CAPÍTULO 8
Me paso parte de la tarde embebido en la asamblea que tengo con el nuevo equipo de administración de la empresa, para elegir a los dos últimos miembros que formarán parte de él. Desde que finalmente se destapó la red de tráfico de drogas tejida en torno a mí y se descubrió quiénes estaban detrás de ella, a mi regreso a la empresa, decidí disolver por completo el antiguo equipo y reestructurar algunos puestos de trabajo, como por ejemplo, el de Paul. Y hoy, después de algunos meses, ha concluido el largo proceso.
Cuando salgo de la asamblea, a última hora de la tarde, y vuelvo a mi despacho, me comunico con una de mis secretarias. Mi jornada por hoy aún no ha terminado. Todavía me esperan unas cuantas horas de trabajo por delante.
—Sarah…
—Dígame, señor Baker —responde.
—Tráigame los últimos informes de ventas, por favor —le pido.
—Enseguida, señor.
Un minuto después, tocan a la puerta.
—Adelante —digo.
Me imagino que es Sarah, sin embargo es Susan quien entra en el despacho, portando en las manos tres archivadores que se apresura a dejar sobre mi mesa.
—Aquí tiene —dice—. Están ordenados cronológicamente —añade.
—Gracias, Susan.
No sé la razón por la cual es Susan y no Sarah la que ha cumplido mi orden, pero no es algo que me preocupe, aunque sí es algo que me extraña.
Cojo el primer archivador y lo abro para echarlo un vistazo rápido.
—Si quiere, puedo ayudarlo —se ofrece solícita.
Levanto la vista. Susan está sonriendo y durante una décima de segundo, me parece que lo hace de manera coqueta. El tiempo que lleva trabajando aquí se ha mantenido en su lugar, profesional, pero desde que Lea y yo hicimos oficial nuestro compromiso, desde que sabe que ella forma parte de mi vida, no pierde la ocasión para seducirme. Y tengo que reconocer que, cada vez que lo hace, me molesta. ¿No se da cuenta de que no tiene nada que hacer conmigo? ¿Qué no tenía nada que hacer antes y mucho menos ahora que estoy con Lea?
—No es necesario, Susan. Gracias —digo con actitud formal.
—Si le ayudo… acabará antes.
Aunque titubea se atreve a insistir.
—No se moleste.
Declino su ofrecimiento tratando de ser amable, pero parece que no funciona.
—No es ninguna molestia, señor Baker. De verdad, puedo quedarme y ayudarlo a…
Frunzo el ceño.
—Susan… —corto—. No es necesario. Gracias —repito.
El tono autoritario de mi voz la ruboriza hasta la raíz del cabello.
—Como… Como quiera —dice nerviosa, dándose por vencida y dejando entrever un deje de decepción en sus palabras. Creo que finalmente se va a dar la vuelta y se va a marchar, pero me equivoco—. Señor Baker… —comienza a decir de nuevo.
—Dígame, Susan —digo, armándome de paciencia como buenamente puedo.
Se muerde el labio inferior antes de volver a hablar.
—No se lo he dicho hasta ahora, pero… —titubea nerviosa—. Bueno, que me alegro de que finalmente se aclarara todo eso del tráfico de drogas que hizo que usted entrara en la cárcel injustamente.
—Gracias, Susan.
—Yo siempre supe que usted era inocente —agrega con una ligera sonrisa.
—Gracias —repito, tratando de acortar la conversación.
—Solo quería que lo supiera.
Asiento con la cabeza.
Sin más que decir, Susan se gira sobre sus talones y sale del despacho. Niego para mis adentros sin dejar de mirar hacia la puerta. Bajo los ojos y vuelvo a prestar mi atención a los archivadores que contienen los últimos informes de ventas y los cuales me van acompañar en las próximas horas.
Giro el rostro y miro a través de los enormes ventanales de mi despacho. La noche ha caído sobre Nueva York sin que apenas me dé cuenta. Consulto mi Rolex para ver que hora es. Las manecillas me informan de que son casi las doce.
—¡Joder! —exclamo a media voz.
El tiempo ha pasado volando.
Cierro el tercer archivador que permanece abierto sobre mi escritorio y cojo el móvil, que está al lado. Me quedo mirando la pantalla durante unos instantes. Lea no me ha llamado, como hace otras tardes, y yo tampoco he hecho intención de comunicarme con ella. Así que creo que estamos oficialmente enfadados. Resoplo.
Finalmente meto el teléfono en el bolsillo de la chaqueta y me levanto. Atravieso el despacho, apago la luz y cierro la puerta a mi espalda.
El edificio está sumido en un silencio sepulcral. Aunque nunca duerme, porque hay personas trabajando constantemente, por la noche la actividad se reduce de manera considerable.
Hasta que llego al garaje, me encuentro con varios hombres del personal de seguridad que vigilan la construcción veinticuatro horas al día.
—Hasta mañana, señor Baker —se despide uno de ellos en tono formal. Un tipo corpulento y de facciones marcadas.
—Hasta mañana —respondo.
