CAPÍTULO 90

 

 

 

 

 

—¿Vas a irte con Michael? —me pregunta Darrell.

—No, Darrell, no —me apresuro a negar—. No me voy a ir con Michael. Ni con Michael ni con nadie. Necesito estar sola, pensar… No puedo más —le digo suspirando ruidosamente y tratando de no llorar—. Estoy agotada. Han pasado demasiadas cosas en demasiado poco tiempo y estoy agotada.

—Lo siento —dice Darrell en tono sosegado.

Noto cómo mis ojos se llenan de lágrimas.

—No tienes nada de qué disculparte —afirmo—. Tú eres tan víctima de las circunstancias como yo. La vida, el destino, o qué se yo, se empeñan en ponernos a prueba una y otra y otra vez… En jugar con nosotros como si fuéramos simples marionetas. —Hago una pequeña pausa y me miro las palmas de las manos—. Tal vez no tenemos que estar juntos, Darrell —digo con la voz rota de dolor.

—¿Eso es lo que crees? —me pregunta él.

Me muerdo el interior del carrillo mientras pienso la respuesta.

—Sí —respondo al fin con voz medida—. Cada vez estoy más convencida de ello —añado.

El silencio se hace denso y pesaroso sobre nuestras cabezas.

—Entonces no creo que haya mucho más que decir —indica Darrell.

Se gira sobre sus talones, da media vuelta y su figura esbelta y elegante desaparece detrás de las puertas dobles del salón.

Llevo la mirada al frente. Mis ojos se pierden en el azul aterciopelado del cielo mientras las lágrimas arrasan mi rostro.

Se acabó. Se acabó para siempre.

 

 

 

La música de mi teléfono suena. Abro los ojos, ligeramente desorientada. El llanto me ha vencido y me he quedado dormida acurrucada en el sofá del salón. Tengo frío. Me incorporo rápidamente y busco el móvil. Lo encuentro encima de la mesita auxiliar. Lo cojo y miro la pantalla. Es Lissa. Descuelgo.

—Lea… —musita, hecha un mar de lágrimas.

—¿Qué te ocurre? —le pregunto visiblemente preocupada.

—Joey está con otra —dice—. Está con otra —repite.

—¿Qué…? Pero…

Estoy sin palabras.

—Me ha estado engañando, Lea. ¡El muy cabrón me ha estado engañando con otra!

—¿Estás segura? —le pregunto, dado que Lissa tiende a exagerar las cosas.

—¡Les he visto con mis propios ojos! ¡Con mis propios ojos!

—Cálmate, Lissa —intervengo—. Estás muy nerviosa…

—He ido a verlo al Bon Voyage para darle una sorpresa —me corta. Las palabras salen como un vertiginoso torrente de sus labios—, y le he pillado comiéndole la boca a la camarera que contrataron hace unos meses. Todo este tiempo ha estado con ella, Lea —dice con desconsuelo—. Por eso estaba tan raro. No era el trabajo, no era la responsabilidad de su nuevo puesto de encargado… Era ella. ¡Era por esa maldita zorra!

—Cariño, cálmate —le vuelvo a pedir.

—No puedo, Lea. No puedo.

Le entiendo perfectamente y puedo imaginarme cómo se siente, pero tengo que tranquilizarla porque se encuentra muy nerviosa.

—¿Dónde estás? —le pregunto.

—En… En Central Park —responde—. Cuando he salido del Bon Voyage, he echado a andar sin rumbo y he venido a parar aquí.

—¿En qué lugar exacto de Central Park?

—En la plaza del Norte, donde está la estatua ecuestre del general William Tecumseh Sherman.

—Vale. No te muevas de ahí. Voy a buscarte —digo.

—No, Lea. Tú tienes que cuidar de James y de Kylie —se apresura a objetar Lissa—. Ya se me pasará.

—No, no, no. No pienses que te voy a dejar sola en estos momentos —la contradigo de inmediato—. James y Kylie se quedan con Gloria. Además, me vendrá bien un poco de aire —añado.

—¿Las cosas no van bien? —me pregunta Lissa.

—Nada bien —asevero—. Pero mejor te lo cuento luego. —añado. Consulto el reloj—. Estoy allí en veinte minutos, ¿vale?

—Vale —accede finalmente Lissa.

Cuelgo con ella y llamo a un taxi para que me venga a recoger a casa. Cuando llego a la entrada que Central Park tiene en la plaza del Norte, veo a Lissa sentada en un banco de madera al lado de la estatua de William Tecumseh Sherman. Tiene el rostro macilento y los ojos rojos de llorar.

Claro, que yo no tengo mejor cara, pienso para mis adentros.

Al verme, se levanta y se lanza a mis brazos.

—¿Cómo estás, cariño? —le pregunto.

—Mal, Lea, muy mal.

—Te entiendo, Lissa —digo, pasándole cariñosamente la mano por la espalda—. Es normal que estés así.

Deshacemos el abrazo. Lissa saca un pañuelo de papel del bolsillo de la chaqueta y se limpia la nariz. La observo durante unos segundos. Me duele mucho verla así. Mucho, porque Lissa es una hermana para mí.

—¿Nos tomamos un café? —sugiero.

—Sí —responde Lissa, al tiempo que asiente con la cabeza.

Cruzamos la avenida Central Park North y entramos en una cafetería que hay al otro lado de la calle. Mientras Lissa se sienta en una de las mesas situadas al lado de las cristaleras, yo pido dos descafeinados con leche.

—Jamás pensé que Joey pudiera engañarme con otra —dice Lissa.

—Es un gilipollas —espeto con rabia—. No se merece que derrames ni una sola lágrima por él.

—Es un cabrón de mierda —dice Lissa furiosa—. Cuando he entrado en el Bon Voyage y los he visto besándose… —Aprieta los dientes—. Me han entrado ganas de matarlos.

—¿Y qué ha hecho él?

—Negármelo. El muy hijo de puta encima es un cínico. —Lissa hace una pausa—. Tengo el corazón roto de dolor —afirma.

—Pasará Lissa. No te preocupes. Antes de que te des cuenta, todo esto habrá pasado, y el dolor también —digo.

—¿Tú crees? —me pregunta con pesimismo.

—Sí. Ya lo verás —la animo, tratando de infundirle confianza—. A tu lado tiene que estar un hombre que te valore, que sepa apreciar todo lo bueno que tienes y no un… —bufo—. ¡Joder, me duele tanto que Joey se haya portado así contigo! —exclamo.

—¿Qué voy a hacer ahora? —se pregunta Lissa, apoyando los codos en la mesa y descansando el rostro en las manos—. ¿Qué voy a hacer sin él? A pesar de todo, le quiero tanto.

—Deja que el tiempo pase —le aconsejo—. Él será el que te de la respuesta. El tiempo lo cura todo.

—Tienes razón —dice Lissa, sorbiendo por la nariz—. El tiempo lo cura todo, pero ahora duele tanto.

Sonrío levemente.

—Tiene que doler, Lissa. Razón de que has amado de verdad. ¿Te acuerdas de lo que decía la Madre Teresa de Calcuta? —le pregunto.

Lissa hace memoria.

—Ama hasta que duela, si duele es buena señal —dice.

—Exacto.

—¿Por qué el amor tiene que doler tanto?

Me encojo de hombros.

—Si no doliera, estaríamos muertas.

Lissa ladea la cabeza y me observa.

—¿Tú también has llorado? —me pregunta ceñuda. Afirmo con la cabeza—. ¿Las cosas con Darrell siguen sin ir bien?

—Vamos a separarnos —contesto.

 

La decisión del señor Baker
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