CAPÍTULO 33
—¿Dónde vamos ahora? —le pregunto a Darrell, montados de nuevo en el jet privado.
—A Londres —responde, sentado a mi lado.
—Mmmm… —ronroneo contra su hombro, como si se tratara de un suculento plato de comida y no de una ciudad.
Hay unos segundos de silencio.
—¿Eres feliz, Lea? —me pregunta Darrell en tono grave, mirándome fijamente a los ojos.
Levanto la cabeza y lo miro.
—¿Hace falta preguntarlo? —respondo con una sonrisa—. Es la luna de miel que toda pareja desearía tener —agrego. Hago una pequeña pausa. Ladeo la cabeza—. ¿Por qué me lo preguntas tan serio, Darrell? —quiero saber.
—Porque tu felicidad es algo muy serio para mí —contesta.
Aprieto los labios formando una línea.
—Gracias por esforzarte tanto para hacerme feliz.
Por primera vez desde que ha comenzado la conversación, la insinuación de una sonrisa asoma a los labios de Darrell.
—Hacerte feliz es muy sencillo, Lea. Eres como una niña pequeña.
Su voz es suave, protectora, casi paternal.
—Me consientes como si lo fuera —apunto.
—Para mí lo eres. Eres mi pequeña, mi pequeña loquita.
Sonrío.
—De todas formas, gracias —digo.
Darrell niega con la cabeza. Aunque lo hace de forma imperceptible.
—Te lo mereces —afirma, deslizando la mano a lo largo de mi pelo—. Por haberme sacado de mi oscuridad, por lo feliz que tú me haces a mí.
Vuelvo a recostar mi cabeza en su hombro mientras el jet atraviesa el cielo rumbo al Reino Unido.
Los tres días que vamos a permanecer en la ciudad del Támesis no parecen suficientes para ver todo lo que queremos ver. La lista es interminable. La galería de arte The National Gallery, el Palacio de Kensington, el Puente de la Torre, la Abadía y el Palacio de Westminster, el famoso Big Ben, Trafalgar Square…
La segunda noche que estamos en Londres, cenamos en el Sea Life London Aquarium. El acuario más grande de la ciudad, situado en la planta baja de Country Hall, en la orilla sur del río Támesis.
El restaurante es simplemente espectacular, emplazado en un túnel bajo el agua y rodeado de todo tipo de criaturas marinas: caballitos de mar, erizos, medusas, carpas, tortugas, corales de miles de colores y otros tantos animales de lo que no sé el nombre, pero que son preciosos.
—Es mágico —comento, con ojos atónitos.
—Es como estar en el fondo del océano —dice Darrell.
Cenamos embebidos en un ambiente íntimo y teñido de un azul que invita al recogimiento.
—Vamos a necesitar que los días tengan treinta y cinco horas como mínimo para ver todas las cosas que hay en Londres —digo.
—Tendremos que hacer un hueco entre visita y visita para follar, ¿no? —interviene Darrell.
—Tú siempre encuentras tiempo para hacerlo.
—¿Para hacer qué? —pregunta, con suspicacia en la voz. Pero no me deja responder—. ¿Necesitas beber un par de copas de vino para atreverte a decir «follar»?
Me limpio la comisura de los labios con la servilleta.
—Bueno…, me cuesta decirlo de esa forma —digo, dejando la servilleta al lado del plato.
—¿Te parecen palabras fuertes?
—Su sonoridad lo es.
—¿Te molesta que yo lo diga? —sondea—. ¿Te molesta que utilice ese tipo de palabras contigo?
Levanto los ojos y miro a Darrell a través de mi espeso abanico de pestañas de color bronce.
—No —niego.
—Entonces, ¿te gusta?
—Sí. —No me detengo a pensarlo un segundo. Porque sí, me gusta. Mucho—. Además, aunque empezamos haciendo el amor, siempre terminamos… follando —opino en voz baja.
—Interesante apreciación —observa Darrell.
—Oírlo de tu boca me excita —me atrevo a confesarle—. En realidad todo de ti me excita… Hasta que me mires mientras me masturbo.
Darrell esboza una sonrisa. Sus ojos se achinan.
—¿Qué sentiste? —me pregunta.
Coge una fresa del trifle, un postre popular inglés, y se la mete en la boca. La mastica pausadamente mientras espera mi respuesta.
—Vergüenza, timidez, sofoco, excitación… —enumero.
—¿Y qué más?
—Placer… Mucho placer —digo. Me muerdo el interior del carrillo—. Jamás hubiera pensado que el simple hecho de que me mirarás mientras me acaricio me excitara tanto. Al igual que contemplar como tú te masturbas. Tu mirada tiene tanta fuerza… —Mi voz se apaga poco a poco.
De pronto siento calor. Un inmenso calor. Me arde el rostro. Hablar de sexo con Darrell sigue dándome vergüenza. Creo que es algo que nunca voy a poder evitar. Trago saliva, consciente de que sus ojos están clavados en mí como dos cuchillos.
—Prueba —le oigo decir, rompiendo el silencio.
Alzo la mirada. Darrell alarga el brazo y me ofrece una cucharada de su trifle, ya que yo he pedido de postre sticky toffe.
Me acerco unos centímetros, abro los labios y me introduzco la cuchara en la boca. Darrell vuelve a coger otro bocado de trifle y me lo tiende. Me lo meto en la boca.
Sonríe con picardía en el rostro.
—¿Qué? —inquiero cuando veo su expresión. ¿Acaso se está riendo de mí? ¡Joder! ¿Por qué tiene que tiene que ponerse a jugar en público?, me quejo para mis adentros.
—¿Sabes que me acabo de empalmar? —afirma.
Mis ojos se abren como platos.
¿Qué? ¿Qué se ha empalmado? ¡Dios santo! ¿Darme de comer le ha producido una erección?
—¡Joder, Darrell! —exclamo.
Se encoje de hombros.
—¿Qué quieres que haga? —dice como si nada—. Este es mi estado normal cuando te tengo cerca —añade.
Trato de reprimir la risa, para poner algo de seriedad al asunto. No es normal estar en un constante estado de celo. Ni en él ni en mí. Pero estoy a años luz de conseguirlo. Si ni siquiera yo soy capaz de resistirme a sus encantos. ¿Cómo voy a dar ejemplo? Así que me rindo.
—En el sexo somos como animales —comento.
—¿Salvajes? —pregunta Darrell.
—Irracionales —matizo—. ¿Qué vamos a hacer? —lanzo al aire, pretendiendo buscar un remedio.
—Ponerle la única solución que tiene —dice Darrell. Alza una ceja, mirándome—. Follar hasta la extenuación.
Me quedo pensando durante unos instantes. Sí, esa parece ser la única solución posible.