CAPÍTULO 16

 

 

 

 

Cuando nos internamos en la sala de juntas, me olvido completamente de la actitud de Susan y me centro en Lea y en las enormes ganas que tengo de quitarle el vestido. Nada es capaz de distraer mi atención de ella.

Me giro y cierro la puerta con el pestillo. Lentamente, vuelvo el rostro hacia Lea y le dedico una mirada llena de lujuria.

—Aquí nadie va a entrar —murmuro, acercándome sigilosamente a ella.

Lea se muerde el labio inferior.

—Es usted un hombre de muchos recursos, señor Baker —dice.

—No lo sabe bien, señorita Swan —respondo, avanzando hacia ella, que permanece de pie en mitad de la sala—. No sabe de lo que soy capaz para conseguir lo que deseo… Y en estos momentos la deseo, más que nada en el mundo.

Al llegar a su altura, la cojo de la cintura y la atraigo hacia mí, pegándola completamente a mi cuerpo.

—Oh, mi impaciente Hombre de Hielo… —susurra con los ojos brillantes.

El Hombre de Hielo siempre consigue derretirse en tus manos —mascullo en su boca.

La sujeto por la nunca y atrapo sus labios sonrosados, que me esperan tibios, húmedos, ansiosos… sin apenas darnos de sí. Lea pasa los brazos por mi cuello y me aprieta contra su rostro.

Bajo la mano hasta sus piernas y, sin dejar de besarla, comienzo a subirle el vestido.

¡Qué ganas tengo de deshacerme de él! ¡A veces la ropa puede llegar a estorbarme tanto!

Le cojo el muslo y se lo levanto hasta mi cadera, acariciándoselo una y otra vez. De pronto, mi cuerpo reacciona al deseo y mi erección se manifiesta de golpe. Paso las manos por su trasero y aprieto la pelvis de Lea contra mi miembro en guardia.

—¿Ya estás listo? —me pregunta con una voz mezcla de triunfo y de picardía.

—Yo siempre estoy listo —respondo con voz ronca—. ¿Y tú?

Introduzco la mano por su braguita y palpo su sexo. Sonrío traviesamente cuando compruebo que está completamente húmeda.

—Veo que tú también estás lista —le susurro al oído voluptuosamente.

—Para ti, siempre —afirma.

—Eres una buena chica.

De un impulso, la cojo, pongo sus piernas alrededor de mi cintura y la llevo hasta la enorme mesa de la sala de juntas. Aparto una silla y la tumbo sobre la superficie de cristal.

Lea suspira quedamente y me mira rendida, entregada, dispuesta a que le haga todo lo que se me ocurra, a darnos el mayor de los placeres. Me desabrocho el cinturón de cuero y el botón del pantalón y lo hago descender hasta la mitad de los muslos.

La sitúo al borde de la mesa, le levanto las piernas y las coloco sobre mis hombros. Antes de que reaccione, la penetro profundamente. Lea se arquea con la embestida y suelta el aire de los pulmones.

—¡Diosss! —respira.

Salgo y vuelvo a entrar en ella, recreándome en la expresión de satisfacción de su cara.

Apoyo las manos encima de la mesa, una a cada lado de su cuerpo, y comienzo a bombear una y otra vez sobre su pelvis. La posición me permite penetrarla hasta al fondo, lo que hace que las embestidas sean más placenteras para ambos.

Los ojos de Lea se eclipsan y la respiración se acelera mientras mi corazón también comienza a latir desbocado, fruto del esfuerzo.

Al ver que sus músculos se tensan, subo el ritmo y me muevo más rápido. Llevo un dedo hasta su sexo y se lo introduzco despacio junto con mi miembro. Aunque está muy mojada, lo hago lentamente para que no le duela.

Lea gime de absoluto placer con la doble fricción que le estoy produciendo.

—¿Estás bien? —le pregunto entre jadeos.

—Sí —responde, agitando la cabeza arriba y abajo, extasiada.

Un rato después, el cuerpo de Lea se pone rígido para seguidamente curvarse como si fuera un puente. La panorámica es espectacular con las luces y los edificios de Nueva York a su espalda, haciendo de telón de fondo. Fijo mis ojos en su rostro, que empieza a desencajarse por el placer. Entonces intuyo que está a punto de correrse. La ayudo moviendo el dedo y mi miembro a la vez dentro y fuera.

—Me voy —musita con los dientes apretados—. Oh, Dios, Darrell, me voy. Me voy…

Estira los brazos y se aferra a los extremos del cristal hasta que los nudillos se le ponen blancos. Finalmente estalla. Le veo morderse el labio inferior con fuerza para no gritar y evitar así que se le escuche al otro lado de la puerta.

Mientras se desahoga y su cuerpo se abandona al placer más profundo, yo me agarro a sus muslos y sigo inmiscuyéndome en sus entrañas sin detenerme.

La respiración se me acelera vertiginosamente hasta que los jadeos culminan en un fuerte orgasmo que me sacude de la cabeza a los pies, como si me recorriera una descarga eléctrica. Contraigo las mandíbulas y aprieto los labios para ahogar el gemido que pugna por salir de mi garganta.

Como buenamente puedo trato de calmarme y miro a Lea, que me está observando con el rostro sonrojado. Resoplo, bajándole las piernas.

—Me encanta la cara que pones cuando te corres —dice sin aliento.

Alzo las cejas sorprendido y esbozo media sonrisa.

—Te estás convirtiendo en una pequeña diablilla —afirmo, subiéndome la cremallera y abrochándome el botón del pantalón.

Le cojo la mano y tiro de ella para acercarla a mí. Sus nalgas resbalan como una pluma sobre el cristal.

—Tú me estás convirtiendo en una diablilla —dice con ironía—. El mérito es tuyo.

—¿Eso es lo que piensas? —le pregunto.

Lea afirma varias veces con un ademán de la cabeza.

La sujeto por la cintura y me acomodo entre sus piernas. Lea se humedece los labios. Me inclino y la beso sin decir nada. Jugueteo con su lengua durante un rato, le muerdo el labio inferior y siseo.

—Quizás tienes razón… —alego con voz susurrante—. Pero no deberías provocarme del modo en que lo haces —me justifico en tono mordaz.

—¿Yo? ¿Provocarte? —repite Lea, abriendo mucho los ojos.

Atrapa la corbata roja que llevo puesta y tira de ella coquetamente.

—Sí —me reafirmo—, me provocas con estos ojos de color bronce, con esta boquita de piñón —comienzo a enumerar en voz baja, pasando el pulgar por sus labios—, con estos pechos pequeños que se amoldan a mis manos a la perfección. —Los acaricio suavemente por encima de la tela—, con estos vestiditos de muñeca que te pones. —Aspiro con los dientes apretados. Lea sonríe y en la expresión de su rostro adivino que mis palabras le están halagando. —Adoro estar metido entre tus piernas… —asevero.

—Darrell…

Lea sube las manos, introduce los dedos entre los mechones de mi pelo y me acaricia la cabeza. Apoyo mi frente en la suya y suspiro.

—Tenemos que irnos —dice Lea—. O nos quedaremos sin mesa en el restaurante al que te quiero llevar. —Asiento ligeramente—. Luego habrá más —propone.

—Por supuesto —convengo—. Es tu cumpleaños, mi pequeña loquita. Tenemos que celebrarlo por todo lo alto. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La decisión del señor Baker
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