CAPÍTULO 38
Al llegar al hotel, noto la piel tirante y de pronto parece quemar bajo las yemas de mis dedos. Apenas puedo tocarme.
—Pequeña, te has quemado con el sol —dice Darrell al salir de la ducha.
Entorna los ojos.
—Escuece —afirmo.
Me levanto la camiseta y ambos comprobamos que tengo la tripa enrojecida. La piel me arde, como si tuviera brasas incandescentes debajo de ella.
—¿Te diste la protección solar que te compré? —me pregunta.
Oh… oh…
Arrugo la nariz.
—Se me olvidó —digo.
Darrell chasquea la lengua y frunce el ceño con gravedad.
—Lea… —me reprende.
—No me acordé… No pensé que… ¡Joder! No pensé que fuera a quemarme —trato de justificarme. Aunque creo que a Darrell no le vale.
—Es verano, Lea, y el sol aquí en España es violento en esta época —alega—. Te lo he advertido antes de salir.
—Lo sé… Sé que me lo dijiste… —Tengo la sensación de que me he quedado sin argumentos o, más bien, de que no tengo ninguno con el que refutar su regañina—. Tú no te has quemado… —observo.
—Pero yo tengo la piel más morena. Tú eres muy blanquita. Tenías que haberte protegido —se queja—. ¿Para qué coño he comprado la crema protectora?
Lo miro con ojos de cordero degollado. Resoplo, sin responderle. Cada vez me escuece más. Tengo la piel tan sensible que me molesta el simple roce de la ropa. Me quito los short vaqueros y la camiseta.
—No aguanto la ropa —digo.
Me llevo la mano a la tripa y me rasco. Me pica horrores.
—No te rasques, si no vas a empeorarlo. —La voz casi autoritaria de Darrell hace que me detenga en seco—. Es mejor que te des una ducha de agua fría para calmar la fiebre de la piel —me aconseja.
Le ha cambiado el humor. Está enfadado por no haber seguido su recomendación y no haberme dado la protección solar, pese a que es cierto que me lo ha repetido una decena de veces antes de salir.
—Vamos al baño —dice.
Lo sigo por la habitación sin rechistar, porque cuando Darrell se enfada, se convierte en El Hombre de Hielo que era en un principio, el hombre con el que firmé el contrato.
—Entra —indica, cediéndome el paso.
Hago lo que me pide. Una vez dentro, carraspeo, pero no tiene ningún efecto en él.
Me meto en la bañera y me quedo de pie. Darrell me quita el sujetador y la braguita con mucho cuidado. Cualquier roce me hace ver las estrellas. Lo miro de reojo, a ver si su expresión ha cambiado. No, sigue igual. Seria, e incluso intimidante.
Abre el grifo del agua fría y me mira.
—Aguanta.
Cuando el agua cae por mi piel siento una sensación muy desagradable. El contraste de calor-frío hace que me estremezca. Pero no digo nada. No está el horno para bollos.
Darrell mueve la alcachofa de la ducha por encima de mi cuerpo para que el agua fría alivie la alta temperatura que tiene la piel. Pone la mano sobre uno de mis hombros.
—¡Ay! —exclamo a media voz.
—Tienes la piel ardiendo, Lea.
Está preocupado.
—Me escuece mucho —es lo único que se me ocurre decir.
Darrell vuelve a chasquear la lengua.
—Sal —me dice, tendiéndome la mano.
La cojo y salgo de la bañera. Darrell toma una toalla limpia y con sumo cuidado comienza a secarme el cuerpo dando pequeños toquecitos, sin frotar ni apretar, para no dañar la piel. En silencio, sigo con la mirada cada uno de sus movimientos. Es increíble cómo me cuida, con la delicadeza y ternura con la que lo hace, a pesar de estar enfadado. Muy enfadado, según parece.
—Voy a bajar a recepción para que me digan dónde hay una farmacia cerca —comenta mientras termina de secarme—. Te vendrá bien darte una pomada que tenga vitamina E y aloe vera. Hay que hidratar la piel con un producto nutritivo y regenerador para que se te quite la tirantez y el escozor.
—Está bien —digo únicamente.
