CAPÍTULO 36
Abro los ojos lentamente, tratando de desperezarme. He tenido un sueño pesado y por momentos me siento desorientada. Trato de poner las ideas en orden. Anoche viajamos de Londres a Madrid, llegamos de madrugada al hotel Vincci, situado en la Gran Vía, y nos echamos a dormir para tratar de recuperar el sueño perdido durante nuestra noche de pasión en la ciudad del Támesis.
Así que estamos en Madrid.
Suspiro.
Alargo el brazo para tocar a Darrell, pero me encuentro con su sitio vacío y las sábanas frías. ¿Dónde está?, me pregunto. Me siento en la cama, aún somnolienta, y lo escucho trastear en el cuarto de baño.
Me levanto, me pongo una bata de seda roja con ribetes negros de Dolce y Gabbana, carísimo regalo de Darrell, y enfilo mis pasos hacia el cuarto de baño. Como estoy descalza, la moqueta encubre mis pisadas. Antes de que repare en mi presencia, lo observo durante unos instantes lavarse los dientes, enfundado simplemente en una toalla blanca que lleva ceñida a la cintura.
—Buenos días —digo.
Darrell gira el rostro hacia mí, se saca el cepillo de la boca y sonríe.
—Buenos días —responde.
—¿Sabes que estás muy sexy cuando te lavas los dientes? —digo, mirándolo con descaro.
Su sonrisa se amplia.
—¿Y sabes que tú estás muy sexy con esa bata? —me pregunta a su vez.
Sus ojos resbalan por las curvas que se insinúan bajo la tela. Me acerco a él, me pongo de puntillas y le doy un beso en la mejilla.
—¿No la había más corta? —observo, viendo que a duras penas me cubre las caderas.
Se inclina sobre el lavabo y se enjuaga la boca.
—No, porque si no la hubiera comprado más corta—anota, cuando se endereza.
Cojo mi cepillo del neceser, le pongo encima un poco de dentífrico y comienzo a lavarme los dientes junto a Darrell.
—¿Te gustan las batas rojas extremadamente cortas? —le pregunto, con la boca llena de espuma.
—Me gustan las batas extremadamente cortas y me gusta el rojo —asevera—, el color de la pasión —añade.
Darrell no necesita verme vestida de rojo para que se encienda su pasión. Está en piloto automático continuamente.
Nos quedamos mirando el uno al otro a través del espejo. Sonrío y Darrell me devuelve la sonrisa con la boca llena de espuma. A veces somos como dos niños pequeños que descubren por primera vez que alguien les gusta. Rezo por que esa sensación de novedad no termine nunca.
Madrid es una ciudad moderna, cosmopolita y alegre. Aunque no respira al frenético ritmo al que lo hace Nueva York, está llena de vida.
Nuestra visita turística del día comienza por la tarde en el Parque del Retiro, un jardín histórico que hace las veces de pulmón de la capital y que alberga numerosas esculturas y monumentos arquitectónicos de varios siglos atrás. El más llamativo para mí es el Palacio de Cristal, una estructura de metal y vidrio, reminiscencia, al parecer, de la Exposición de las Islas Filipinas que tuvo lugar en 1887. Una suerte de catedral de cristal levantada frente a un enorme estanque y rodeada de media luna de árboles.
Cuando entramos, nos vemos envueltos en los destellos multicolores que el sol le arranca a las vidrieras. Es un auténtico palacio de cristal. Con un encanto mágico.
Caminamos agarrados de la cintura a través de los pasillos forrados de arcos de flores y enredaderas que dan forma a los senderos del parque. Nos detenemos en un claro cercado de setos perfectamente cortados, en cuyo centro hay una fuente de agua cristalina.
Inhalo profundamente, impregnándome del aire puro del ambiente. Entonces se me ocurre una travesura. Miro a un lado y a otro y fijo mis ojos en la fuente. Darrell está de pie a mi lado, observando unas rosas cuyas hojas son de dos colores, amarillas y granates.
—Tenemos que buscar semillas de esta clase de rosales para plantarlos en el jardín de nuestra nueva casa —dice.
No hago ningún comentario, con el sigilo de un gato me acerco a la fuente, me inclino, meto la mano en el agua y lanzo un chorro a Darrell. Como le pillo desprevenido, le salpico la cara, la camiseta y un poco el pantalón de lino que lleva puesto.
Trato de reprimir la risa cuando lentamente gira la cabeza hacia mí, pero finalmente estallo en una carcajada.
—Así estás más fresquito, que hace mucho calor —me justifico entre risas.
—Supongo que te crees muy graciosa —apunta Darrell con voz sosegada.
—Bueno, esto ha tenido su gracia —alego con ironía.
—Gracia, ¿no?
Darrell parece divertidamente amenazador a medida que se acerca a mí con pasos lánguidos. Aprieto los labios y empiezo a retroceder, porque sé que en cualquier momento va a saltar sobre mí.
Antes de que lo haga, echo a correr por el sendero de tierra que sale por detrás de la fuente. Apenas avanzo unos metros cuando Darrell me da alcance. Trato de zafarme de sus manos, aferradas a mi cintura, pero no lo consigo, y antes de que pueda reaccionar, me arrastra hasta otra fuente que hay al final del camino, me levanta sin ningún esfuerzo y me mete medio cuerpo en el agua.
Se separa unos pasos y cruza los brazos delante del pecho mientras yo me pongo en pie dentro de la fuente, calada prácticamente de arriba abajo.
—Mira, esto sí que es gracioso —se burla.
—¡Eres un cabrón! —mascullo.
—Así estás más fresquita, que hace mucho calor —dice, repitiendo mis palabras.
Sacudo la cabeza, fingiendo indignación. Resoplo. Tengo la mitad de la melena chorreando agua. Me agarro al borde de piedra de la fuente y salgo de ella bajo la mirada divertida de Darrell, intentando no resbalar y caerme al suelo.
¡No voy a dejar esto así!, me digo a mí misma.
Doy un par de zancadas y me lanzo al cuello de Darrell. Lo abrazo con la intención de mojarlo. Me río mientras me pego a él como si fuera un cromo y Darrell termina riéndose conmigo al tiempo que me coge por la cintura. Antes de que pueda decir algo, introduzco los dedos por su pelo, lo atraigo hacia mí y lo beso.
—Eres una zalamera —me dice, separándose unos centímetros de mi rostro, consciente de que lo estoy besando para que no pueda quejarse.
Le sonrío de oreja a oreja, traviesa.