CAPÍTULO 65

 

 

 

 

 

—En coma… —musito ausente.

El horror de la noticia me reseca la boca. De pronto parece que es de corcho.

—Lea, ¿estás bien? —me pregunta Michael, sujetándome por los hombros—. Estás muy pálida —observa.

—No puede ser… —sigo hablando para mí misma a media voz—. No… —Trago saliva con esfuerzo—. Dios mío, no puede ser. Mi amor… Oh, mi amor…

—¿Qué puntaje de coma tiene? —pregunta Michael.

Su voz suena emocionada. A él también le ha afectado esta noticia.

—En la escala del 3 al 15, con la que se miden los estados comatosos, en un 10. El señor Baker responde a algunos reflejos fugaces y la reacción pupilar existe, aunque es muy débil.

—¿Qué… Qué posibilidades tiene de despertar? —logro articular como buenamente puedo.

—Para serle sincero, señora Baker, es algo que no depende de nosotros, sino del propio paciente. No es una ciencia exacta. El coma puede durar días, semanas, o incluso años en los casos más graves —responde el doctor en tono neutro—. Por el momento le hemos entubado para que pueda respirar con normalidad y que los pulmones y el cerebro obtengan el oxígeno necesario sin que sufran un daño irreversible.

Santo dios…

—¿Podemos verle? —pregunto.

—Aún no —dice el doctor—. Esta tarde tendrán permiso para estar con él un rato.

Aprieto los labios y asiento de manera imperceptible.

 

 

 

—¿Qué más puede pasar? ¡Joder, ¿qué más puede pasar?! —lanzo al aire con pesimismo, cuando salimos de la consulta del médico—. ¿Hasta cuándo va a seguir la desgracia cebándose con nosotros y con nuestro amor? —me lamento—. ¿Hasta cuándo?

—Darrell va a salir de esta, Lea. Estoy convencido de ello —afirma tenaz Michael—. A pesar de todos los obstáculos, no va a dar la batalla por perdida tan pronto. Ni nosotros tampoco —dice, alzando sus ojos grises y profundos hacia mí.

Me derrumbo en el sofá de la sala de espera y respiro hondo, recostando la cabeza en el respaldo. De pronto me siento muy cansada, como si me hubieran caído sobre los hombros quince años de golpe. Arrastro la mirada hasta la ventana y hundo los ojos en el gris acerado que ha tomado protagonismo en el cielo de Nueva York.

Busco el móvil en mi bolso. Cuando doy con él, llamo a Janice para contarle lo que nos ha dicho el doctor Brimstone. Insisto varias veces seguidas, pero está apagado o fuera de cobertura.

—¿Has almorzado? —me pregunta Michael después de un rato en el que hemos estado embebidos en el más absoluto silencio.

—No.

—¿Por qué no bajamos a la cafetería del hospital y tomas algo?

—No tengo hambre, Michael —me excuso.

—Lea, tienes que comer.

Arrugo la nariz.

—Pero es que no tengo hambre.

—Ya, pero tienes que comer algo —insiste—. No puedes estar con el estómago vacío.

—Michael…

—Lea… —me corta con suavidad—. Para cuidar a Darrell en estos momentos, tienes que estar bien. Tienes que cuidarte tú primero —argumenta tratando de hacerme entrar en razón—. Debes de hacer un esfuerzo.

Lo miro a los ojos durante varios segundos y suelto el aire que tengo en los pulmones.

—Está bien —accedo al fin.

—Venga, vamos a la cafetería a comer algo —me anima.

—Vamos.

Bajamos a la primera planta, donde se encuentra la cafetería. Entramos y nos sentamos en la única mesa que hay libre. El resto están ocupadas por médicos, enfermeras y los familiares de los pacientes.

Michael se acerca a la barra y trae el descafeinado con leche que le he pedido y un enorme croissant de chocolate. Para él se trae un café solo.

—Gracias —digo.

Bebo un sorbo del descafeinado, me parto un trozo de croissant y me lo meto en la boca. Tardo en masticarlo porque el nudo que tengo en el estómago apenas deja que pase. Un rato después, trato de tragar el segundo trozo.

—¿En que hemos quedado, Lea? —me pregunta Michael, al ver que no estoy haciendo mucha intención por comer—. Come.

Sin decir nada me parto un nuevo trozo de croissant y me lo meto en la boca.

—Gracias por preocuparte por mí —le agradezco.

—Darrell me arrancaría la piel a tiras si se enterara de que no te he cuidado —bromea.

Fuerzo una sonrisa, pero creo que al final no me sale.

—Me siento tan culpable —confieso de pronto.

—Lea, tú no tienes la culpa de nada.

—Entonces, ¿por qué me siento como si hubiera sido yo la que hubiera empuñado la pistola? Ese disparo iba dirigido a mí.

—Darrell hizo lo que hubiera hecho cualquier persona en su lugar; hizo lo mismo que hubieras hecho tú.

—Sí, pero en este caso es Darrell el que está postrado en una cama, en coma —anoto.

—Podría ser peor, podríais estar los dos muertos —afirma Michael—. Si la policía no hubiera intervenido a tiempo, Stanislas también te hubiera matado a ti. A pesar de todo, Darrell está vivo.

—Sí, ¿pero en que estado?

—En el que sea, Lea, pero está vivo.

Pese a sus palabras, no puedo dejar de sentirme culpable. Darrell recibió la bala que Stanislas tenía preparada para mí, y ahora está pagando las consecuencias de ello.

—En el fondo eres tan parecida a Darrell —comenta Michael.

Frunzo el ceño.

—¿Qué quieres decir? —le pregunto.

—Él se sentía culpable de que te hubieran secuestrado.

Su afirmación me deja perpleja.

—¿Por qué? Darrell no tenía ninguna culpa de que Stanislas me secuestrara —digo.

Michael sonríe ligeramente.

—¿No te das cuenta de que es lo mismo? —alega. Me paro unos instantes a pensar en su reflexión mientras sigue hablando—. Darrell decía que tenía que haberte protegido.

—Protegido, ¿de qué?

—De su mundo, de las circunstancias que lo rodean —responde Michael. Pero no termino de entender lo que Darrell quería decir—. Darrell es uno de los hombres más poderosos de EE.UU. y eso conlleva un peligro. Se culpaba por no haber sido más precavido, sobre todo, después de pasar por la cárcel.

Tomo aire y niego con la cabeza.

—Darrell no fue responsable de mi secuestro —atajo.

—Ni tú de que Stanislas le disparara —se apresura a decir Michael—. ¿Puedo decirte algo?

—Sí.

—En este mundo solo somos responsables de lo que hacemos, no de lo que hacen los demás. Tenemos que apechugar con las consecuencias de nuestros actos, no con las consecuencias de los actos de los demás, aunque nos afecten.

Cojo la taza del descafeinado entre las dos manos y doy un sorbo. Suspiro.

—¿Por qué se tienen que complicar las cosas tanto? —pregunto.

—Porque la vida no está dispuesta a poner las cosas fáciles —dice Michael en tono resignado—. Y ahora termínate el croissant —añade.

 

 

 

La decisión del señor Baker
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