7
Se metieron en el coche sin problemas, salvo un par de insinuaciones de los cadetes con los que se cruzaron, tales como: «¿Has chocado, Storm?», con referencia al vendaje, y «¿Liquidaste a alguien Stormalong? ¿O fue aquella chica de Inverness? ¿O su papá?».
En el coche había un paquete grande que dejaba poco espacio de asiento incluso tratándose de un asiento psiclo. Ker llevó el coche por la planicie con la habilidad natural de alguien con años y cientos de miles de horas sentado frente a un cuadro de mandos. Jonnie no recordaba lo bien que conducía Ker. Con respecto a coches de superficie y maquinaria, era mejor que Terl.
—Les dije —explicó— que eran ustedes dos quienes habían ido a Cornwall a buscar el recinto de motor que necesitaba. Incluso me vieron sacándolo del avión.
Jonnie comentó que no había nada como tener de su lado a un criminal experimentado. Esto le gustó mucho a Ker y levantó el coche a ciento cincuenta. ¿En esa planicie áspera? Angus cerró los ojos mientras los arbustos y rocas pasaban como relámpagos.
—Y allí hay dos máscaras y botellas de oxígeno que he traído —dijo Ker—. Diremos que el gas respiratorio gotea en las tuberías; que no hay suficiente para mí, pero es demasiado para ustedes. Pónganselas.
Sin embargo, lo retrasaron hasta que estuvieron cerca del complejo. Las máscaras chinko, preparadas para colocar en un rostro humano, eran siempre algo incómodas.
A Jonnie no le importaba la velocidad. Se tomó un momento para complacerse en el hermoso día. En esta estación, las planicies estaban algo marrones y había menos nieve en las cumbres, pero era su país. Estaba cansado de la lluvia y el calor húmedo. Era bueno estar en casa.
Súbitamente, salió de su ensueño cuando frenaron sobre el polvo ondulado de la meseta cercana a la jaula. Ker no se preocupaba por ver adonde iba con un vehículo. Sacó la cabeza por la ventana y gritó en dirección a la jaula.
—Ha llegado. ¡Me parece que no es el recinto adecuado, pero veremos!
¡Terl! Allí estaba, con las patas sobre los barrotes. Habían cortado el fluido eléctrico.
—¡Bueno, apresúrate! —rugió Terl—. Estoy cansado de asarme con este sol. ¿Cuántos días faltan, estúpido?
—Dos o tres, no más —aulló Ker.
Hizo dar al vehículo una vuelta peligrosa, se levantó unos siete pies en el aire y bajó orientado hacia el otro lado del complejo, para entrar por las puertas del garaje.
Ker entró, hizo bajar al coche por una rampa para entrar en un sector desierto y se detuvo.
—Ahora vamos a su oficina —indicó.
—Todavía no —repuso Jonnie, con la mano apoyada en el revólver explosivo que tenía en la chaqueta—. ¿Recuerdas aquel viejo armario donde encerraron primero a Terl?
—Sí —afirmó Ker, dudoso.
—¿Todavía tiene gas respiratorio? —preguntó Jonnie.
—Supongo que sí —murmuró Ker.
—Ve primero al almacén de electrónica, coge una máquina analítica de mineral y después ve a ese armario.
Ker estaba algo inquieto.
—Pensé que queríamos entrar en su oficina.
—Y queremos —aseveró Jonnie—. Pero primero tenemos algo que hacer. No te alarmes. Lo último que desearía es hacerte daño. Tranquilízate y haz lo que te digo.
Ker aceleró y metió el coche en un laberinto de rampas, dirigiéndose al lugar adonde lo mandaba Jonnie.
No habían limpiado mucho el lugar después de la batalla. Quedaban allí cientos de aviones, miles de vehículos y máquinas de minería, docenas de talleres para los distintos tipos de trabajo y cientos de almacenes…, los desperdicios tanto como los objetos valiosos de mil años de operaciones. Jonnie los miró especulativamente…, por la manera en que podían usarse para reconstruir el planeta, eran riqueza. Y cada mina tenía almacenes de material similares, inmensos. Había que conservar y cuidar estas cosas. Eran irreemplazables, porque las fábricas que las habían hecho estaban a universos de distancia. Pero llenas como estaban, acabarían no obstante por terminarse y arruinarse. Ésa era otra razón para incorporarse a la comunidad de sistemas estelares. Dudaba de que muchas de estas cosas hubieran sido hechas en Psiclo. Los psiclos eran explotadores de razas y terrenos extranjeros. ¿Acaso no habían tomado en préstamo su lenguaje y su tecnología? La clave de su poder parecía estribar en el teletransporte. Bueno; estaba trabajando en eso.
