CAPÍTULO 58
Mientras doy vueltas y vueltas por Central Park, guiado por el desasosiego al ritmo de un millón de hormigas que me recorre el cuerpo, un carrusel de recuerdos de Lea aparece en mi mente, haciendo resurgir los maravillosos momentos que he vivido a su lado. Hasta mi cabeza viene cuando la vi en el Gorilla Coffee, cuando dijo que aceptaba mi proposición, cuando la besé y la tuve entre mis brazos por primera vez mientras temblaba como una hoja al viento, cuando se fue de casa huyendo de mí y del amor que sentía, cuando me dijo que estaba embarazada, cuando le pedí matrimonio en casa de su tía Emily; el nacimiento de nuestros pequeños, la boda, la luna de miel…
—Mi pequeña loquita… —murmuro.
Tengo la sensación de que el tiempo se ha detenido de golpe, o de que corre en mi contra. En nuestra contra. ¿Por qué tengo este presentimiento? ¿Por qué mi instinto me dice que Lea está en peligro?
De camino al coche, mi teléfono móvil vuelve a sonar. Lo extraigo de la americana. Solo espero que no sea Susan con una de sus estupideces. Miro la pantalla. El corazón me da un vuelco cuando reparo en que es Lea.
—Lea, mi amor… ¿Dónde estás? —le pregunto acelerado nada más de descolgar.
—Hola, guaperas…
El corazón se me para en seco, deja de latir durante unos segundos al oír la voz ajada, el marcado acento extranjero en la pronunciación y esa forma irónica de llamarme que reconozco de inmediato, porque era la misma que utilizaba en la cárcel.
—Stanislas… —siseo entre perplejo y sorprendido.
—El mismo —responde.
Mi cabeza trata de procesar rápidamente todo lo que significa escuchar a Stanislas al otro lado de la línea. De pronto, el miedo me golpea como un puñetazo en el estómago.
—¡¿Qué cojones haces con el teléfono de mi esposa?! —le pregunto. Aunque tengo clara la respuesta.
—Tenía muchas ganas de saber ti, guaperas —dice sin inmutarse.
—¿Quieres que vuelva a rediseñarte la nariz? —salto con mordacidad, acordándome de la vez que se la rompí.
—Deberías ser más amable conmigo, guaperas —apunta con burla—. Más teniendo en cuenta que tu preciosa mujer está aquí, a mi lado —agrega, con la seguridad de quien sabe que tiene la situación de su lado. Su voz rota y rastrera hace que me bulla la sangre en el interior de las venas.
—Si le haces algo, lo que sea… Si simplemente le tocas un pelo, un solo pelo, no vivirás lo suficiente para contarlo —le amenazo con los dientes apretados, sin poder contenerme.
—Cálmate —dice sosegado—. Haz lo que te diga, del modo en que te diga y te la devolveré entera… o casi entera.
—¡Hijo de puta! —exclamo.
Stanislas continúa hablando.
—Quiero quince millones de dólares en metálico. ¿Me has oído bien? Quince —enfatiza—. Si metes en esto a la pasma, tu hermosa mujer morirá. Sabes que no me temblará el pulso si tengo que rebanarle el cuello. O quizás te la mande en trocitos, como en los secuestros de las películas —se burla con sarcasmo—. Primero un dedo, luego otro, luego una oreja, un ojo...
Contraigo las mandíbulas.
De repente, hay un momento de confusión al otro lado del teléfono. Aguzo el oído. Escucho la voz ahogada de Lea nombrándome a través de lo que supongo que es una mordaza.
—¡Cállate, zorra! —le ordena Stanislas con malas pulgas.
Oigo el sonido de un bofetón y un sollozo.
—¡No la toques, maldito hijo de puta! ¡No la toques! —le grito, con la voz llena de rabia y de impotencia—. No se te ocurra…
—Pues que tenga la boca cerrada —me corta Stanislas.
—¿Dónde quieres que te lleve el dinero? —le pregunto con prisas, porque esto tiene que acabar ya.
—No tan rápido, guaperas —me frena, consciente de mi ansiedad—. Las cosas se van a hacer a mi manera —dice, regodeándose en mi sufrimiento—. Estate pendiente del teléfono; ya tendrás noticias mías. Mientras tanto, me pensaré si me divierto un rato con tu mujer…
—¡Cabrón, no la toques! ¡No…!
La llamada se corta del golpe, dejándome con la palabra en la boca. Me quedo un rato con el teléfono pegado a la oreja.
—No puede ser… —murmuro para mí. Sacudo la cabeza de un lado a otro, negando—. No puede ser que Stanislas tenga secuestrada a Lea. No puede ser que esté en sus manos.
Recuerdo las miradas amenazadoras que me dirigía en la cárcel; como si le debiera algo, la advertencia de Ed de que era un tipo de cuidado, como observaba a Lea…
¡Dios! ¡No! ¡No! ¡No!
Cuando logro reaccionar, echo a andar de nuevo hacia el coche. Lo abro y entro en él apresuradamente. Arranco sin perder un segundo y salgo del aparcamiento como una bala, ganándome los bocinazos de varios vehículos que tienen que frenar de golpe para no chocarse conmigo.
Mascullo una maldición.
