CAPÍTULO 37

 

 

 

 

 

Nos tumbamos en una explanada de césped verde que hay al lado del estanque, donde la gente pasea en barca, sobre todo pasean parejas de enamorados. Me echo en el suelo y estiro los brazos, dejando que el sol seque mi ropa y me bañe la piel. Darrell se tumba a mi lado.

Suspiramos casi a la vez y giramos la cara el uno hacia el otro. Nos quedamos un rato mirándonos, en absoluto silencio, mientras el aire nos trae el canto de los pájaros y el murmullo de algunos restos de conversaciones.

Repaso sus rasgos perfectos con los ojos, como si no me los supiera ya de memoria. Pero es que no me canso de mirarlo y creo que nunca me voy a cansar de hacerlo. Es tan guapo…

Darrell extiende su mano hacia mí y entrelaza sus dedos largos y elegantes con los míos. Su contacto me reconforta, como ocurre siempre.

—Te quiero, Lea —me dice, mirándome fijamente a los ojos. Los suyos vibran.

—Yo también te quiero, Darrell —respondo.

—No lo olvides nunca.

Aprieta mi mano con la suya.

Me muerdo el interior del carillo, pensativa. Pierdo los ojos en el cielo azul y despejado que se extiende encima de nuestras cabezas. No es la primera vez que Darrell me dice que nunca olvide que me quiere, y reconozco que me da miedo cada vez que me lo advierte. No deseo que se dé la situación de tener que recordar que me quiere, porque eso significaría que algo no iría bien. La idea me angustia. Niego para mí, sacando de mi mente ese pensamiento.

Cierro los ojos y trato de relajarme. Me arrebujo la camiseta alrededor de la costura del sujetador, dejando la tripa al aire y me abandono a la brisa y al sol, que siento cálido sobre mi piel blanca. Sin que apenas me dé cuenta, caigo en un estado de vigilia, un estado que no me tiene en la realidad, pero tampoco dormida, un estado de absoluta paz.

—¿Damos un paseo en barca? —me pregunta Darrell un buen rato después.

Abro los ojos lentamente y lo veo incorporado sobre mí. Su mirada rasgada y azul atrapa la mía.

—Sí —respondo.

Asiento suavemente con la cabeza.

 

 

 

Darrell me ayuda a subir a la barca azul y blanca que ha alquilado. Toma las palas de madera y comienza a remar estanque adentro. Mientras impulsa la barca, alejándonos de la orilla, no puedo dejar de mirar el relieve que perfilan sus músculos bajo la camiseta.

Cuando alzo la vista, Darrell me está observando con el amago de una sonrisa maliciosa en los labios. Mis mejillas se ruborizan al darme cuenta de que me ha pillado contemplando sus músculos como una boba. Pero, ¿qué más da? Es mi marido, puedo mirarlo todo lo que me dé la gana. Puedo mirarlo hasta desgastarlo.

—Esto está muy tranquilo, ¿no? —comenta de pronto.

Y por alguna extraña razón que desconozco, o no, su tono de voz no me gusta, por lo que intuyo en la expresión de su rostro que está pasando por su cabeza.

—¿No irás a…?

Pero no termino de hacer la pregunta. Tal y como me temía, Darrell da un golpe con el remo en uno de los bordes de la barca y esta se mece con fuerza de un lado a otro, haciendo que nos tambaleemos.

—¡Darrell, para! —le pido, intentando frenar sus intenciones—. Nos vamos a caer al agua.

No dice nada, pero sus ojos sonríen ladinamente. Se está divirtiendo. Vuelve a dar otro golpe más fuerte y balancea los pies. La barca se agita bruscamente hasta el punto de que creo que va a volcarse.

—¡Darrell, por favor! ¡Vamos a caernos! —digo otra vez.

—Estas son las consecuencias de tu locura —afirma—. Me la has contagiado.

—Ahora resulta que voy a tener yo la culpa —me defiendo.

—Sí, por la guerra que me das —argumenta—. Yo antes no hacía estas cosas. Antes era un hombre serio y respetable —agrega.

—Antes eras un aburrido —le espeto.

Darrell empuja la barca de nuevo. Grito, porque pierdo el equilibrio y estoy a punto de caerme.

—¿Así que era un aburrido? —repite mordaz.

—Más que una misa —reitero tozuda.

Me deslizo hasta uno de los lados de la barca y me aferro al borde. Levanto la vista y veo que mi algarabía ha llamado la atención de varias personas que nos miran entre divertidos y expectantes, por si finalmente acabamos en el fondo del estanque. Entre ellas, hay un grupo de chicas, más o menos de mi edad, que no le quitan el ojo de encima a Darrell mientras cuchichean en voz baja.

Con el español que sé y con el que buenamente me defiendo, alcanzo a entender que hablan de lo bueno que está y de su asombroso parecido con Sean O´Pry. Una de ellas, una chica de piel y pelo moreno, está buscando en Internet la cara del modelo, porque no sabe muy bien de quién se trata, como me pasó a mí la primera vez que me lo nombró Lissa.

Giro el rostro y las miro, pero ninguna parece reparar en mi presencia ni tampoco en mi mirada, por momentos, fiscalizadora. Todas, al unísono, siguen con la vista clavada en Darrell, al que examinan como si fuera un actor o un famoso cantante de rock.

—Te han salido admiradoras —le comento, señalando discretamente con la cabeza el grupo de chicas que están a nuestro lado.

Darrell las mira de reojo y ellas se ruborizan hasta la raíz del pelo. Me llevo la mano a la boca para ocultar la risilla que se me escapa. Las chicas están sufriendo el efecto Baker. El efecto que sufro yo prácticamente todos los días. Me alegra no ser la única que lo padece. Ya se sabe… mal de muchos, consuelo de tontos.

—No te sorprendas si te piden un autógrafo —digo—. Creo que se piensan que eres Sean O´Pry.

—¿Sean O´Pry? —repite Darrell—. ¿El modelo al que Lissa y tú decís que me parezco? —pregunta.

—El mismo —respondo—. Incluso una de las chicas ha estado buscándolo en Internet.

—¿Te imaginas que me hago pasar por él? —bromea.

—No lo hagas a menos que quieras provocar infartos de corazón —le aconsejo, siguiéndole la broma.

—No creo que a Sean O´Pry le hiciera mucha gracia verse mañana en todas las revistas del corazón con una nueva novia —dice Darrell, mirándome con ojos elocuentes.

—A mí tampoco me haría mucha gracia verme perseguida por una docena de paparazzi por ser la supuesta novia de Sean O´Pry —opino—. ¿Te imaginas? —Durante unos segundos visualizo la escena en mi mente—. ¡Qué horror! —exclamo, frunciendo el ceño.

Nos echamos a reír.

—Sería una situación propia de una comedia —apunta Darrell.

—¡Y tanto!

—Lo mejor será que no tentemos a la suerte —dice.

Coge las palas de madera, gira la barca y volvemos a la orilla. Miro al grupo de chicas, que nos siguen con la mirada hasta que nos pierden de vista.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La decisión del señor Baker
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