Se acercaron al viejo armario y Angus entró con la máquina de análisis de metales. Jonnie jugueteó con el circulador de gas respiratorio. Revisaron sus máscaras y cerraron la puerta. Le dijeron a Ker que se quitara su máscara.
Algo aprensivo, Ker tuvo, no obstante, la presencia de ánimo de poner un apósito negro y bloquear la ventanilla.
Jonnie y Angus se dispusieron a trabajar. Convencieron a Ker de que pusiera su cabeza sobre la placa de la máquina analítica. Lo hizo, pero haciendo rodar sus ojos ambarinos de uno a otro lado, como si sospechara que estaban algo locos. Recordó que la máquina se había usado con la cabeza de Jonnie y trató de decirle que nunca lo habían herido mucho en la cabeza.
Trabajaron. Angus se había transformado en un experto en el ajuste de estas máquinas y preparó los botones para diferentes niveles de profundidad y enfoque. A Ker empezaba a dolerle la espalda de estar inclinado y lo dijo. Lo hicieron callarse. Hicieron girar su cabeza en todas direcciones sobre la placa. Treinta y cinco minutos después lo dejaron levantarse.
Ker se irguió, frotándose la nuca y tratando de enderezar su espalda.
Jonnie lo miró.
—Háblanos de tu nacimiento, Ker.
A Ker le pareció que esto era un poco delirante. Abrió la boca para hablar y echó una mirada a la puerta. Sacó un aparato del bolsillo y lo colocó contra la zona cercana al portillo. Tenía una pequeña esfera de luz y les diría si había alguien afuera. Angus revisó el intercomunicador colocado en el panel y lo cerró.
—Bueno —empezó Ker—: Nací de padres acomodados…
—¡Oh, vamos, Ker! —dijo Jonnie—. La verdad: queremos la verdad, no un cuento de hadas.
Ker pareció ofenderse. Suspiró con aire de mártir. Sacó un diminuto frasco de kerbango y masticó un trozo. Lo necesitaba. Se apoyó contra la pared y recomenzó.
—Nací de padres acomodados en Psiclo —continuó—. El padre se llamaba Ka. Era una familia muy orgullosa. Su primera hembra dio a luz una carnada. Por lo general, una carnada psiclo es de cuatro cachorros, a veces cinco. En este caso fue de seis. Bueno; con frecuencia pasa que cuando hay tantos cachorros, uno de ellos es enano…; en los órganos femeninos no hay suficiente espacio o algo así. De todos modos, yo fui el sexto y resulté enano. Como no deseaban el deshonor de la familia, me arrojaron a la basura, que es lo que se hace con ésos. Un esclavo de la familia, por razones personales, me sacó y me llevó lejos. Era miembro de una organización revolucionaria clandestina. Debajo de la Ciudad Imperial hay millas de pozos mineros abandonados y por allí se escapan los esclavos y nadie puede vigilarlos, de modo que allí estaba yo. Tal vez sea por eso que en las minas me siento como en casa. Los esclavos eran de raza Balfan, gente de color azul. No tienen un aspecto precisamente ordinario…, pueden respirar gas, la atmósfera psiclo, y no tienen que usar mascaras, de modo que fácilmente puede vérselos por las calles. Tal vez pensaran que necesitaban poseer un psiclo para poner bombas o algo. De todos modos, me criaron y me entrenaron para robar cosas para ellos. Siendo pequeño, podía meterme en lugares angostos y salir de ellos. Cuando tenía unos ocho años, lo que es muy poco para un psiclo, un agente del Buró Imperial de Investigación, llamado Jayed, infiltró en el grupo lo que llaman agents provocateurs, para incitarlos a cometer grandes crímenes, de modo de poder arrestarlos. Al poco tiempo, el B. I. I. arrasó el subsuelo. Como era pequeño, me deslicé por un antiguo ventilador de una galería. Después de eso, tenía hambre y vagabundeaba por las calles. De modo que encontré un ventanuco en la parte trasera de una