Llego a la empresa con la rapidez de una centella. En el amplio vestíbulo me cruzo con un par de ejecutivos que me saludan obsequiosamente y a los que ignoro.
—Han secuestrado a Lea —digo a Michael cuando entro en su despacho.
—¡¿Qué?! —dice Michael, ceñudo—. ¿Qué estás diciendo, Darrell?
De unas cuantas zancadas me acerco a su mesa.
—¿Te acuerdas del hijo de puta al que le rompí la nariz en la cárcel?
—Como para olvidar su cara. Se llamaba Stanislas, ¿no?
—Sí.
—¿Él es el que ha secuestrado a Lea?
Michael no sale de su asombro.
—Sí.
—¿Cómo…? ¿Cómo lo sabes? —me pregunta.
—Me acaba de llamar desde el teléfono de Lea —respondo.
—¡Me cago en la puta!
—¿Te das cuenta de que ese miserable tiene a mi pequeña? ¡Joder! —prorrumpo dando vueltas de un lado a otro del despacho—. Recuerdo cómo miraba a Lea cuando iba a verme a la cárcel. No le quitaba el ojo de encima. Era un puto descarado, ¡y un baboso! Tengo miedo de que pueda hacerle algo, Michael… De que pueda… —Bufo con fuerza entre dientes—. Lea tiene que estar aterrada —comento.
—Lea es fuerte, Darrell.
—Tienes razón, Lea es una mujer muy fuerte —digo—. Pero ese malnacido no tiene escrúpulos. La animadversión que sentía hacia mí la patentizó todo el tiempo que coincidimos en la cárcel con sus miradas amenazadoras, sus empujones velados, sus cuchicheos… Solo espero que no vierta en Lea toda esa ojeriza. No me quiero ni imaginar cómo tiene que estar mi pequeña. Cuando estaba hablando con él he escuchado como le pegaba una bofetada porque ella ha tratado de llamarme.
—¡Cabrón!
La voz de Michael está llena de ira.
—Estoy desesperado —digo.
—¿Has avisado ya a la policía? —me pregunta.
—No.
—Darrell, tienes que contarle a la policía que Lea está secuestrada por Stanislas.
—¡No puedo! Ese hijo de mala madre ha amenazado con matar a Lea si voy a la policía.
—Pero el teniente Craig tiene que saberlo —insiste Michael.
—Tengo miedo de que ese cerdo lleve a cabo su amenaza. Stanislas no se lo pensará dos veces si tiene que matarla —digo. Guardo silencio un momento—. No, por ahora no voy a decirles nada —sostengo. Me giro hacia Michael—. Llama a Citigroup, que me preparen quince millones —le pido.
—Ese cabrón sabe con quién está tratando, no se conforma con calderilla —comenta Michael.
—Daría todo lo que tengo, absolutamente todo, hasta el último centavo, a cambio de la libertad de Lea —asevero contundente.
—¿Cuándo tienes que entregárselos?
—No lo sé… No me lo ha dicho. Volverá a llamarme para concretar día y lugar —digo. Chasqueo la lengua—. Stanislas se está divirtiendo con todo esto, Michael. Tenías que haberle oído hablar… Su ironía, su mordacidad, y todo teñido de esa voz rota que detesto. Te juro que le haría tragar su propia lengua.
—Tranquilo. Ya pagará por todo esto, de una forma u otra —apunta Michael.
—Si le hace algo a Lea, si le toca un solo pelo, no sé de lo que sería capaz, Michael. No lo sé… Lo mataría con mis propias manos —afirmo. Mientras hablo, viene hasta mi mente lo que pasó hace algún tiempo—. ¿Cómo no he caído antes? —murmuro.
—¿Qué? —me pregunta Michael, que no entiende qué estoy diciendo.
Me llevo las manos a la cabeza y me vuelvo hacia él, desesperado.
—El día que llevé a mi madre a Port St. Lucie, cuando regresé, al dejar el coche en el parking del ático, noté… no sé, como una presencia… Fue algo extraño… —Me paro unos instantes a reflexionar—. Nos están acechando desde hace meses, Michael —asevero, clavando mis ojos en los suyos.
—Pero… ¿por qué no hiciste nada? —inquiere Michael—. Podías haber dado parte a la policía o haber contratado una escolta.
—Porque no le di importancia —respondo—. Estaba agotado. Había estado conduciendo durante horas y pensé que sería simplemente alguien que estaba en el parking dejando su coche. Podía ser cualquiera, pero es cierto que percibí algo extraño.
Continúo dando zancadas de un extremo a otro del despacho, comido por la impaciencia.
—Ese hijo de puta de Stanislas ha estado vigilando vuestros movimientos —dice Michael.
—No creo que haya sido él. Por aquel tiempo aún debía de estar en la cárcel pagando su condena, pero desde luego sí eran sus secuaces —razono crispado—. ¡Maldita sea! Lo tenía todo planeado.
Me detengo frente a la mesa de madera y doy un fuerte puñetazo.
—Darrell, de nada sirve lamentarse de eso —apunta Michael.
—Es verdad. Ahora hay que atajar el problema —digo con los ojos entornados—. Habla con el banco. Quiero esos quince millones de dólares listos para ya. Tengo que tenerlos preparados para cuando me llame de nuevo Stanislas.