un pequeño mordisco. Lo miro hechizada cuando le veo relamerse los labios. ¿Cómo es posible que siga teniendo ese poderoso imán sobre mí? ¿Ese imán que me roba la voluntad y que a veces no me permite ni siquiera dejar de mirarlo?

Darrell imita mi gesto. Empapa una fresa en el champán y me la ofrece. Al morderla, un poco de zumo resbala por las comisuras de mis labios. Darrell se acerca y lo lame suavemente con la lengua.

—No quiero que te manches —dice mientras que, literalmente, me come la boca.

Me termino el champán de un sorbo y vuelvo a recostar mi cabeza sobre él. Darrell deja mi copa y la suya en el poyete de mármol; coge la esponja, echa un chorro de gel y comienza a pasarla por mis hombros.

—A las cuatro tenemos que estar en el aeropuerto —comenta—. Es la hora a la que he quedado con el piloto y la tripulación para que salga el jet.

—¿Vamos a ir en tu jet privado? —pregunto.

—Sí, para eso está —responde, haciendo descender la esponja por mi brazo—. Perderíamos demasiado tiempo si tuviéramos que ir a todos los sitios que tengo pensado en un avión comercial.

—¿Vamos a ir de luna de miel a más de un lugar?

—Sí, a siete, para ser exactos.

Mi frente se arruga ligeramente.

¿Ha dicho a siete? ¿A siete?

—¿Vamos a ir a siete… ciudades distintas? —tanteo, intentando sonsacarle algo. Estoy muerta de curiosidad.

—Sí —responde escueto Darrell, sin inmutarse, pasándome la esponja por el otro brazo.

¡Joder! ¿Por qué es tan poco generoso con las pistas? Así no hay manera de saber dónde me va a llevar, me quejo en silencio.

—No vas a decirme nada, ¿verdad? —le pregunto, sabiendo que todos mis intentos por que me diga dónde vamos a pasar la luna de miel serán infructuosos.

—No —niega, tal y como me temía. Suspiro, resignada—. No seas impaciente —dice transcurridos unos segundos—. En unas horas lo sabrás todo.

—Pero es que no es justo —arguyo, a ver si por casualidad se le escapa algo.

—Nadie dijo que la vida fuera justa —se burla Darrell.

Deja la esponja a un lado del jacuzzi y entrelaza sus piernas con las mías para que no pueda cerrarlas. Lleva la mano derecha hasta mi sexo y comienza a acariciarlo bajo el agua caliente, haciendo círculos con el dedo anular. Su contacto me enardece de inmediato.

Desde luego, es una buena forma de hacerme callar y de que no le siga preguntando sobre la luna de miel.

Me deslizo unos centímetros por el jacuzzi y echo la cabeza hacia atrás, facilitándole el acceso. Darrell va acelerando el ritmo mientras acaricia mi pecho izquierdo con la mano libre. Acoplo mi rostro en el hueco de su cuello y gimo contra su piel.

—¿Qué tal vas? —me pregunta, después de un rato de fricción.

—Muy bien —respondo, con la voz cargada de placer.

Me muerdo el labio inferior. Darrell rodea el pezón con los dedos y lo pellizca. Se me escapa un pequeño grito. Con mano experta sigue su tarea. Va a volverme loca.

—¿Te gusta? —me susurra al oído con lascivia—. Dime, Lea, ¿te gusta?

Sabe perfectamente la respuesta, pero le envilece oírmelo decir. Así que le doy ese capricho.

—Sí, Darrell, sí….

—¿Paro? —me pregunta de pronto.

¿Parar? ¿Ahora? ¡No, no, no!

—No, por Dios, no… —digo casi angustiada, mientras me deshago de placer.

—Pídemelo —me ordena con voz autoritaria.

Y se lo pido.

—No pares, Darrell… No pares…

—Las cosas se piden «por favor» —comenta con ironía.

¿Qué? ¿Pero qué cojones…? ¡Le tenía que dar por jugar ahora! ¡Precisamente ahora!

—No pares, por favor… No pares… —murmuro, al tiempo que Darrell mueve la mano más y más rápido.

Una oleada de calor asciende por mi torso desde mis entrañas.

—Suplícamelo… —susurra al lado de mi boca—. Si no lo suplicas, voy a parar.

Entonces disminuye la velocidad, ralentizando mi placer, jugando con las sensaciones, con las emociones, con la excitación…

En un acto desesperado, pongo mi mano sobre la suya, para obligarlo a que siga. Sin embargo, me sujeta ambas muñecas y las aparta.

¡Dios mío! ¡Estoy al borde del colapso!

—Vamos, Lea, suplícalo… —vuelve a decir con aire de suficiencia, torturándome con una lentitud que por momentos es  insoportable.

—Por favor, no pares. Te lo suplico… No pares, por favor, Darrell… —le ruego.

—Otra vez… —dice maliciosamente.

Se nota que la situación le divierte, aunque a mí no me hace ninguna gracia.

—Darrell, por favor…

Trato de que detenga el juego. No soy capaz de pensar en nada. Solo en dejarme ir. Pero él no parece tener intenciones de darme una tregua.

—Lea, otra vez. Vamos…

—Joder, Darrell…

—Esa boca —me reprende.

Creo que lo mejor es seguirle el juego, o el muy cabrón va continuar torturándome hasta que ceda.

—Te lo suplico… —digo, con la respiración entrecortada—. Necesito… Necesito… —Gimo, exasperada.

—¿Qué necesitas?

Las mejillas me arden.

—Correrme… Necesito correrme ya… —digo finalmente.

—Muy bien —murmura Darrell, dándome su beneplácito.

Comienza de nuevo a aumentar el ritmo. Unos segundos después, un intensísimo orgasmo me hace estremecer de arriba abajo. Mi cuerpo se tensa sobre el de Darrell, que me abraza con fuerza. Agarro su muslo y entre los estremecimientos de placer, le calvo las uñas, mientras que un gemido se arranca de mi garganta.

 

 

 

 

 

La decisión del señor Baker
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