5

Jonnie estaba echado detrás del tronco de un árbol, empapado por la lluvia, transpirando a causa del calor, mirando al complejo a través de lentes infrarrojas que no le servían para mucho.

Durantes tres días lluviosos y húmedos habían estado siguiendo un cable de alta tensión, única señal de civilización. Habían aterrizado bastante bien junto a la torre de potencia. Era automática. La maquinaria psiclo se había superpuesto al antiguo trabajo humano. No tenían datos reales sobre la posición del complejo, más allá de conocer su existencia, pero Jonnie sabía que finalmente este cable de alta tensión, apoyado en pilones de metal muy viejos, los llevaría hasta allí. «Finalmente» parecía ser la palabra adecuada.

Por lo general, los alrededores de la línea de alta tensión se limpiaban de árboles y arbustos, pero no sucedía así en este caso. Allí, durante una innumerable cantidad de años, la línea de tensión no ofrecía más cielo abierto que cualquier otra parte de la vasta selva. Los viejos mapas humanos decían que éste había sido un país llamado Alto Zaire y que esta porción de la nación extinta era la selva Ituri.

Aquí, el sol ecuatorial jamás tocaba el suelo. Se lo impedía en primer lugar un manto de nubes y luego las copas de los poderosos árboles que se entrelazaban formando una cúpula a cien pies por encima del suelo. Grandes viñas de un pie de diámetro o más se envolvían como serpientes en torno a los troncos. Bajo los pies, el humus espeso gorgoteaba a cada paso.

¡Y empezó a caer lluvia! Goteaba, corría por los troncos y las vides, se derramaba a través de mínimas hendiduras hasta que uno sentía que estaba tratando de avanzar a través de una permanente catarata cálida de variada densidad. Todo era crepúsculo.

La caza se fundía engañosamente con la media luz: algo peligroso. Habían visto elefantes, búfalos y gorilas de la selva. Un animal parecido a una jirafa, un antílope y dos especies de gato eran los que encontraban a cada paso. El gruñido de los leopardos, el rugido de los cocodrilos, la charla de los monos y el chillido de los pavos reales —sonidos amortiguados por la lluvia— hacían que Jonnie sintiera que la zona era hostil y estaba densamente poblada. Los antiguos mapas decían que esta selva tenía unas veinte mil millas cuadradas, y que ni siquiera en el apogeo de la civilización humana había llegado a explorarse totalmente. ¡No era sorprendente que una mina se perdiera aquí!

La selva Ituri no era el lugar apropiado para la piel de ante, los mocasines y un lisiado.

El intento de avanzar era dificultado por la imposibilidad de sobrevolar el lugar y la necesidad de mantener cierto secreto. No se atrevían a usar las radios. Lanzar cuerdas desde los aviones podía arruinar la línea de alta tensión, si es que llegaban a tocarla. Era peligroso vadear las corrientes, porque las aguas estaban infestadas de cocodrilos.

Bueno; había aquí una pequeña partida de ellos. Sólo veinte, diseminados entre los árboles y preparados para pedir reservas o los aviones si fuera necesario.

El complejo parecía desierto, pero los psiclos nunca salían a caminar por el exterior. Hacía tanto tiempo que lo habían construido, que quedaba oscurecido por la cúpula de los árboles. Jonnie se preguntó qué era necesario que hubiera hecho un empleado para que se le enviara a este puesto horrible, melancólico y húmedo.

Buscaba a la izquierda del complejo las señales de senderos para camiones. No habría marcas de neumáticos, pero los vehículos flotantes de metal tenían que haber abatido y matado la vegetación. Sí, por allá había un camino, hacia el este atravesando la semioscuridad. ¡Ah, sí! Más luces más allá de un claro en los árboles que se utilizaba para el aterrizaje de cargueros. ¿Terminaría todo allí? No, otro camino. Un camino de salida a través de la selva y otro que daba al campo.

—Nunca se hizo una incursión menos meditada —murmuraba Roberto el Zorro.

