8
Lord Schleim creía que en la película que iba a verse no habría diamante acuchillado. Sólo los ojos tolnepas podían detectarlo y sólo un pictógrabador modificado podía filmarlo. Utilizaría este momento para distraer a los otros.
¡Sí! Se escuchaba un gemido en el cielo. Poco después la flota estaría encima de sus cabezas. Lo había calculado justo. ¡Qué inteligente de su parte! Tenía una bien merecida reputación de diplomático escurridizo. En realidad, era formidable.
Fue hasta su silla y se aseguró de que tenía la cesta al alcance de la mano. Miró a los emisarios reunidos. Todos estaban tensos, echados hacia adelante, esperando que empezara la película…, totalmente desprevenidos. Encontró el lugar exacto en que estaba parado el diablo, ligeramente frente a todos ellos y bien lejos del proyector. Lord Schleim acarició el extremo inferior del cetro.
—¡Inicie la última película de su maqueta! —dijo burlonamente lord Schleim.
Jonnie apretó los botones. Se apagaron los spots. Apareció la película tridimensional sobre Asart.
Era un ángulo distinto. Mostraba la parte trasera de la luna, así como parte del frente. Los filtros le daban una tonalidad azul, pero era Asart. Parecía flotar frente a ellos, inmensa.
Y allí en el centro, maciza e inconfundible, estaba la insignia tolnepa del diamante acuchillado, totalmente negra sobre la superficie de la luna.
Lord Schleim jadeó. Era real. Era realmente Asart.
Se suponía que uno de los extremos del cuchillo señalaba una puerta de hangar. Y mientras la puerta terminó de abrirse. ¡Se vio a boca, inmensa, abierta, de una caverna hecha por tolnepas!
La luna se había desinflado más todavía. Se parecía a un globo azul, uno de cuyos lados se estuviera deshinchando sin cesar: un agujero grande que ahora se iba agrandando y cada vez a mayor velocidad.
Lo que parecían ser unos gases negros estaban llenando la parte hundida.
¡Y después, del abierto hangar saltó una nave guerrera! Aunque debía de estar viajando muy rápido, parecía moverse muy lentamente a causa de su enorme tamaño. Por lo menos treinta mil toneladas de una nave capital tolnepa trataban de escapar al espacio.
Pero era demasiado tarde. Ya había sido tocada por el pliegue que se había formado dentro de la luna. ¡De pronto, todo un sector trasero de la nave desapareció!
Frente a los fijos ojos de los delegados, el vasto velero espacial fue comido de la cola a la nariz y su grueso metal se transformó en gases.
Comenzaban a abrirse otras puertas de hangar.
Pero hasta ahí llegaba la película. Una última nube de gas negro, cuando el último trozo de nave capital fue alcanzado por el desastre, y después se oyó la voz grabada: «¡Éste es lord Schleim!».
Lord Schleim gritó y después actuó.
Se golpeó las orejas para cerrarlas y se paró de un salto. Luchó con el fondo del cetro y, como si fuera una ametralladora, lo hizo describir un arco de izquierda a derecha, para congelarlos.
—¡Paralizaos! —gritó lord Schleim—. ¡Caed! ¡Malditos seáis, caed!
¡No sucedía lo bastante rápido! Algunos de los emisarios más lejanos estaban cayendo.
Cogió el otro cetro de la cesta. Abrió el anillo del fondo y lo pasó a su alrededor, abarcando a los guardias que había en las trincheras.
No caían a la velocidad suficiente.
Lord Schleim se precipitó sobre la cesta y sacó tres granadas. Con sus considerables fuerzas, arrojó una en la puerta abierta de la sala de operaciones. Envió otra a la entrada del cuenco y arrojó la tercera al demonio.
Antes de que tocaran el suelo, tal era la velocidad de su reacción, había sacado el arma de la cesta. Apuntó al diablo, derecho a su cara a treinta pies de distancia. Gozosamente, apretó el gatillo.
No disparó.
Lord Dom, una criatura bulbosa de un mundo en su mayor parte líquido, se ponía en pie tambaleándose y avanzaba hacia él.
Lord Schleim levantó la pistola, preparándose para apuntar a Dom y destrozarlo. Físicamente, un tolnepa podía con todos ellos.
Derecho, como una silbante flecha, Jonnie arrojó su clava. El mango duro golpeó contra los filtros oculares de Schleim.
Lord Browl, el emisario macizo parecido a un árbol que se sentaba detrás de él, envolvió a Schleim con sus brazos de un pie de diámetro y lo sujetó por detrás.
—¡Manténgalo quieto! —gritó Fowlojpan—. ¡No permitan que se toque el cuerpo! —Con un rápido movimiento de muñeca, Fowlojpan sacó con la garra derecha un cuchillo parecido a un pico y avanzó hacia lord Schleim.
El tolnepa luchaba, pero los enormes brazos lo sujetaban. Fowlojpan miró con sus ojos como cuentas el cuello como de acero del tolnepa.
