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Jonnie despertó. Había estado tan concentrado en las finanzas, que tuvo que esforzarse por pensar en asuntos técnicos.
Para la Tierra sería peligroso tener esos paneles dispersos por los dieciséis universos…, miles, tal vez cientos de miles de equipos en manos no siempre amistosas o bienintencionadas, manejados por otras razas.
Con un panel podían hacerse muchas cosas. Se podía transportar gente, enviar cajas de despachos, embarques de metal, productos terminados, alimentos, pero también podían enviarse bombas, como él lo había probado con resultados tan fatales para los psiclos, y sabía que, de no haberse presentado otra solución, lo mismo les hubiera sucedido a los tolnepas.
No había pensado demasiado en el asunto. Había tenido otras cosas más urgentes. Sí, un panel, por no hablar de medio millón de paneles, allá fuera, podía resultar muy peligroso para la Tierra.
—Concédanme un momento —dijo.
El señor Tsung aprovechó el momento para llevarles un poco de le y una bandeja con tentempiés. Era casi la hora de la comida. Esto concedía a Jonnie, como sabiamente advirtió, el tiempo necesario para pensar.
Los psiclos habían tenido operarios psiclo. Esto no los diferenciaba mucho con respecto a la plataforma y el equipo.
En el propio panel podían usarse las mismas medidas de seguridad. Incluso podrían mejorarse un poco.
Si ponía una cámara en el frente blindado de la carcasa, ésta haría una fotografía de cada cargamento…
¡Ajá! Los detectores analíticos de metal. Si se los montaba en la propia plataforma, podían analizar un cargamento desde todos lados, por arriba y por abajo, y si se conectaban a un circuito del panel al que nadie pudiera llegar, y si ese circuito tenía un rastreador de metal… Sí. Si algo en el cargamento coincidiera con huellas prohibidas, como la del uranio o la del pesado elemento de la bomba última, el complemento del circuito separaría un reóstato y el panel no funcionaría.
Era algo difícil pensar con todas esas caras mirándolo, esperando. No necesitaba que le dijeran que el destino de los bancos dependía de ello. Y no habían mencionado nada que pudiera malbaratar todo el trato.
Si se reunía con Allen y Mac Kendrick y estudiaba la cuestión de la enfermedad… Ellos habían dicho que tenía un aura. De todos modos, había huellas de virus y bacterias y podía incorporarlas, tuviera o no un aura la enfermedad, y si cualquier cosa que había en la plataforma coincidía con las huellas, activarían aquel reóstato y el panel no funcionaría.
Podía montarla de manera tal que si cualquiera de esas cosas intentaba enviarse a la Tierra, ataría las coordenadas para que el panel estallara.
Entonces en cada panel y bien a la vista podía ponerse una advertencia: «Cualquier intento de enviar un cargamento de contrabando con este panel lo dejará inutilizado…». Sin dar ninguna lista de objetos, porque de otro modo alguien podría tratar de enmascarar el envío. Y si se agregaba: «Cualquier intento de utilizar este panel en un acto de guerra contra la Tierra lo hará estallar…». Agregar incluso que el panel podía detectar las malas intenciones…
Sí, podía construir un panel a toda prueba.
Y si se daba la impresión de que éste terminaba de armarse en un lugar desconocido por gente que no podía detectarse…
Podía defender las zonas de construcción. Sólo permitiría que unos pocos escogidos, completamente seguros, hicieran el ensamblaje final… Fundar una escuela para operarios extraterrestres que sólo ellos supieran manejarlo…
—Creo que puedo hacerlo —les contestó.
Todos sonrieron y el señor Tsung se llevó la bandeja.
—Sin embargo —objetó Jonnie—, los equipos serán algo caros.
No tenía importancia.
—Y no los venderé; sólo los alquilaré. Cada cinco años habrá que renovar los paneles. —Eso permitiría que una Tierra, que no tenía ingresos reales, pudiera seguir funcionando y permitiría también la inspección de las fotos de los cargamentos que se hubieran realizado—. Habrá que contratar una firma extraterrestre para hacer los repuestos y las carcasas. Si no, llevaría demasiado tiempo construir una…
—¿Usted puede proporcionar paneles? —preguntó lord Voraz.
—Dijo que podía —terció el barón—. Si Jonnie dice que va a hacer algo, ¡cuidado! ¡Lo hará!
