CAPÍTULO 34

 

 

 

 

 

Voy levantando poco a poco los ojos a lo largo del eje vertical del London Eye, también conocido como Millenium Wheel, la noria que hace las veces de mirador, situada en el extremo occidental de los Jubilee Gardens. La tercera noria más grande del mundo después de la Estrella de Nanchang y la Singapore Flyer.

—Es… muy alta —observo, cuando mi vista llega al punto más alto.

—Ciento treinta y cinco metros —contesta Darrell.

—Wow… —musito.

Hace calor y el sol brilla por encima de la gigantesca rueda de bicicleta que parece el London Eye visto en su totalidad, arrancando destellos plateados a los cristales de las cabinas.

—¿Qué tal te llevas con las alturas? —me pregunta Darrell, al ver la expresión ligeramente reticente de mi rostro.

—Bueno, en la Torre Eiffel me sentía segura, pero aquí… titubeo.

Darrell no deja que termine la frase.

—Ya verás, las vistas son espectaculares —afirma, cogiéndome las manos y tirando de mí.

Me dejo arrastrar por él y por su entusiasmo, que es contagioso. ¡Que sea lo que Dios quiera!, me digo a mí misma, ignorando el respeto que me dan las alturas. Estoy con Darrell. Nada malo puede pasarme con él.

Las cabinas son para varias personas, ya que son grandes, espaciosas y, además, climatizadas, por lo que no se aprecia el calor que hace en el exterior. Pero pese a que dan cabida a más gente, Darrell se las apaña para que vayamos solos. Instintivamente, recorro con la mirada la estructura metálica que sujeta la cabina acristalada al círculo de acero y me pregunto qué pasaría si nos cayéramos. Sacudo la cabeza, intentando apartar esa idea de mi mente. Tengo que dejar de ser tan catastrofista. 

—¿Lista? —me pregunta Darrell, pasándome el brazo por la cintura.

Aprieto los labios y asiento. Respiro hondo cuando la noria comienza a moverse y a conseguir lentamente altura. Los edificios van haciéndose cada vez más pequeños a medida que subimos. Llegado a un punto, cuando alcanzamos la cima, cierro los ojos con fuerza y me agarro a una de las barras de acero que forma la estructura de la cabina hasta que los nudillos de las manos se me ponen blancos. Creo que he comenzado a sudar.

—Relájate —me dice Darrell con voz sosegada.

Me gustaría, pero no puedo. Mi mal de altura ha comenzado a hacer de las suyas.

—No me atrevo a mirar —digo—. Está muy alto.

Darrell me abraza protectoramente por detrás y me da un beso en la cabeza. Me aferro a sus brazos como si de ellos dependiera mi vida.

—Abre los ojos, Lea —me pide—. Te estás perdiendo lo mejor.

—No puedo, no…

—Sí puedes —me alienta convencido—. Venga, pequeña, abre los ojos. No va a pasar nada. Yo estoy aquí.

Sus palabras, cálidas y reconfortantes, me animan a abrir los ojos. Primero el izquierdo. Lo hago despacio, y cuando veo que no pasa nada, abro el derecho. Articulo una exclamación que no llega a mis labios al ver la asombrosa panorámica que hay ante mí.

—¿Qué te parece? —me pregunta Darrell, estrechándome contra su cuerpo para darme seguridad.

—Es… Es impresionante —digo, sin apenas pestañear.

A ciento treinta y cinco metros de altura, Londres aparece debajo de nosotros como un enorme laberinto. Un dédalo de calles y edificios antiguos que esbozan una escena de otra época, de otro tiempo, alejada de la cosmopolita Nueva York.

Desde donde estamos, podemos ver el Támesis, a los pies del Palacio de Westminster y del Big Ben.

La noria sigue girando y la cabina desciende.

—Pese a las maravillosas vistas que nos ofrece el London Eye, me siento más segura aquí abajo —digo.

Sé que la alegría no me va a durar mucho, porque estamos ascendiendo de nuevo.

—Yo tengo una forma muy efectiva de distraerte para que se te pase el miedo —afirma Darrell con voz extremadamente suave. Tan suave que resulta peligrosa.

Se inclina sobre mí, hunde el rostro en mi cuello y me besa con una pasión no apta para estas horas del día.

¡Oh, oh! ¿Quiere follar aquí?

Sí, quiere follar aquí. Por eso ha conseguido que vayamos solos en la cabina, sin más acompañantes, pienso rápidamente. No negaré que es excitante; hacer el amor a ciento treinta y cinco metros del suelo, pero…

—No, Darrell, no —mascullo—. No podemos hacerlo aquí. No…

—¿Por qué no? —me susurra contra la mejilla con mucha calma.

El roce de sus labios hace que me estremezca.

No, no, no… No me beses así, por favor.

Encojo el hombro para que no tenga acceso a mi cuello. Tengo que ser capaz de resistir.

—Porque no… Porque… —intento explicarme, sin embargo, Darrell no me lo pone fácil—. ¡Dios, nos expulsarían del país!

—Hay más países en el mundo.

¿Por qué diablos tiene respuesta para todo? Joder, se me hace tan difícil decirle que no. Soy tan débil con él cerca… Pero no podemos follar aquí, en una cabina hecha de cristal mientras da vueltas en círculo, exponiéndonos a todo Londres. ¡No, no, no! ¡Lea resiste!, me ordeno.

Me giro hacia él.

—Darrell, en serio… No podemos hacerlo aquí —digo. Pongo las manos en su pecho y lo aparto de mí como buenamente puedo—. No está bien.

 —¿Y qué está bien? —pregunta, lanzándome un mordisco al lóbulo de la oreja.

Vuelvo a apartarlo.

—Aparearnos en el London Eye como dos animales en plena época de celo, desde luego no —afirmo, dirigiéndole una mirada reprobadora, o intentando que parezca reprobadora.

Me esfuerzo por que mi voz suene grave. Si no lo freno ahora, si no nos frenamos ahora, si espero un minuto más y Darrell me sigue besando del modo en que lo hace, acabaremos follando en la cabina de la noria, y me niego. No quiero salir en todos los telediarios del mundo.

—Darrell, por favor…

Darrell se separa un paso de mí. Chasquea la lengua y resopla divertido. Por fin se ha dado por vencido… creo. Entorna los ojos y me apunta con el dedo índice.

—Me debes un polvo —asevera.

Respiro ciertamente aliviada. Sí, se ha dado por vencido. Sonrío. Me pongo de puntillas y le doy un fugaz beso en los labios. Intento que sea inocente, para no aumentar sus ganas.

—Luego te lo pago —le digo en tono pícaro.

—Me lo voy a cobrar con creces —apunta. Y sé que lo hará. Pero desde luego no me importa. Puede cobrármelo cómo quiera—. Ahora vamos a ser buenos y a disfrutar de la vistas —añade, hablando por mí.

Me doy la vuelta, Darrell vuelve a abrazarme por detrás y, aferrada a él, trato de dejar mi mal de altura a un lado y de disfrutar de la hermosa panorámica que nos regala el London Eye.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La decisión del señor Baker
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