CAPÍTULO 2
El azul oscuro de la noche ha caído sobre la ciudad desde hace un buen rato. El murmullo ininterrumpido e inagotable de Nueva York, que se apresura a colarse por las ventanas, contrasta con el silencio en el que está sumido a estas horas la clínica.
—Coge a Kylie mientras yo doy de mamar a James —dice Lea.
—Lea, yo no… Yo nunca he cogido a un bebé —me adelanto a decir con un matiz de alarma en la voz.
—¿Ni siquiera a tus sobrinos?
—No —niego—. Ya sabes que antes no se me daban muy bien este tipo de cosas.
Lea me mira con una sonrisa en los labios. Sus ojos tienen una expresión comprensiva.
—Tranquilo, Darrell. Es un bebé, no una bomba de relojería. No va a estallar —bromea, con ese sentido del humor que no la abandona nunca.
—Ya, pero… —titubeo.
Antes de que termine la frase, Lea se inclina hacia mí y me pone a Kylie en los brazos.
—¿No le haré daño? —pregunto, sentado en el sillón que hay en la habitación de la clínica. Una estancia de paredes pintadas de color lila, con una luz acaramelada y todo tipo de comodidades.
Lea niega con un ademán de la cabeza.
—No —responde sonriente—. Los bebés son frágiles, pero no tanto como parecen. Hay que tener cuidado con la cabecita, eso sí.
—Qué pequeña es… —murmuro cuando la cojo.
Oh, Dios, qué pequeña es…
La contemplo durante un rato y noto como el corazón se me derrite dentro del pecho al verla entre mis grandes brazos. Parece perderse en ellos.
—Hola, pequeña —le digo.
Kylie abre sus grandes ojos. Son azules como los míos. Acerco la mano a su carita y le acaricio la mejilla con suma delicadeza. Después me inclino y le doy un beso.
—Se te ve tan tierno —comenta Lea.
Alzo la vista. Lea me está mirando con ojos de ensoñación. Sonrío levemente sin despegar los labios.
—Es que son tan pequeños… —digo—, tan frágiles, tan indefensos…
—Son un pedacito de nosotros —afirma Lea.
—Sí, un hermoso pedacito de nosotros.
En esos momentos, James comienza a llorar, reclamando la atención.
—Creo que alguien tiene hambre —dice Lea.
Se da media vuelta y se dirige hacia la cuna. Se inclina y coge a James en brazos. Se sienta en el sillón que hay al lado de su cama, se saca el pecho derecho y le da de mamar. La estampa es… preciosa. Como pocas he contemplado en mi vida. Y sensual; tremendamente sensual. Siento tanto amor por Lea que tengo la sensación de que en cualquier momento se me va a abrir el pecho en canal ante la fuerza de este sentimiento tan impetuoso. Sigo sin saber exactamente qué es ese algo indefinible que posee y a lo que no me puedo resistir.
Lea levanta la vista.
—¿En qué estás pensando? —me pregunta, cuando repara en que no soy capaz de apartar la mirada de ella.
—En lo sensual que estás —asevero con una nota de lujuria en la voz.
—¿Sensual? —repite Lea algo extrañada.
—Sí. Mucho —respondo, reafirmando lo que he dicho—. La maternidad te ha embellecido más todavía —añado.
—Gracias.
Lea se sonroja y baja la cabeza. Sonrío con picardía al advertir su rubor.
Mientras da de mamar al pequeño James, que agarra el pecho con ganas, yo jugueteo con Kylie. La contemplo asombrado mientras mueve los ojos de un lado a otro, curiosa, descubriendo el mundo que hay a su alrededor.
—Mi amor… —digo, para ver cómo reacciona al sonido de mi voz.
Es tan pequeña y tan dulce…
Sería capaz de hacer cualquier cosa por ellos, por mis pequeños. Apenas tienen unas horas de vida y ya los amo, porque son parte de mí y parte de Lea. Tengo que procurarles lo mejor.
—Mañana voy a hablar con un agente inmobiliario para ir viendo lo de la casa con jardín que quiero comprar —le digo a Lea—. Quiero que nuestros pequeños tengan un enorme jardín en el que puedan jugar y correr a sus anchas.
—Ya lo hablamos y sabes que estoy de acuerdo, que lo que decidas hacer me parece bien. ¿Vas a vender el ático? —me pregunta.
Me quedo pensativo durante unos instantes.
—No —niego—. No me voy a deshacer de él. Es una buena propiedad y está situada en uno de los mejores barrios de Nueva York. Siempre habrá tiempo para venderlo o incluso para alquilarlo.
