CAPÍTULO 18
Entro como puedo en el ático y me dirijo directamente al salón, guiado por la luz que está encendida. Al llegar, me quedo debajo del marco de la puerta contemplando a Lea, que está sentada en el sofá, dando el biberón a James. Cuando finalmente repara en mi presencia, levanta el rostro hacia mí. Al ver lo que sostengo en brazos, abre los ojos como platos.
—¿Te gusta? —le pregunto sonriendo, aunque por la expresión que asoma a su rostro de rasgos suaves puedo adivinar que sí.
—¡Madre mía, Darrell! —exclama boquiabierta.
—Hay otro para James. Lo trae Bob —anuncio—. No podía con los dos.
—Buenas noches, Lea —le saluda en esos momentos el portero, que aparece detrás de mí.
—Buenas noches, Bob —dice Lea, todavía sin dar crédito a lo que está viendo: dos osos de peluche de un metro noventa de alto que he comprado a los bebés. El de Kylie tiene un vestido rosa y un lazo del mismo color anudado a la oreja derecha.
—¿Dónde lo dejo, señor Baker? —me pregunta Bob.
Me hago a un lado y le cedo el paso.
—Aquí, Bob, en el salón —le pido. Bob entra en el salón y deja el peluche de James, de color marrón con una bufanda roja alrededor del cuello, recostado contra la pared—. Gracias —digo. Saco la cartera y extraigo un par de billetes. Se los tiendo—. Aquí tienes.
—Oh, no es necesario, señor Baker… De verdad, no… —titubea.
—Por favor, Bob.
Bob mira los billetes durante unos instantes, finalmente alarga el brazo y coge la propina que le ofrezco.
—Muchas gracias, señor —me dice, visiblemente agradecido—. Que pasen buena noche —se despide con una sonrisa afable, pasando sus ojos oscuros de mí a Lea.
—Igualmente, Bob —corresponde Lea, devolviéndole el gesto—. Pasa buena noche.
Acompaño a Bob a la salida, cierro la puerta y vuelvo al salón.
—Los he visto en una tienda de la Quinta Avenida cuando venía para acá y no me he podido resistir —digo.
Lea tumba en la cuna a James y se acerca para ver los peluches detalladamente.
—Dios mío, son enormes —comenta entusiasmada —. ¿No los había más grandes? —bromea, con una sonrisa de oreja a oreja.
Pasa la mano por el que es de color marrón, el que he comprado para James.
—Que suaves son… —observa. Lo agarra por el cuello y lo abraza—. No sé a quién les va a gustar más, si a nuestros pequeños o a mí.
Esbozo una sonrisa.
Cuando lo suelta, me inclino y le doy un beso en los labios.
—¿Te gustan? —le pregunto, a unos centímetros de su boca.
—Son preciosos, Darrell —responde. En esos momentos Kylie rompe a llorar en el otro lado del salón. Lea gira el rostro y mira de reojo—. Le toca cenar —anuncia.
—Yo le daré el biberón —digo.
Lea asiente. Va hasta la cuna, toma a Kylie en brazos y lo deposita en los míos.
—¿Tienes hambre, princesa? —digo, acariciándole el pelito. Lea me acerca el biberón y cuando lo pongo en la boca de Kylie, comienza a beber como si no hubiera un mañana—. Ya veo que sí —me contesto a mí mismo.
Cuando termina, la ayudo a que eructe y la mezo entre los brazos. Desde que los bebés nacieron, este es uno de los mejores momentos del día, sin lugar a dudas, cuando regreso del despacho y puedo disfrutar de ellos y ver cómo crecen.
Me sigue pareciendo increíble que pueda quererlos tanto como los quiero, que sea capaz de dar mi propia vida por la de ellos, si es necesario. El amor que siento por James y Kylie es tan puro, tan inmenso…
Mientras la sostengo en brazos, me inclino y le beso la rosada mejilla. No sé si son los pelos de la barba sin afeitar que cosquillean su delicada piel, pero Kylie sonríe y, al verla, me quedo embobado.
—Lea, ¡ha sonreído! —digo—. ¡Kylie ha sonreído! ¿La has visto? —le pregunto—. No pensé que pudieran sonreír siendo tan pequeños…
Lea se acerca y besa a la niña en la frente.
—Bueno, los bebés sonríen incluso estando en el vientre materno —me explica.
—¿Ah, sí?
—Sí. Según he leído, es un acto reflejo, un acto involuntario e inconsciente, aunque lo hacen porque tienen sensaciones placenteras. ¿Sabes que la llaman «la sonrisa a los ángeles»?
—¿Y por qué la denominan así? —curioseo, sin dejar de mirar la carita sonrosada de Kylie.
—Porque no va dirigida a nadie y porque, mal que nos pese, no la despertamos los padres —contesta Lea—. Por lo menos, no cuando son tan pequeños. No tiene una función comunicativa.
Pese a esa supuesta teoría, yo estoy feliz de haber sido testigo de la primera sonrisa de Kylie, aunque se trate de un acto mecánico. Esperanzado por que se repita, le hago una carantoña en la cara con el dedo índice, para ver si logro que vuelva a sonreír y desmontar esa hipótesis, pero no lo consigo. Sin embargo, lo sigo intentando.
—Jamás hubiera pensado que te volverías tan loco por los pequeños —observa Lea, tomando de nuevo la palabra.
Sonrío.
—Ni yo tampoco, la verdad —confieso—. Reconozco que, hasta que nacieron, hasta que los tuve en brazos, no sabía qué tipo de amor podía darles ni en qué medida. La sombra de la alexitimia siempre ha planeado sobre mí como un fantasma. Pero son tan pequeños y tan dulces… —digo—. Tan indefensos… ¿Te has fijado en los ojos de Kylie? —le pregunto a Lea.
—Sí, son azules y rasgados, tan bonitos como los tuyos —responde ella.
—Son más bonitos que los míos —afirmo, con el pecho hinchado de orgullo—. ¿Y has visto los ojos de James? Son de color bronce, como los tuyos. Kylie es igual que yo y James igual que tú. La genética es muy caprichosa —apunto.
—Sí, es muy caprichosa —me da la razón Lea, sonriendo. Vuelve el rostro hacia los peluches—. Tenemos que subirlos a su habitación —dice—. Aunque no creo que puedan dormir con ellos —bromea.
—Yo tampoco creo que puedan —digo en tono mordaz.
—Ni ahora ni en los próximos… veinte años. Madre mía, son diez veces más grandes que ellos. —Lea se echa a reír mientras se coloca unos mechones de pelo detrás de las orejas—. Voy a ir subiendo el de Kylie —anuncia.
Coge el peluche y como buenamente puede lo lleva escaleras arriba.