Pero una incursión bien planeada requería primero una exploración inteligente. ¡Nunca hubiera podido imaginar que en el planeta existiera un terreno como éste!

Ahora bien, pensaba Jonnie, ¿qué buscaban realmente allí? En realidad, no psiclos muertos. Deseaba psiclos vivos. No tenía dudas de que los psiclos lucharían y era casi seguro que matarían a alguno, pero estaba mucho más interesado en los vivos que en los muertos.

Estaba a punto de desenganchar de su cinturón la radio minera en miniatura, para utilizarla en la esperanza de que tuvieran una en el complejo, cuando sus infrarrojos se movieron hacia la derecha del complejo. Había un sendero bien definido y al final lo que parecía la ruina de un remolque, de cientos de años de antigüedad y casi tapado por la vegetación. Era difícil ver en este crepúsculo del mediodía. La lluvia dificultaba la percepción de detalles aun con el infrarrojo.

Jonnie alcanzó las gafas a Roberto el Zorro.

—¿Qué ve allá?

Roberto el Zorro cambió de posición con la capa mojada como un calcetín recién lavado.

—Algo debajo de una lona alquitranada. Una lona nueva…, ¿un barril? ¿Dos barriles?… ¿Un paquete?

De pronto Jonnie recordó la deshilvanada historia de David Fawkes. El coordinador estaba detrás de ellos, agazapado, goteando agua. Jonnie retrocedió un poco a rastras.

—¿Cómo era eso de que ponían cosas en un tronco para canjear con los psiclos?

—¡Oh, sí, sí! Ponían gente para que los psiclos la vieran, después se retiraban, los psiclos se acercaban y dejaban algunas chucherías. Habla de los brigantes, ¿no?

—Creo que estoy contemplando un canje que no llegó a completarse —dijo Jonnie y le susurró a un escocés—: Pase el mensaje de que necesito al coronel Iván.

El inglés de Iván iba mejorando notablemente gracias al interesado tutelaje de Bittie Mac Leod, que pensaba «que era una vergüenza que el hombre grande no pudiera hablar un lenguaje humano». Esto hacía que el coronel Iván tuviera un acento muy cerrado, pero de todos modos necesitaba cada vez menos al coordinador de lengua rusa. Jonnie descubrió que también habían traído a ese coordinador, y esto hizo que sir Roberto se preguntara si no encontrarían también, en el avión, una anciana o un par de psiclos.

—Explore allá, hacia la derecha —sugirió Jonnie, aclarando el concepto con un círculo descrito con la mano izquierda—. ¡Cuidado!

—¿Qué es esta nueva maniobra en la precipitada incursión? —dijo el empapado Roberto el Zorro.

—No me gusta perder hombres —repuso Jonnie—. Como dicen los ingleses, «son malos modales». La precaución es todo.

—¿Vamos a atacar sencillamente ese lugar? —preguntó Roberto el Zorro—. No se puede tener cobertura aérea a través de estos árboles. Me parece que por allá veo un recinto de aire frío para un circulador de gas respiratorio. Supongo que podría darle desde aquí.

—Bueno: ¿tenemos balas comunes? —preguntó Jonnie.

—¡Sí, pero ésta es sin duda una operación no planeada!

Esperaron bajo el goteo y la catarata de la lluvia. En algún lugar a su izquierda gruñó un leopardo, y esto produjo una cadena de sonidos de pájaros y charla de monos.

Unos veinte pies detrás de ellos hubo un súbito ruido sordo. Se volvieron a rastras. Iván estaba de pie detrás de un árbol. En el suelo, a sus pies, yacía un extraño ser humano. Estaba desmayado.

Hubiera podido ser de cualquier nacionalidad o de cualquier color, ya que estaban en eso. Estaba vestido con unas pieles de mono, cortadas de manera tal que se parecían extrañamente a un uniforme. Una bolsa con correas había caído debajo de él, abierta, dejando escapar una granada de cerámica.

