CAPÍTULO 45
Llegamos a Nueva York sobre las ocho y media de la tarde. El cielo aquí nos da la bienvenida con un color plomizo que amenaza lluvia, aunque por fortuna la temperatura es cálida.
Bajamos del jet privado en el hangar que el aeropuerto John F. Kennedy tiene destinado para ello. Al final de la pista, Woody nos espera pacientemente. En cuanto nos ve, echa a andar hacia nosotros para hacerse cargo de las maletas.
—Bienvenido, señor Baker —me saluda cuando nos alcanza.
—Gracias —correspondo.
Se dirige a Lea.
—Señora Baker.
—Hola, Woody —responde ella, con su naturalidad de siempre.
Woody nos abre la puerta del Jaguar. Le cedo el paso a Lea y después entro yo.
—¡Tengo unas ganas locas de ver a nuestros pequeños! —dice Lea excitada, ya en el interior del coche—. De besarlos, de abrazarlos...
—Yo también —reconozco—. Los he echado de menos. Más de lo que esperaba… —añado.
—¡Qué ganas de tenerlos entre los brazos!
Lea me dedica una sonrisa de oreja a oreja. No puede disimular que está impaciente por ver a James y a Kylie. Sus ojos brillan como los de una niña pequeña. Hemos estado veintiún días lejos de ellos y, aunque hemos sabido en todo momento cómo se encontraban, es cierto que tenemos la necesidad de tenerlos en brazos y, como dice Lea, de besarlos, de abrazarlos…
Al entrar en el ático, Lea echa a correr hacia el salón, donde está mi madre con los pequeños.
—Hola, Janice —la saluda rápidamente, se acerca y le da un beso fugaz en la mejilla.
—Hola, cariño —responde mi madre.
—Ohhh, mis pequeños… —murmura al llegar a la cuna. Se inclina y da un beso a cada uno. Coge a Kylie, la primera que la reclama—. Princesa… —dice, con la voz deshecha de amor. Mientras la mece en brazos, sus ojos se humedecen—. Os he extrañado tanto…
Me aproximo a mi madre y la saludo con un par de besos y un abrazo. Después me encargo de James, que se acaba de despertar. Lo cojo, acerco su rostro al mío para sentir su calor y su olor… Huelen tan bien. Yo también les he echado de menos.
—Hola, campeón —le digo—. ¿Qué tal estás? ¿Bien? ¿Sí?
James reacciona al sonido de mi voz y rueda los ojos hacia mí. Abre su boquita y me sonríe. Juraría que me ha reconocido. Acerco mis labios a su cara y le beso en la mejilla rosada y rechoncha.
—Han crecido —asevera Lea, mirándome.
Sus ojos bronce aún se ven vidriosos, aunque ha conseguido no llorar.
—Sí —afirmo—. Y sus rostros también han cambiado.
—Sí, están más hermosos que cuando nos fuimos —dice Lea con amor de madre.
—¿Qué tal el viaje de vuelta? —nos pregunta mi madre mientras nos sentamos a la mesa para cenar, cuando ya hemos dormido a James y a Kylie.
—Muy bien —contesto.
—¿Habéis disfrutado?
—Ha sido una luna de miel maravillosa —interviene Lea, después de meterse en la boca una cucharada de crema de guisantes.
—Me alegro de que lo hayáis pasado bien —comenta mi madre.
—Muchas gracias por cuidar tan bien de los pequeños —le agradece Lea con sinceridad—, y por aguantar con estoicidad y buen humor nuestras veinte llamadas por… hora.
Lea arruga la nariz. Mi madre se ríe con expresión indulgente.
—Ya sabes que para mí ha sido un placer, Lea —le dice, sonriente—. Primero como abuela y segundo porque James y Kylie son un amor. Además, Gloria me ha ayudado mucho. Y tranquila, entiendo las veinte llamadas por hora… Yo también soy madre y sé lo que cuesta alejarse de un hijo, sobre todo cuando son tan pequeños. De hecho, cuando me vaya, voy a ser yo la que los eche de menos. Por cierto, hijo, ¿podrías llevarme mañana a Port St. Lucie? —me pregunta.
—No hay problema —respondo.
Lea se limpia las comisuras de la boca.
—Janice, ¿no quieres quedarte unos días más? —sugiere.