Dejo atrás al guarda de seguridad y me dirijo al coche. Entro en él, lo arranco y pongo algo de música tranquila de los años ochenta: Lionel Richie, The Pretenders…, mientras circulo por las calles de la Gran Manzana.
Cuando llego al ático, todo está a oscuras y sumido en una mudez absoluta.
Seguro que Lea está acostada, me digo. Hoy he llegado demasiado tarde.
Enciendo la luz del hall y, tratando de no hacer ruido, subo la escalera hasta el segundo piso. Casi de putillas me adentro en la habitación de James y Kylie. Sus inconfundibles aromas a bebés embriagan la atmósfera. Me aproximo a la cuna, guiado por el resplandor multicolor de las luces de Nueva York que se filtran ligeramente por los postigos de la ventana. Los dos duermen como angelitos. Sus expresiones infantiles están relajadas, transmitiendo una paz que es contagiosa, y eso me hace respirar hondo. Me inclino hacia ellos y le doy un beso en la mejilla a cada uno.
Salgo en silencio y me encamino hacia nuestra habitación. Apoyo la mano en el pomo y lo hago girar con cuidado. No quiero despertar a Lea y cierro la puerta tras de mí haciendo el menor ruido posible.
Al prender la lámpara de la mesilla, las sombras de la habitación se disuelven y el rostro de Lea queda iluminado por una tonalidad acaramelada que suaviza aún más sus facciones.
Me despojo de la chaqueta del traje, la doblo por la mitad y la recuesto sobre el respaldo de la silla que hay situada al lado de los ventanales. Aflojo el nudo de la corbata, me la saco por la cabeza y la dejo encima de la chaqueta. Respiro hondo.
Avanzo hacia la cama mientras me quito los gemelos y me desabrocho los puños de la camisa. Cuando alcanzo el borde, me siento cuidadosamente al lado de Lea y la contemplo durante un rato en la calma que concede la noche.
Está preciosa mientras duerme.
Alargo la mano y le retiro un mechón de pelo que le cae sobre la cara. Mis dedos acarician suavemente la línea de su mandíbula. Aunque no es lo que pretendo, el contacto hace que Lea se despierte. Frunce ligeramente el rostro, abre los ojos y los gira hacia mí.
—¿Ya has llegado? —me pregunta con voz soñolienta y pestañeando varias veces seguidas.
—Sí —respondo, volviendo a pasar la mano por su mandíbula, sin quitar la mirada de su rostro—. Duerme, Lea. Todo está bien —digo.
—No, Darrell. No todo está bien —me dice.
Se incorpora y se sienta en la cama, me mira y suspira levemente. Durante unos segundos sigo contemplándola, recorriendo sus rasgos con mis ojos. Diseccionándola. Noto que Lea se pone nerviosa ante mi silencio y mi escrutinio, porque comienza a morderse el interior del carrillo.
—No sé lo que me pasa —digo de pronto, apartando la mano de su cara.
Lea alza la vista hacia mí y me mira con expresión de desconcierto en el rostro.
—¿Qué quieres decir? —me pregunta—. ¿Qué te sucede, Darrell?
—Desde que estuve en la cárcel me aterra perderte, Lea —confieso, pasándome las manos por el pelo—. Todo lo que pasó me ha enseñado que la felicidad es demasiado efímera. Demasiado —enfatizo—. Que hoy eres el hombre más feliz del mundo y mañana el destino te convierte en el más desdichado, que todo puedo cambiar en menos de lo que dura un chasquido de dedos. Por eso veo cualquier cosa como una amenaza, incluido a Matt.
—Darrell, no puedes estar siempre en ese estado —dice Lea en un visible tono de preocupación—. Lo único que vas a conseguir es no disfrutar de lo que tenemos, del amor que nos tenemos, de nuestra relación…
—Soy consciente de ello, pero no puedo evitarlo —digo a modo de justificación—. Necesito tenerlo todo bajo control porque eso es lo único que me da algo de seguridad. Necesito saber que me quieres…
—Te quiero —me corta Lea con voz suave.
—A veces no es suficiente —afirmo, mirándola fijamente.
—Pero Darrell…
Lea parece extrañada.
—A veces no es suficiente… —repito en un susurro. Sin darle tiempo a que hable, paso la mano por su nuca y la atraigo hacia mí—. A veces no es suficiente… —vuelvo a decir, como si estuviera inmerso en una suerte de trance.
Los ojos de Lea relucen como dos monedas antiguas y valiosísimas, pero siguen mostrando una expresión de desconcierto ante mi actitud. Acerco mi boca a la suya, la beso y después le muerdo los labios.
—Darrell…
Lea susurra mi nombre con un suspiro.
—Lea… —mascullo.
Tiro hacia atrás de su cabeza y me inclino para que mi lengua profundice más en su boca, que permanece entreabierta.
Sin poderme contener, me abalanzo sobre Lea. La tumbo de nuevo en la cama y me pongo encima de ella mientras una oleada de calor me recorre las venas como si fuera la lava de un volcán.