Me alcanza la bata de seda roja para que me la ponga. Mientras me la ato frente al espejo, siento el ruido de la puerta al cerrarse. Inhalo profundamente y suelto el aire de golpe. No me extraña que Darrell se haya enfadado. El sol me ha quemado todas las partes del cuerpo que no me cubría la ropa: las piernas, la tripa, los brazos, el escote, hasta la cara.
Joder, parezco un puto cangrejo.
Además he provocado que Darrell se enfade conmigo. Me dirijo una mirada desde el espejo y aprieto los labios, dibujando una línea recta en mi rostro. ¿Cómo se puede estar enfadado con tu pareja en plena luna de miel?
Chasqueo la lengua, frustrada.
Me doy la vuelta y salgo del cuarto de baño. De vuelta en la lujosa habitación, me dirijo hacia el amplio balcón, desde el que se puede ver parte de la Gran Vía madrileña. La principal artería de la ciudad.
El cielo está oscuro y las luces de los coches y de los comercios le dan un jugoso tono acaramelado a los edificios. Desde aquí puedo ver los cines Callao, a la izquierda, y una construcción con la fachada semicircular en frente, coronada por un brillante letrero en el que puede leerse Schweppes. Lo contemplo durante un rato mientras respiro hondo.
Después vago la mirada por el resto del escenario. Madrid me gusta. Sí, definitivamente es una ciudad que me gusta. Aunque su sol de verano me haya quemado la piel.
Entonces me acuerdo de que estoy roja como un cangrejo y de que Darrell está enfadado conmigo. Pienso en cómo voy a hacer frente a su enfado. Cuando estoy dándole vueltas, oigo el ruido de la puerta a mi espalda. Me giro sobre mis talones. Darrell entra cargado con un par de bolsas. En una de ellas, la de una farmacia, hay varios botes de crema, en la otra alcanzo a ver zumos y botellas de agua.
—¿Has comprado agua y zumos? —me atrevo a preguntar, aprovechando el momento para iniciar una conversación.
—Tienes que beber mucho líquido para compensar la deshidratación que ha sufrido tu cuerpo —me responde Darrell, poniendo las bolsas encima de la mesa—. ¿Agua o zumo?
—Zumo —digo.
—¿Piña, manzana, o melocotón?
—Melocotón.
Saca una pequeña botella de cristal de la bolsa y me la ofrece. Me acerco y la cojo. Observo su rostro disimuladamente. Su rictus no ha cambiado. Sigue enfadado.
Intento desenroscar el tapón de la botella, pero no puedo. Pruebo un par de veces más. Maldita sea mi estampa, ¿será posible que le tenga que pedir ayuda a Darrell? ¡Mierda!
—¿Puedes abrirme la botella, por favor? —le pregunto con voz tímida—. Es que el tapón está muy apretado… —Darrell coge la botella de mi mano y la abre sin ningún esfuerzo—. Gracias —digo cuando me la devuelve.
Doy un trago de zumo de melocotón. Está frío y la verdad es que lo agradezco, porque tengo la garganta seca. Darrell me mira durante unos segundos.
—¿Cómo te encuentras? —me dice.
—Bien. Escuece un poco, pero estoy bien —miento.
Y miento como una cosaca, porque me escuece tanto que tampoco soporto el roce de la seda de la bata, y eso que es extremadamente suave, pero prefiero no decir nada. No quiero que vuelva a regañarme.
—No mientas, Lea —dice Darrell. Detengo la botella de zumo a mitad de camino de la boca y trago saliva—. ¿Te has visto? —inquiere—. Tienes la piel quemada. Duele solo con mirarte.
Me muerdo el interior del carrillo sin decir nada. Un silencio denso y profundo gravita por encima de nuestras cabezas.
Joder y mil veces joder. ¿Por qué coño no me dado el maldito protector solar?
Tras unos segundos, Darrell suspira y deja caer los hombros. Niega ligeramente para sí, como si finalmente se diera por vencido.
—Anda, ven… —me dice, extendiendo su brazo hacia mí.
Su voz suena ligeramente más suave y la expresión de su rostro se ha dulcificado.