CAPÍTULO 43

 

 

 

 

 

En Roma nos espera el Coliseo, el Panteón de Agripa, la Basílica de San Pedro, la Plaza Navona de Gian Lorenzo Bernini, la Galería Borghese, la Capilla Sixtina, la Plaza Venezia, las Catatumbas, la Piazza de Popolo y un sinfín de cosas más que hacen nuestras delicias y que sacian nuestro hambre de arte.

Hago fotos a Lea en todos los lugares que visitamos. Absolutamente en todos. Posa para mí de pie, sentada, haciendo muecas como una niña pequeña, sonriendo, seria… Reconozco que me encanta fotografiarla, captar cada una de sus expresiones, sobre todo, esas que nadie sabe ver, esas que ni ella misma ve. Me encanta plasmar en imágenes su aire despierto, sus ganas, sus ojos brillantes, esa ilusión que no ha perdido desde el primer día que estamos juntos y que me convierten en el hombre más afortunado del mundo.

—Darrell, corre —me dice sonriente, tirando de mí calle abajo.

¿Dónde vamos?

Sigo sus pasos y me dejo llevar hasta que llegamos a la colosal y ambiciosa Fontana de Trevi. Está anocheciendo y los claroscuros que tiñen el cielo y las luces artificiales que iluminan la arquitectura barroca de la fuente dibujan una estampa verdaderamente hermosa, con un toque romántico, incluso mágico.

—Vamos a pedir un deseo —propone Lea. No hay mucha gente, así que podemos ponernos en primera fila—. ¿Quieres? —me pregunta.

—Sí —afirmo, asintiendo con la cabeza.

Introduzco la mano en el bolsillo de mi pantalón y saco unos cuantos euros que tengo en monedas y que me han devuelto del café que nos hemos tomado en La casa del Caffe Tazza d Oro, una de las cafeterías más célebres de Roma. Doy uno a Lea y yo cojo otro.

Nos damos la vuelta y nos ponemos de espaldas a la fuente. Lea gira el rostro hacia mí. Su miraba bronce brilla ilusionada, como si sus ojos estuvieran hechos de millones diamantes.

—¿Listo? —dice.

—Listo.

Cerramos los ojos y en silencio pedimos nuestros deseos.

Pasar el resto de mi vida con Lea, es el mío.

Alzo el brazo y lanzo el euro al agua de la fuente por encima del hombro. Abro los ojos y bajo la vista hasta Lea, que acaba de lanzar también la moneda.

—¿Ya has pedido tu deseo? —le pregunto.

—Sí —me responde.

Sonrío, cómplice. Es tan fácil hacerla feliz. Le agarro la mano, entrelazo mis dedos con los suyos y nos alejamos de la Fontana de Trevi, caminando calle arriba.

 

 

 

Después de cenar en un lujoso restaurante del centro, damos un último paseo por las calles de Roma antes de partir a Atenas, nuestro siguiente destino.

El viento se ha levantado y sopla fresco entre los edificios antiguos. Lea se acaricia los brazos desnudos para paliar el frío. Cuando reparo en su gesto, me quito la americana negra y se la echo por los hombros.

—Gracias —me dice.

—No quiero que te quedes fría —digo—. Todavía nos queda mucho viaje.

—Tranquilo, no me constiparé —bromea.

—De todas formas, no está de más cuidar lo que se quiere —afirmo, mirándola cariñosamente.

Lea sonríe tímida y apoya su rostro en mi hombro.

 

 

 

—Estoy agotada —dice al llegar al hotel. Resopla cansada—. Me duelen los pies —agrega quitándose los zapatos de tacón y dejándose caer sobre la cama.

—¿Te duelen mucho? —le pregunto.

Hace un mohín infantil con la boca y afirma inclinando la cabeza. Avanzo por la habitación con pasos ligeros hasta alcanzarla. Me siento a su lado, le cojo el pie derecho, le levanto el pantalón y le quito la media sin decir nada. Lea me mira desconcertada, ignorando qué pretendo hacer. Me gusta de una manera maliciosa el desconcierto que expresa su rostro cuando no sabe qué estoy tramando. Es sumamente excitante.

—Relájate —digo mientras, para su sorpresa, comienzo a masajearle los dedos del pie.

—Darrell… —murmura algo incómoda.

—Shhh… —la silencio. La miro fijamente a los ojos—. Relájate, pequeña —vuelvo a decir.