—Me encantaría, pero tengo un marido que atender en Florida —responde mi madre con amabilidad. Bebe un trago de agua y deja el vaso en la mesa—. No me quiero ni imaginar cómo estará la casa. Menos mal que le dije a Louisa, la chica de la limpieza a la que llamo para que me ayude de vez en cuando, que se dé una vuelta por casa un par de días a la semana. De todas formas, muchas gracias.
—Sobra decir que podéis venir cuando queráis —dice Lea—. Siempre seréis bienvenidos.
—Sin embargo, tendrá que ser en la casa nueva —tercio.
—¿Cuándo tenéis pensado mudaros? —se interesa mi madre.
Se levanta y nos sirve un par de filetes de pavo en salsa verde que ha dejado hechos Gloria antes de irse.
—Ya mismo —le informo—. Esta misma semana comenzaremos con la mudanza. Ya tengo contratada la empresa que va a llevarla a cabo.
—Os esperan días pesados… —comenta mi madre.
Lea resopla.
—Tienes razón —dice—. Pero cuanto antes empecemos, antes terminaremos.
—¿No sería mejor que descansarais unos días y esperarais un poco para hacer la mudanza? —nos aconseja mi madre—. Acabáis de llegar de la luna de miel.
—Tenemos que hacerla cuanto antes —le explica Lea—, porque después yo comienzo las clases en la universidad y lo voy a tener más difícil para organizarlo todo. El último curso de la carrera es complicado —agrega.
—No te preocupes por el último curso de la carrera. Ya sabes que yo me ofrezco voluntario como profesor… —digo, con doble intención.
Le guiño un ojo.
—¡Darrell! —masculla entre dientes a media voz.
Baja la cabeza y de reojo mira a mi madre, ruborizada.
Sonrío sin apartar la vista de su rostro.
¿Cómo puede ser tan tímida?, me pregunto, y ¿cómo me puede gustar tanto esa timidez? ¡Joder, es tan adorable! ¡Tan excitante! Es tan ella cuando se sonroja.
—Creo que retomar tus estudios es una de las mejores decisiones que has podido tomar —le dice mi madre a Lea en tono visiblemente maternal.
—Sí, es algo que tenía en mente desde que me quedé embarazada y pienso que ahora es el mejor momento —afirma Lea—. Además, tengo muchas ganas. Estoy muy ilusionada por poder finalizar mis estudios.
—Lea tiene un futuro brillante —asevero—. Pero no quiere trabajar en mi empresa —ironizo.
Parto un trozo de filete, me lo llevo a la boca y miro a Lea por el rabillo del ojo.
—Ya hemos hablando de ello, Darrell —se adelanta a decir con templanza—. Quiero empezar de cero. No me gusta que me den las cosas hechas. No me hace sentir bien. Prefiero ganármelas por mí misma, sin enchufes ni ningún tipo de tráfico de influencias —explica.
—Lea, mi empresa es cien por cien privada, puedo contratar a quién me dé la gana —objeto—. Cualquier tráfico de influencias es inexistente. En mi empresa mando yo.
—Lo sé. Pero bueno, Darrell, ya me entiendes… No quiero tener un puesto en tu empresa simplemente por ser tu esposa —alega Lea.
—Te aseguro que con tu expediente, te contrataría aunque no fueras mi esposa —manifiesto.
—No es malo que quiera crecer profesionalmente fuera de tu amparo…
—Claro que no es malo —tercia mi madre, dándole la razón a Lea—. Es lógico que quieras labrarte una carrera profesional por tus propios medios.
—Gracias, mamá —digo con ironía.
—Darrell, Lea tiene razón. —Pongo los ojos en blanco—. Todavía recuerdo cuando Randy quiso ayudarte en tus comienzos. Te ofreció un puesto en una empresa de publicidad de un amigo y te negaste rotundamente.
Lea gira el rostro hacia mí, ladeando la cabeza, y me mira con ojos ciertamente fiscalizadores.
—Eso era distinto —me justifico.
—¿Distinto? Distinto, ¿por qué? —me pregunta Lea.
—Porque Randy no era mi esposo.
—Pero era tu padrastro —interviene mi madre.
—Creo que alguien tiene que hacer todavía algún ejercicio de empatía —dice Lea.
—Sigo pensando que donde mejor estarías trabajando sería en mi empresa —atajo.
Lea sacude la cabeza con dos movimientos hacia los lados y resopla. Entonces sé que deja el tema por imposible.