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Hacia las cinco de esa misma mañana, Brown Limper Staffor supo que había encontrado a Tyler.

Hacía ya días que no podía dormir, sentarse tranquilamente o comer. Todas las otras preocupaciones del estado, todas las tareas que habitualmente ocupaban su tiempo, estaban olvidadas. Durante las veinticuatro horas del día sólo se había concentrado —con una mirada extraviada e intensa— en cerrar la trampa que había tendido. ¡El crimen debía ser castigado! Había que atrapar al malhechor. Era preciso dar prioridad a la seguridad e integridad del estado. Casi cada texto sobre gobierno que había estudiado, cada consejo que se le había dado, le probaba una sola cosa: ¡tenía que atrapar a Tyler!

La primera señal de victoria se había producido a las tres de la madrugada, con una foto del vuelo de reconocimiento. Tenía problemas con estas máquinas. Desde que estos grabadores habían sido trasladados al Capitolio, lo había irritado su incomprensible complejidad y a menudo los golpeaba cuándo no escupían lo que él deseaba. Tener que hacer todo este trabajo con tan poca ayuda hacía que se sintiera un mártir. Pero había estado revisando la bandeja de fotografías que venían de Escocia. A esta hora del día el piloto que manejaba el control del vuelo y estas máquinas no estaba allí. ¡Un fastidio!

¡Y allí estaba Tyler! Bailando una de esas danzas locas de los highlanders. Junto al fuego y en compañía de otros doce hombres. Aunque las fotografías eran mudas, sintió dolor en los oídos, imaginando la loca música de gaita que debía haber estado sonando. ¡Sí! Camisa de cazador y todo: era Tyler.

La máquina le metió en líos al tratar de encontrar la huella mediante el retroceso. No conseguía distinguir un número psiclo de otro, pero lo consiguió y obtuvo un enfoque de primer plano.

¡No era Tyler! Comprendió que su lógica fallaba. Era imposible que Tyler estuviera bailando y agitando los brazos. La última vez que lo había visto en el complejo, Tyler cojeaba mucho, apoyado en un bastón y no podía usar su brazo derecho.

Pero hacia las cuatro y cuarenta y ocho de la madrugada, una fotografía proveniente de otro vuelo que sobrevolaba en ese momento la zona del lago Victoria mostraba un hombre junto al mismo, arrojando piedras al agua. Un hombre con camisa de cazador, el mismo cabello, la misma barba. ¡Tyler! Pero no podía ser él, porque estaba usando el brazo derecho para arrojar y cuando retrocedió fue evidente que no cojeaba.

Apenas había dejado caer al suelo la fotografía, cuando Lars Thorenson entró a toda prisa, como si tuviera novedades. Brown Limper le explicó lo que sucedía. ¿Qué hacían dos Tyler visibles para dos vuelos de reconocimiento casi simultáneos y, sin embargo, tan lejanos en la superficie terrestre?

—Eso es lo que estoy tratando de decir —exclamó Lars—. Hay tres escoceses que se parecen a Tyler. Pero no es eso. ¿Sabe aquello que nos dijo Terl que buscáramos? Cicatrices en el cuello de Tyler, producidas por el collar que usó durante tanto tiempo. No podía comprender por qué Stormalong usaba su bufanda tan levantada en torno al cuello. Nunca lo había hecho antes. ¡Y hace unos cinco minutos me desperté con todo clarísimo! ¡Está ocultando esas cicatrices! Tyler está en el complejo en este mismo momento, fingiendo ser Stam Stavenger. ¡Stormalong!

Habían llegado a las conclusiones exactas mediante razonamientos erróneos.

Brown Limper pasó inmediatamente a la acción. Una y otra vez, Lars le había hablado de ese gran héroe militar, Hitler, y sus impecables campañas. Terl le había enseñado a precaverse. Estaba preparado para este momento.

Dos días antes, había ultimado los términos del contrato con el general Snith. Cien créditos diarios por hombre era mucho, pero Snith lo valía.

Dos comandos habían ido en camión a la aldea que estaba en la pradera alta. No hubo reunión de la ciudad. Los aldeanos habían sido evacuados sin tener en cuenta sus protestas. Se los había alojado apresuradamente en una aldea distante, del otro lado de la montaña, que una vez Tyler había elegido para ellos. Los cinco jóvenes que hubieran podido protestar estaban en la Academia, tres de ellos aprendiendo a manejar máquinas y cómo mantener abiertos los pasos durante el invierno con máquinas de palas; los otros dos aprendiendo a pilotar aviones. No era necesario escuchar a los niños y los viejos y podían ignorarse sus quejas en el sentido de que habían arruinado sus preparativos para el invierno. Como concesión a la sagacidad política, se les había dicho que los trasladaban para poder desenterrar y usar las viejas minas tácticas. Estas minas —ahora sabían que eran explosivos enterrados hacía muchísimo tiempo y Brown Limper les había demostrado que era otro caso de mentira de Tyler— tenían su propio papel a desempeñar en esta inteligente estrategia.