Lea suspira, rendida a mí y a mi buen hacer.

Deslizo mis pulgares por sus pequeños dedos, haciendo movimientos circulares en las yemas.

—Ahhh… —Lea gime, mordiéndose el labio inferior.

Cierra los ojos y echa la cabeza hacia atrás. Sigo mi tarea en la planta del pie, presionando moderadamente las partes más sobresalientes.

—¿Te gusta? —le pregunto con voz sensual, a pesar de que sé sobradamente la respuesta.

—Oh, ya lo creo… —susurra, deshaciéndose de gusto.

Abre los ojos de golpe, asombrada, cuando nota mi lengua húmeda entre los dedos. La miro con picardía por encima de la línea del pie, al tiempo que introduzco su meñique en mi boca. Lo saboreo como si fuera un manjar. Lo es, porque adoro sus pies pequeños y suaves.

—Darrell… —suspira.

—Me encantan tus pies —digo entre lametazo y lametazo—. ¿No te lo había dicho nunca?

Lea niega con la cabeza mecánicamente.

—No —alcanza a decir.

Pongo los ojos en blanco.

—Se me habrá olvidado —me burlo.

Oigo como Lea traga saliva. De nuevo, se mueve incómoda sobre la cama, como si miles de hormigas le corretearan de arriba abajo. Conozco esa expresión. Se está excitando y eso hace que yo me ponga cachondo. Sin embargo, voy a torturarla un poquito más.

Oh, sí, claro que sí, voy a torturarte un poquito más, mi pequeña loquita.

Apoyo el pie derecho suavemente sobre la cama y cojo el izquierdo. Despacio, me lo llevo a la boca, relamiendo el momento como un león que vigila a la gacela que está a punto de atrapar.

Lea ronronea.

—¿Estás bien? —le pregunto con ironía.

Lea simplemente asiente.

Estás a punto de caramelo, ¿verdad?

Sonrío para mis adentros. Dejo el pie, me subo a la cama y gateo hacia Lea, cerniéndome sobre ella como si fuera mi presa. Cuando mi rostro está a unos centímetros del suyo, le sujeto la barbilla, me inclino y atrapo su boca con la mía. Sus labios son tan suaves como la seda. Creo que soy adicto a ellos, pienso, mientras la beso una y otra vez.

Deslizo la mano hasta su cintura y le desabrocho el botón del pantalón. Hago que resbale por sus piernas hasta quitárselo, al igual que la camiseta. Al verla desnuda, una oleada de deseo viaja a través de mi cuerpo.

—Lea… Mi Lea —susurro en un tono de voz que suena como un gruñido.

Me lanzó a su cuello y comienzo a recorrer su larga e impecable línea con mis labios mientras ella me desabotona la camisa. Cuando termina de quitármela, me siento entre sus rodillas y me deshago rápidamente del pantalón y del bóxer.

Vuelvo a ponerme sobre Lea, acariciándole cada centímetro de piel como si no hubiera un mañana.

¡Joder, es tan exquisita!

Gime cuando mis manos le mecen los pechos y suelta un sonoro jadeo cuando le pellizco ligeramente el pezón.

—Mi amor… —murmura.

—Mi vida…

Arrastrado por la urgente exigencia que hace mi entrepierna de Lea, introduzco la mano por su espalda y le doy la vuelta, colocándola bocabajo. La sujeto bajo mi cuerpo y la obligo a aferrarse a los barrotes de hierro del cabecero vintage de la cama.

Aprieto la boca contra su oído y le digo:

—Así es como te quiero tener, pequeña. Completamente a mi merced.

Lea se estremece al sonido ronco de mi voz.

Rodeo sus manos con las mías y me dejo caer sobre sus nalgas con fuerza, para que note mi erección.

Resulta delicioso.

Sin esperar más, la penetro por detrás de una sola embestida. Lea grita. Sin darle tiempo de reaccionar, comienzo a moverme con fuerza encima de ella. Empujo mis caderas contra las suyas una y otra y otra vez hasta que Lea estalla debajo de mí, jadeando mi nombre contra la almohada.

—Así es como te quiero, pequeña. Así… —gimo mientras dejo que el culmen del placer me sacuda como si estuviera siendo azotado con un látigo. Después dejo caer todo mi peso sobre su cuerpo menudo, presionándolo contra la cama mientras aprieto sus manos con las mías.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La decisión del señor Baker
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