—Muy bien —dijo lord Voraz—. Ahora llegamos a lo más serio de todo. —Y señaló en dirección a la gran sala de conferencias—. ¡Esos emisarios! —Y adoptó un gesto melancólico—. Ahora están ustedes casi dentro del negocio bancario intergaláctico, y lo estarán si se firma esta resolución. ¡Será mejor que comprendan que manejar a esos seres es algo sumamente difícil! Como habrán notado —continuó—, en este momento hay sublevaciones en sus países. Sus economías se encuentran en un estado caótico. Pero están hechos de manera tal que se quedarán allí sentados, en medio de sus prejuicios, aferrados a sus opiniones más arrogantes, e ignorarán todo lo demás. En este mismo momento, y lo sé mejor que ustedes, cuentan absolutamente con la guerra para salvar sus economías y sus estados. Creen que los poderes y la histeria de la guerra distraerán a la gente y asegurarán sus posiciones. Es su fórmula. Este banco vivió a la sombra de los poderosos, aunque odiados, psiclos. Ellos ya no están. El de ustedes, e incluso el Gredides, son planetas pequeños. No tienen ustedes una gran fuerza militar. Para ser francos: estos nobles no los respetarán. Con lord Schleim tuve una idea de lo que está pasando. Él suponía que el banco ya no tenía la influencia que había tenido. Él pensó que podía violar la conferencia. Fracasó, pero esas ideas no hubieran podido existir hace tres meses. Más pronto o más tarde otros de esos altaneros nobles pensarán lo mismo. —Y señaló los papeles—. Tiene aquí más de un millón doscientos mil mundos habitables, útiles. Es un cebo muy atractivo para los peces grandes. Como esos nobles desean la guerra para salvar a sus gobiernos, encontrarán un pretexto para no respetar la propiedad de la Intergaláctica, la Tierra o el banco. Asolarán estos planetas, se pelearán por ellos, arrojarán al viento y a las aguas el sentido común y el orden. Cuanto más presionados estén en casa por el caos económico, más pretextos buscarán para realizar acciones fuera de la ley.
Jonnie lo escuchaba. Hacía ya rato que se preguntaba cuándo llegarían a esa cuestión. Era el problema clave. Y si no se ocupaban de él, todas las puertas que estaban tratando de abrir se les cerrarían de pronto:
—En el tiempo que llevo aquí —dijo lord Voraz—, ni uno solo de estos elegantes aristócratas ha dejado de llevarme aparte para discutir las posibilidades de un préstamo para la guerra. Por supuesto, rara vez los hacemos. Todo lo que hacemos es emitir los bonos para ellos y dejar que se los vendan entre sí. En los préstamos de guerra no hay verdadero dinero. Con las economías tan debilitadas, hay pocas posibilidades de que se devuelvan. ¡Las guerras no son tan populares entre la gente que las libra como entre los nobles que las dirigen y se enriquecen con ellas! Podrían producirse revoluciones y sabido es que los revolucionarios son una inversión muy insegura. De modo que antes de correr estos riesgos, deberían sopesarlos.
Jonnie se puso en pie. Aquellos hombrecitos grises todavía no habían firmado nada. Había temido que utilizaran subterfugios. Cogió su casco y la clava de plata.
—Sir Roberto y yo discutimos esto. Lo ensayamos. Es arriesgado, pero creo que no tenemos elección. ¿Me garantizan todos ustedes el derecho temporal de establecer la política del banco durante las dos próximas horas? Si tiene éxito, no serán ustedes los Perdedores. Si no tengo éxito, no habrán perdido nada.
—¿Usted establecer la política del banco? —balbució lord Voraz.
—¡Deje que lo haga! —sugirió el barón.
—Pero podría comprometernos en algún…
—Es mejor que diga que sí, lord Voraz —apremió Mac Adam—. Es Jonnie Tyler quien habla.
Atontado, lord Voraz miró a Mac Adam y al barón.
—Todavía no he firmado…
—Y yo tampoco —dijo Dries.
El barón se estiró y obligó a Voraz a mover afirmativamente la cabeza.
—Ha dicho que sí, Jonnie. Adelante.
—Pero podría hacer algo peligroso —trataba de explicar lord Voraz—. ¡Es un joven muy peculiar!
Jonnie ya se había ido, en compañía de sir Roberto. Este último tenía una expresión irritada.