CAPÍTULO 30

 

 

 

 

 

El trino de un pájaro en el balcón me despierta. Abro los ojos somnolienta y lo veo saltar alegremente de un lado a otro de la barandilla. El sol entra a raudales por los cristales abiertos.

Me doy la vuelta hacia Darrell, que duerme plácidamente a mi lado, con la mano echada sobre mi cintura. Contemplo su rostro de rasgos perfectos y sonrío levemente mientras acaricio su mejilla con suavidad. No quiero despertarlo. Se le ve tan sereno, tan tranquilo, tan feliz… No como antes, cuando era presa de la alexitimia, cuando era incapaz de sentir, de identificar las emociones. Cuando era aquel hombre callado y silencioso que no necesitaba abrazar ni besar y que no sonreía nunca; cuando era El Hombre de Hielo.

Un escalofrío me recorre de la cabeza a los pies.

Me da tanto miedo pensar en aquella época en la que todo era mecánico, desafectado; en la yo solo me ocupaba de satisfacer sus necesidades sexuales, en la que no podía dormir con él, en la que detestaba la frase: «ya sabes cuáles son las normas». ¡Solo Dios sabe cómo la odiaba! Porque esas estúpidas normas no me permitían abrazarlo, ni besarlo, ni darle amor, ni despertarme a su lado.

Fue tan duro. ¡Tan duro! Casi tanto como cuando me dejó en la cárcel. El mundo se me cayó encima. Con todas aquellas cosas que me dijo para que me alejara de él. Lo pasé tan mal, y sé que él también. Soy perfectamente consciente de lo que sufrió con aquella jugarreta que nos hizo el destino y la dura decisión que tomó al romper nuestra relación.

No sé que haría si Darrell volviera a ser ese hombre frío e impasible que conocí, si la alexitimia volviera a hacer de las suyas. Si no fuera capaz de darme a mí y a nuestros pequeños tanto amor como nos da. Es tan distinto ahora. Me volvería loca.

Y perderlo sería… ¡No quiero ni pensarlo! No me atrevo siquiera a pensarlo. No podría vivir sin él. No podría vivir sin Darrell.

Involuntariamente, los ojos se me llenan de lágrimas. En esos momentos, Darrell se despierta. Enfoca la vista en mi rostro y enarca las cejas, sorprendido.

—Heyyy, pequeña, ¿qué te ocurre? —me pregunta con un viso de alarma en la voz. Alarga la mano, me aparta un mechón de pelo de la cara y me lo coloca detrás de la oreja —. ¿Estás bien?

—Sí, estoy bien —respondo, sorbiendo por la nariz—. No te preocupes, Darrell.

—Sí, sí que me preocupo, porque estás llorando —apunta, enjugándome la lágrima que resbala por mi mejilla—. Dime qué te ocurre.

—Soy una tonta —digo.

—¿Por qué?

—Me ha venido a la cabeza la época en que... —Mi voz se apaga poco a poco. Busco las palabras adecuadas, pero no las encuentro.

—La época en que nuestra relación se basaba en un contrato —se adelanta a decir Darrell, adivinando con acierto lo que está pasando por mi mente.

Asiento.

—Sí.

—Fue duro para ti, ¿verdad? —me pregunta.

—Sí. —Me quedo un momento en silencio—. No poder tocarte, besarte o acariciarte era una tortura. Sobre todo cuando empecé a enamorarme de ti.

—Ahora que tengo capacidad para ponerme en tu lugar, puedo imaginarme lo que sentiste —dice Darrell—. Si yo no pudiera tocarte, besarte o acariciarte, me moriría. —Me acaricia el pelo cariñosamente—. Fuiste tan valiente al aceptar mi proposición, y tuve tanta suerte de que lo hicieras.

—¿Eso es lo que piensas? —curioseo.

—Sí —afirma rotundo—, y no sabes cuánto me duele haberte hecho daño, Lea —dice—. Si pudiera, echaría el tiempo atrás solo para podértelo evitar, para que no hubieras sufrido tanto como sufriste.

Paseo mi mano por su mandíbula, acariciándosela con el pulgar desde la barbilla hasta la oreja. 

—Me aterra la idea de que vuelvas a ser conmigo el hombre frío, imperturbable y falto de emociones que eras antes —asevero de pronto.

Darrell enarca las cejas.

—¿Por qué habría de volver a ser así? —me pregunta comprensivo—. Te quiero, Lea. Te quiero como nunca he querido a nadie. No lo olvides, por favor. No lo olvides nunca —repite una y otra vez con énfasis, tratando de tranquilizarme.

—No lo olvido, Darrell —digo.

Darrell coge mi mano, se la acerca a los labios y me besa la punta de los dedos.

—No quiero que sufras por eso, Lea —apunta entre beso y beso—. Porque es algo que no va a volver a pasar. Gracias a ti, yo nunca volveré a ser el de antes. Yo tenía una enfermedad del corazón, pero tú me la curaste, eres el antídoto.

Lanzo un suspiro al aire.

—No me hagas caso, son tonterías mías —digo, restándole importancia.

No sé por qué me ha dado por pensar en esas cosas ahora; supongo que es el miedo a perder a la persona que amas la que lo trae a la cabeza.

Darrell pasa la mano por mi espalda desnuda, me atrae hacia él y me estrecha contra su cuerpo. Inclina el rostro y me da un beso en la frente. Lo abrazo con fuerza, deleitándome en el gesto y en la sensación de protección que me ofrecen sus brazos.

—Prométeme que no vas a volver a pensar en eso —me dice, separándose unos centímetros de mí—. Eso es el pasado, Lea, como el asunto de la red de tráfico de drogas y mi estancia en la cárcel. Fue una prueba que nos puso el destino y la superamos… con creces. Ahora nos toca disfrutar.

—Tienes razón. Ahora nos toca ser felices —digo, convencida de ello.

Porque realmente tiene razón, si persisto en pensar en esas cosas, no voy a disfrutar del amor ni del maravilloso presente que tengo con él.

—Prométemelo, entonces —insiste Darrell, volviéndome a estrechar contra él.

—Te lo prometo.

De repente, doy un salto y me levanto de la cama. Cojo la mano de Darrell y tiro de él, que me mira con ojillos de sorpresa.

—¡Vamos! —le digo más animada—. París nos espera.

Darrell responde a mi tirón, se incorpora y me agarra de la cintura.

—Sí, París nos espera, pero antes vamos a ducharnos juntos.

Sonrío con picardía porque intuyo su insinuación. Darrell me adelanta un paso y sin soltarme, me conduce hasta el cuarto de baño.

 

 

 

 

 

La decisión del señor Baker
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