CAPÍTULO 17

 

 

 

 

 

Nos recomponemos y salimos de la sala de juntas. Cuando atravesamos de nuevo la recepción, Susan y Sarah nos miran como si supieran lo que hemos estado haciendo. Lea y yo no podemos hacer otra cosa más que tratar de reprimir la sonrisa cómplice que cruza nuestras bocas.

Me giro hacia Lea y veo la mirada muda que intercambia con Susan, que tiene el ceño ligeramente fruncido y parece que tiene intención de taladrarla con los ojos. ¿De qué coño va esta mujer?, me digo en silencio.

Nos dirigimos al ascensor, que abre sus puertas justo cuando lo alcanzamos.

—¿De qué coño va esta tía? —me pregunta Lea una vez que estamos dentro, como si hubiera leído mi pensamiento.

—Eso mismo me pregunto yo —digo.

—Si pudiera, me mataría con la mirada —afirma Lea—. No parece que le guste mucho que esté contigo.

El ascensor se detiene en la novena planta, las puertas metálicas se abren, interrumpiendo nuestra conversación, y entra un grupo de empleados que trabajan en el departamento de informática, entre los que se encuentra John.

—Buenas… Buenas noches, señor Baker —me saluda.

—Buenas noches, John —digo.

Se rasca la nunca mientras el resto del grupo mantiene la compostura ante mí, emitiendo una sucesión de carraspeos nerviosos.

Las puertas vuelven a abrirse al llegar al sótano, donde está el parking. Los trabajadores van saliendo uno por uno y se dirigen a sus coches, y Lea y yo a mi Jaguar.

—¿A qué restaurante vas a llevarme? —le pregunto, cuando estoy a punto de arrancar el motor.

—Al Yellow Cab 267 —contesta. Enarco las cejas y trato de hacer memoria, pero el nombre no me suena de nada—. ¿Nunca has oído hablar de él? —me pregunta Lea al reparar en la expresión de mi rostro.

—No, nunca.

—Es un restaurante situado en el SoHo. Ya  verás… Te va a encantar —dice Lea—. Está en Green Street, una calle perpendicular a Manhattan Aveniue.

—¿La cruza el puente Pulaski? —le pregunto, haciendo un mapa mental de la zona.

—Sí, así es.

 

 

 

El Yellow Cab 267 es un restaurante situado en una de las mejores zonas de Manhattan, en pleno SoHo, en el Nueva York más activo. Es pintoresco y la decoración simula ser una especie de vieja fábrica, con vigas metálicas recorriendo el techo y paredes ribeteadas de remaches, pero llena de color y sofisticación, embebida en un ambiente informal y cosmopolita.

La iluminación, emitida por unas lámparas metalizadas que cuelgan sobre las mesas, es cálida y acogedora. En una de las paredes, de ladrillo cara vista, se puede leer el nombre Yellow Cab 267 en letras de neón amarillas.

—¿Qué desean? —nos atiende el metre.

—Queríamos una mesa para dos —responde Lea.

—Síganme, por favor —nos dice el hombre con suma amabilidad.

Nos conduce hasta una mesa amplia, pese a que sea para dos comensales, que está junto a las ventanas. Los asientos son pequeños sofás de cuero negro.

—¿Desean tomar algo mientras escogen lo que quieren cenar?

—¿Tienen algún tinto de Borgoña? —pregunto.

—Sí, señor —afirma el metre—. ¿Qué le parece un Ponsot?

—Perfecto —respondo.

El hombre se aleja con el recado.

—¿Te gusta? —sondea Lea.

—Sí, es vitalista y está lleno de color y, además, si tienen vino de Borgoña, es perfecto.

—Me alegra haber acertado —confiesa Lea, sonriente—. Lo vi por Internet y reconozco que me encantó. No sé… La atmósfera, la luz, la decoración…

El metre se acerca con la botella de Ponsot y nos sirve un poco a cada uno. Toma nota de los platos que hemos elegido de la carta y cuando se va, levanto la copa para hacer un brindis.

—Por ti —digo—. Porque no cambies nunca. Feliz cumpleaños, mi pequeña loquita.

Lea imita mi gesto y choca el borde de su copa con la mía.

—Gracias.

Bebemos un sorbo de vino dedicándonos una mirada mezcla de complicidad y sensualidad a partes iguales.

 

 

 

Lea se lleva un trozo de filete untado en salsa verde a la boca. Mientras mastica, levanta la mirada hacia mí.

—Por cierto, ¿tengo que preocuparme de Susan? —me pregunta.

Su interrogante me sorprende.

—¿Por qué habrías de preocuparte por ella? —digo con voz neutra.

Lea apoya el cuchillo y el tenedor en el plato.

—Porque está enamorada de ti  —afirma suspicaz. Guardo silencio—. Lo está, ¿verdad? —insiste, mirándome fijamente a los ojos.

Me encojo de hombros, quitándole importancia. De hecho, no tiene ninguna, por lo menos para mí. Que Susan esté o no encaprichada conmigo es algo que me da absolutamente lo mismo, y así se lo expongo a Lea.