Iván señalaba una flecha que sobresalía de su cantimplora. La arrancó y se la dio a Jonnie. Por encima del hombro de éste, el coordinador susurró:

—Flecha envenenada. Vea el lugar donde estaba la gota, en la punta.

Jonnie le sacó la cantimplora a Iván y la tiró, haciendo señales de que ya no se podía beber de allí.

Iván sacó el arco del cinturón del hombre y lo ofreció. Pero Jonnie estaba arrodillado junto a él y cogía la granada. De ella sobresalía una mecha. Conocía el tipo de mecha. ¡Era psiclo!

En cuanto Jonnie volvió a prestarle atención, Iván le alcanzó una radio minera psiclo y señaló al hombre.

—Él nos observa —dijo Iván—. Él habla —y señaló la radio.

Súbitamente alerta, Jonnie comprendió que era posible que tuvieran un enemigo enfrente y otro en la selva, a sus espaldas.

Rápidamente, hizo circular a través de Roberto el Zorro las órdenes que harían que su pequeña fuerza se dispusiera de modo de enfrentar ambos lados.

¡Brigantes! El hombre que tenía a sus pies llevaba anchas bandoleras cruzadas de piel, donde llevaba flechas de repuesto, con las puntas introducidas en hendiduras practicadas en el cuero. Tenía un viejo par de botas de tiras, de factura grosera, que le recordaban los restos de las botas de paracaidistas que había visto en los almacenes de la base. El hombre tenía el pelo corto y erizado. La cara era brutal y estaba llena de cicatrices.

El tipo se movía, recobrándose del inesperado golpe de la culata del rifle. Rápidamente, el coronel Iván le puso un pie en el cuello para evitar que se levantara.

Roberto el Zorro estaba de regreso y con un movimiento de la cabeza indicó que ya se habían tomado las disposiciones.

—Pueden haber estado siguiéndonos durante días. ¡Ésa es una radio psiclo!

—Sí, y una mecha de bomba. Creo que hay más aquí… A unos cincuenta pies de distancia estalló una bomba en un resplandor anaranjado.

Se escucharon los disparos de un rifle de asalto. Siguió un momento sólo destacable por el sorprendido vuelo de los pájaros y la huida de los monos en medio de la lluvia.

Jonnie regresó detrás del tronco. En el complejo no sucedía nada. Roberto puso dos hombres armados con rifles en posición de cubrirlo.

—Estamos atrapados —dijo—. ¡Toda una incursión!

—Vaya primero a la retaguardia —ordenó Jonnie—. ¡Sáquelos de allí!

—¡Ataquen! —aulló el coronel Iván, y agregó algo en ruso. Hubo un martilleo instantáneo de rifles de asalto. Tabletearon granadas explosivas y a través de la lluvia apareció el humo.

Se escuchó el ruido de píes humanos que corrían y se adelantaban en oleadas consecutivas. ¡Gritos!

¡Gritos de batalla rusos y escoceses!

Después un silencio y luego el martilleo furioso de los rifles de asalto.

Otro momento de calma.

Se escuchó una voz áspera, levantándose por encima de los pájaros y la lluvia.

—¡Nos rendimos!

¿Inglés? ¿No era francés? El coordinador pareció confundido. Se escuchó el ruido de una carrera distante cuando Roberto el Zorro envió a algunos de sus hombres a colocarse detrás de la voz para evitar una trampa.

Jonnie cogió un rifle explosivo de manos de un escocés y se tiró al suelo. «Precisión», «sin llama». Empezó a disparar una ráfaga salvaje al recinto del gas respiratorio. El antiguo metal exterior cedió como piel bajo los impactos repetidos.

Se produjo un ruido metálico y un silbido. Jonnie disparó otra ráfaga.

Esperaron. No salió corriendo ningún psiclo. Para entonces el lugar debía estar lleno de aire, pero no hubo reacción.

La lluvia seguía cayendo y pájaros y monos se tranquilizaron. El humo, el negro humo de pólvora de las granadas, hacía daño en las narices.

Campo de batalla: la Tierra. La victoria
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