Kylie pone pucheros y se echa a llorar.
—No llores, pequeña —digo en tono suave.
Me levanto del sillón y la mezo cariñosamente entre los brazos para intentar calmarla. Pero Kylie no se viene a razones y llora con más fuerza si cabe, desafiante. Lo hace tan alto que a la pobre se le congestiona el rostro.
—Creo que también tiene hambre —interviene Lea.
—Sí, yo también lo creo.
—James ya ha terminado.
Lea se levanta y deja a James en la cuna.
—Vaya carácter que tienes —bromeo, dirigiendo mi comentario a Kylie—. Menudos pulmones. —Me acerco a Lea y pongo a Kylie en sus brazos—. Toda tuya. Creo que solo tú eres capaz en estos momentos de hacer que deje de llorar.
Lea coge a la pequeña. En cuanto la acerca al pecho, Kylie lo toma y comienza a succionar con ansias. Se calma de repente, ante mi cara de asombro.
—Sí que tienes hambre, sí —dice Lea en tono distendido —. Madre mía, casi no coges aire.
Sonrío.
Me aproximo a la cuna. James está con los ojos abiertos de par en par, vivo como una ardilla. Su iris es de color bronce, como el de Lea. Tanto él como Kylie son tan parecidos a ella, a mí… Sé que hablo imbuido por el amor de padre, pero creo que son la conjunción perfecta de ambos. Alargo la mano y le acaricio la mejilla.
De pronto me asalta un pensamiento que me ensombrece la expresión del rostro.
—¿Te ocurre algo? —me pregunta Lea, que parece que ha advertido mi semblante sombrío.
—¿Y si alguno de nuestros pequeños sufre la misma enfermedad que yo? —pregunto con una punzada de angustia—. ¿Y si alguno acaba desarrollando alexitimia?
—Darrell, la alexitimia no es hereditaria —alega Lea con sensatez.
—Lo sé… —le doy la razón—. Pero eso no es garantía de que alguno de los dos no pueda padecer el mismo trastorno que he padecido yo. La alexitimia te hace sentir tan vacío… —añado apesadumbrado.
—No debes de pensar en eso… —me aconseja Lea.
—No puedo evitarlo —le corto suavemente—. Existe una posibilidad real, porque su padre la sufrió durante muchos años.
—Las posibilidades de que James o Kylie puedan tener alexitimia son las mismas posibilidades que pueden tener los hijos de unos padres que no la hayan padecido —dice Lea—. ¿Acaso tu padre o tu madre la sufrían?
—No.
Suspiro, y trato de que las palabras de Lea me convenzan, pero no lo consiguen del todo. Paso el pulgar por la mejilla de James, que ha comenzado a quedarse dormido.
—Solo espero que si James o Kylie llegan a padecer alexitimia tengan una Lea que los salve. —Alzo los ojos y la miro fijamente—. Como tú me salvaste a mí. —Lea sonríe, visiblemente halagada—. No ser capaz de identificar lo sientes ni ser capaz de expresarlo, de emocionarse, es terrible, porque te sume en una existencia apática e indiferente, donde nada es capaz de llenarte.
—Darrell, deja de torturarte por eso; no te adelantes a los acontecimientos —asevera Lea—. No puedes sufrir por algo que todavía no ha sucedido.
Me incorporo en toda mi estatura al ver que James se ha quedado finalmente dormido. Me acerco a Lea y le beso cariñosamente en la cabeza mientras sigue dando de mamar a Kylie.
—Tienes razón —digo—. Es solo que me angustia pensar que alguno de nuestros pequeños pueda pasar por lo mismo o por algo parecido a lo que he pasado yo.
—Te entiendo —asiente Lea con voz templada—. Son tus hijos. Les quieres y quieres lo mejor para ellos; que no sufran. Pero no sirve de nada preocuparse por eso ahora, apenas son unos bebés.
Sonrío, dando por concluida la conversación. Me siento en el borde de la cama.
—Y tú, ¿cómo estás? —le pregunto, acariciándole el rostro.
—Un poco cansada del parto, pero bien.
Sus preciosos ojos bronce destellan un brillo de alegría, pese al agotamiento que refleja su rostro.
—Es normal —apunto—. Has dado a luz a dos bebés.
Lea desliza la vista hasta Kylie.
—Se ha quedado dormida —dice en un tono lleno de calidez.
Alargo los brazos, la cojo con cuidado para no despertarla y la tumbo en la cuna, al lado de James. Durante unos minutos Lea y yo nos quedamos mirándolos en completo silencio, como si fueran una imagen divina. Para nosotros lo es.