tienda de comestibles. Era demasiado pequeño para que le pusieran barrotes, porque ningún psiclo normal podía meterse por allí. De modo que entré y tropecé con un sistema de alarma…, algo que me animó más tarde a estudiar ese tipo de aparato. —Ker hizo una pausa y cogió otro trozo de kerbango. En realidad, se trataba de un descanso que le venía bien. Cuando se tiene una máscara puesta, no se puede comer kerbango, porque es imposible escupir el residuo de pequeños granos. Era también una especie de alivio. Nunca había contado esa historia antes—. En todo caso —continuó—, me juzgaron, me encontraron culpable y me sentenciaron a ser marcado con las tres barras de rechazo y un siglo de servicio en los pozos imperiales. Allí estaba, a los ocho años, haciendo trabajos forzados con los peores criminales. Era demasiado pequeño para que pudieran ponerme grilletes, de modo que me dejaron ir por allí, y por eso no tengo marcas en los tobillos. No tengo que cuidarme cuando me saco las botas. Como era libre (¡ja, ja!), los criminales más viejos me usaban para llevar mensajes ilegales entre los grupos encadenados y las celdas y me educaron bien en el crimen. Cuando tenía unos quince años, una plaga llegó a los pozos y murieron muchos guardias, y como no tenía grilletes, escapé. Para entonces ya sabía lo que tenía que hacer, aunque quince años son pocos para un psiclo. Como era pequeño, podía meterme por ventanas y habitaciones pequeñas que nadie pensaba en enrejar y me hice con un montón de dinero. Compré papeles de identidad falsos, soborné a un empleado de personal de la Minera Intergaláctica y me emplearon como minero porque podía entrar y salir por lugares pequeños. Serví en varios sistemas y de alguna manera me las he arreglado para sobrevivir estos últimos veinticinco años. Sólo tengo cuarenta y un años, y un psiclo vive más o menos hasta los ciento noventa, de modo que me faltan ciento cuarenta y nueve años. El problema inmediato es planear cómo pasarlos (¡ja, ja!).
—Gracias —dijo Jonnie—. ¿Qué influencia tiene Terl sobre ti?
—¿Ese mono? Ahora ninguna. La tenía, pero ahora no. Ninguna. ¡Gracias sean dadas a los demonios!
—¿Te entrenaron alguna vez en matemáticas? —preguntó Jonnie.
—No, soy idiota —rió Ker—. Sólo soy un ingeniero práctico…, no tengo educación, sino experiencia…, y además soy un criminal, por supuesto.
—¿Te gusta la crueldad, Ker?
El psiclo enano bajó la cabeza. En la luz que se reflejaba desde la máquina, se lo veía avergonzado.
—En la medida en que estoy siendo honesto, lo que es una novedad para mí, puedes creerme: tengo que fingir que me gusta la crueldad, que me divierto dañando cosas. ¡Si no, los otros psiclos me considerarían anormal! Pero… no, no me gusta, lamento decirlo. —Y se irguió—. Dime, Jonnie: ¿qué significa todo esto?
Angus y Jonnie se miraron. Este psiclo no tenía ningún objeto en la cabeza. ¡Ninguno en absoluto!
Pero Jonnie no estaba dispuesto a darle datos vitales. Ker no sabía nada de esos objetos y quizá pocos psiclos lo sabían.
—Tienes una estructura craneana distinta de la de otros psiclos —indicó Jonnie—. Eres completamente distinto.
Ker se irguió, vigilante.
—¿Es verdad? Bueno, bueno. A menudo sentía que había alguna diferencia. —Y se puso pensativo—. Los psiclos no gustan de mí. Y en realidad a mí tampoco me gustan ellos. Me alegro de saber la razón.
Jonnie y Angus se sentían muy aliviados por esta prueba. No querían que Ker los atacara y se suicidara cuando comprendiera que estaban buscando una respuesta al acertijo del teletransporte.
Estaban recogiendo el equipo cuando se encendió el indicador luminoso de la puerta. Había alguien afuera.