—¿Y qué más da si está o no está enamorada de mí?

—¿Todas tus respuestas van a ser preguntas? —arguye ella. Sin embargo lo hace en un tono distendido, lo que me indica que no va a hacer una tragicomedia del asunto. Lo cual le agradezco, porque no quiero que mi secretaria se convierta en un motivo de discusión.

—Me trae sin cuidado si Susan está o no está enamorada de mí —respondo finalmente, con toda la pereza del mundo.

—Entiendo tu indiferencia —dice Lea—. Al fin y al cabo, es a mí a quien tu secretaria querría matar. Si pudiera, lo haría con la mirada.

—¿Estás celosa? —pregunto.

—¿Yo? Para nada.

Me llevo la mano a la boca y reprimo la risa que me está entrando ante la actitud de Lea.

—Tu tono de voz no dice eso —le vacilo.

—No estoy celosa, Darrell —salta rápida como una escopeta de feria. Sus ojos destellan un brillo de orgullo. Eleva ligeramente la barbilla—. Aunque si sigue mirándome de la forma que lo hace, le sacaré la piel a tiras con un pelapatatas.

No puedo evitar reír ante su ocurrencia. Reconozco que es la mar de divertido ver a Lea celosa. Es como una niña pequeña.

De repente, la expresión de su rostro se torna seria. Al reparar en ella, cambio mi tono de voz.

—No estás celosa pero… quieres preguntarme algo, ¿cierto? —intuyo.

Cuando comienza a morderse el interior del carrillo, sé que no me equivoco. Alzo las cejas, a la espera.

—¿Susan es una de las chicas a las que has hecho tu proposición? —me pregunta cautelosamente.

—No —niego tajante.

—¿Y en algún momento te… planteaste hacérsela?

—¿A Susan? ¡No, por Dios! —exclamo.

El tono de Lea se vuelve más apagado.

—Bueno, es muy guapa —alega—. Con esos ojos azules y ese pelo rubísimo y perfectamente liso… ¿Por qué no habría de ser una buena candidata?

Cojo la servilleta, me limpio la comisura de los labios y la dejo de nuevo al lado del plato, sin apartar un segundo la mirada de Lea.

—Como te dije en su día —comienzo a explicarle, apoyando los codos en la mesa—, no me valía cualquiera. No todas las mujeres eran susceptibles de ser… candidatas, como tú dices, a hacerles mi proposición.

—¿Y cómo tenían que ser? —le interesa saber de pronto.

Frunzo el ceño, extrañado. ¿A qué viene esto ahora, después de tanto tiempo?, me pregunto para mis adentros. ¿Qué es lo que le pasa?

—Desde luego, no como Susan —respondo de manera categórica.

—¿Es porque es rubia? ¿No te gustan las rubias? —sigue preguntándome—. ¿Y Sarah? Ella es morena…

—Me da igual si una es rubia y la otra es morena —me adelanto a decir—. Ninguna de las dos me ha gustado nunca y jamás se me ha pasado por la cabeza hacerles mi proposición. 

Lea se queda pensativa durante unos instantes, pero no está conforme. Sus rasgos suaves están teñidos del resplandor amarillo de las luces de neón que cae sobre su rostro.

—¿Cómo eran las mujeres a las que les hacías la proposición? ¿Eran como yo? —persiste obstinada.

—Ninguna era como tú —afirmo.

—Entonces…

—Ninguna tenía tus ojos ni tu pelo de color bronce —le corto con suavidad—, ninguna tenía tu naturalidad ni tu espontaneidad, ninguna tenía tu sonrisa, ni tenía el corazón que tienes tú, ninguna logró hacerme sonreír como lo lograste tú… —Hago una pausa. Lea suspira—. Vamos Lea, no puedes pararte a pensar en eso ahora —digo—. Es algo que queda muy lejos.

—Sí, pero es algo que ha formado parte de tu vida —opina cabezota.

—Claro, como tantas otras cosas —apunto—. ¿Y qué? ¿Crees que ahora se me ocurriría proponerle algo semejante a una mujer? ¿Sea rubia, morena o pelirroja?

—No, por supuesto que no… —se adelanta a negar. La miro fijamente y alzo las cejas en un gesto conclusivo—. ¡Joder! ¡Joder! ¡Joder! Lo único que hago hoy es discutir por gilipolleces —se lamenta.

Resopla y se pasa la mano por la frente.

—Eh, todo el mundo tiene un mal día —la animo con una sonrisa.

Cojo su mano, me la llevo a los labios y la beso con suavidad.

—Tienes razón, pero casualmente es mi cumpleaños —subraya—. ¿No podía haberme dado por discutir por tonterías mañana? Está claro que no me han caído muy bien los veinticuatro…

—Te han caído estupendamente —digo—. No hay más que verte. —Lea hace una mueca con la boca y después sonríe—. Vamos a pedir una botella de champán, que todavía tenemos mucho que celebrar —sugiero, dejando atrás el tema—. La noche no ha hecho más que empezar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La decisión del señor Baker
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