El antiguo hogar de Tyler había sido preparado con granadas y detonadores y los expertos en explosivos de los brigantes le habían asegurado a Brown Limper que todo lo que tenía que hacer Tyler era abrir la puerta para volar en pedazos.

La historia diría que Tyler había ido a su casa, pese a las advertencias que se le habían hecho sobre las viejas minas y que una de ellas había estallado. De esta manera, no existía la posibilidad de que hubiera quejas o se responsabilizara a Brown Limper. El jefe del planeta estaba algo confuso con respecto a quién había tenido la idea: si él o Terl. Pero no importaba: era un brillante pensamiento político. El estado y la nación debían quedar libres de esa plaga, el supercriminal Tyler, y eso con un mínimo de repercusión en el cuerpo político. Además, Brown Limper había leído en alguna parte que el fin justifica los medios y ésta parecía ser una base política sensata. Al pensar en ello, Brown Limper advertía que se estaba transformando en un estadista digno de figurar junto a las figuras estelares de la historia humana.

A las seis de la mañana ordenó al general Sníth que empezara a cambiar la guardia en el complejo. Había que relevar definitivamente a los cadetes, sobre la base de que no les agradaba el trabajo, que interrumpía sus estudios, y de que ahora el estado tenía un ejército adecuado. Hacia las ocho de la mañana, los brigantes debían estar de guardia en el lugar.

Una llamada apresurada le había asegurado que los otros dos que estaban con «Stormalong» ya se habían ido hacia la Academia y el oficial de guardia del complejo lo había ratificado.

Al comando brigante se le habían dado ametralladoras Thompson. Por algún motivo no había rifles de asalto, pero las Thompson estaban bien.

Lars había recibido instrucciones. Se le habían dado dos hombres escogidos con ametralladoras. Tenía que ir al complejo. Tenía que esperar dentro hasta que apareciera «Stormalong» y después debía detenerlo con un mínimo de perturbación. Lars debía llevarlo a la sala de justicia. No debía alarmar a Tyler como para incitarlo a luchar. Cuando se lo hubiera acusado formalmente, se le diría que su caso iba a ser juzgado por el Tribunal Mundial que se formaría en unas dos semanas, y después se lo llevarían a la vieja aldea. «Arresto domiciliario» y «en espera de juicio» eran expresiones que Brown Limper había descubierto. Informaría a Tyler de que estaba bajo arresto domiciliario. Después, a Lars tocaría llevarlo a la pradera. No había que correr el riesgo de alertar a los cadetes o a algún ruso que estuviera en la vieja tumba.

—Creo que debería cogerlo cuando esté todavía en la oficina de Terl —sugirió Lars.

—No —dijo Brown Limper—. Terl me ha asegurado que puede desbaratar cualquier truco que haya intentado Tyler en su oficina. Probablemente se ha quedado atrás para hacer algo criminal después de que los otros hayan finalizado. Tienes que llevarlo a él solo. Los otros dos podrían ayudarlo. Buscamos al criminal Tyler. Tenemos que traerlo aquí sin problemas, acusarlo y llevarlo a la pradera. Muéstrate cortés. Satisface cualquier demanda razonable. Serenidad. No provoques disturbios. Y no dañes la oficina. Esto es algo que ha solicitado Terl.

A Lars las instrucciones le parecieron algo turbias y desfasadas, pero comprendió los puntos esenciales. Consiguió sus dos brigantes, se aseguró de que tenían las ametralladoras, consiguió un coche de superficie blindado, de ejecutivo, y se fue.

Brown Limper ordenó al general Snith:

—Mantenga sus mercenarios ocultos en el complejo, pero esté preparado para enfrentarse a problemas esta mañana. Dígales que no comiencen a disparar a menos que sean atacados.

El general Snith lo comprendió. Sus hombres estaban listos para ganarse el sueldo.

Brown Limper había encontrado el molde de las ropas que utilizaban los jueces y se había hecho hacer una toga para esta ocasión. Se la puso, acercándose a la ventana para mirar de vez en cuando, y finalmente se contempló en un viejo espejo agrietado.

¡El tiempo de venganza de toda una vida de abusos e insultos estaba al alcance de la mano!

Campo de batalla: la Tierra. La victoria
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