—¡Ah! —dijo finalmente—. ¡Aquí está la incisión, curada a medias!
Su cuchillo empezó a cortar. Gotas grises de sangre tolnepa surgieron del corte superficial que se estaba haciendo. Fowlojpan apretó la herida, de la cual salió una frágil cápsula glaseada. Estaba intacta.
—Su cápsula de suicidio —dijo Fowlojpan—. Todo lo que tenía que hacer era golpearse ese lado del cuello y hubiera muerto. —Y miró reprobadoramente a Jonnie—. ¡Si hubiera golpeado esto con esa arma arrojadiza, no hubiera podido ser acusado!
Fue la primera intuición de Jonnie de que no todo iba como lo había planeado y que no todo estaba bien.
Fowlojpan se volvió hacia los otros, que se agrupaban a su alrededor. Gritó con voz chillona:
—¿Es voluntad de la conferencia que este emisario quede bajo arresto y se lo someta a juicio?
Pensaron, consideraron, se miraron entre sí. Uno dijo algo sobre «invocar la cláusula 32».
Jonnie sólo podía pensar en entrar y hacer que la guerra terminara ya. ¿Acaso estos nobles no comprendían que estaba muriendo gente? Y en cuanto a lord Schleim, ¿no lo habían visto tratando de usar armas contra todos ellos? Pero había chocado con las idioteces por las cuales eran famosos gobiernos y cortes. Había incluso un creciente bramido en el cielo. Amenazaban su propia seguridad.
—Propongo que sea adecuadamente juzgado —dijo un noble desde las últimas filas.
—¡Los que estén a favor! —gritó otro.
Todos los nobles no combatientes dijeron: «Sí». Los combatientes dijeron: «No».
—Declaro, en consecuencia —adujo Fowlojpan—, que el emisario de Tolnep es prisionero de la conferencia y será juzgado apropiadamente bajo la cláusula treinta y dos, por amenazar a la conferencia mediante la violencia física.
Ese bramido del cielo aumentaba. Jonnie se abrió camino. Se colocó frente al tolnepa y tocó su cara con un cetro.
—¿Era esto lo que buscaba, lord Schleim? Éste es el verdadero. Los otros eran copias que hicimos. Falsos, como el resto de sus armas.
Lord Schleim se debatía y gritaba.
—¡Consigan cadenas! —gritó Fowlojpan.
Jonnie se acercó al rostro del tolnepa, pero Fowlojpan buscaba entre sus dientes para asegurarse de que no tenía otras cápsulas para morder. En cuanto hubo terminado, Jonnie volvió a hablar:
—¡Schleim! ¡Diga a su capitán, allá arriba, que se retire! ¡Hable o le haré tragar esta radio!
Lord Dom trató de apartar a Jonnie.
—¡Éste es un prisionero de la conferencia! No es posible comunicarse con él hasta que sea juzgado. Cláusula cincuenta y uno, procedimientos que regulan los juicios…
De algún modo, Jonnie se las arregló para dominarse.
—Lord Dom, en este mismo momento esta conferencia está bajo amenaza directa de bomba. Por su propia seguridad, exijo que Schleim…
—¿Exige? —preguntó Fowlojpan—. ¡Bueno: ésas son palabras muy fuertes! Hay ciertos procedimientos que deben observarse. Y en consecuencia se le informa oficialmente que usted mismo arrojó un objeto a un emisario. La conferencia…
—¡Para salvar su vida! —gritó Jonnie, señalando a lord Dom—. ¡Este tolnepa le hubiera roto la cabeza!
—Pero ¿entonces usted actuaba como maestro de armas de esta conferencia? —repuso Fowlojpan—. No recuerdo ningún nombramiento…
Jonnie hizo una inspiración y pensó rápido.
—Estaba actuando como el elegido del planeta anfitrión, que es responsable de la protección de las vidas de los delegados invitados.
No conocía ningún procedimiento de ese tipo.
—¡Ah! —exclamó lord Dom—. Está invocando la cláusula cuarenta y una, responsabilidades del planeta que reúne emisarios.
—¡Ah! —prorrumpió Fowlojpan—. Entonces no puede acusárselo. ¿Dónde están esas cadenas?
Un guardia chino llegaba corriendo con un manojo de cadenas mineras. Dos pilotos lo seguían con otro rollo de pesados eslabones.
—Bajo la protección de la cláusula cuarenta y uno —dijo Jonnie, desesperado—, debo pedir al prisionero que rinda de inmediato sus fuerzas ofensivas.
Lord Dom miró a Fowlojpan y éste movió la cabeza.
—Todo lo que puede arreglarse vía cláusula diecinueve es una suspensión temporal de las hostilidades en los casos en que la actividad guerrera amenace la seguridad física de la conferencia.
—¡Bien! —dijo Jonnie.
Sabía que corría un riesgo. Ahora estos emisarios no eran tan amistosos, pero presionaría cuanto pudiera. Tenía que salvar vidas. No sólo las de ellos, sino también las de los sobrevivientes de Edimburgo. Puso la radio junto a la boca de lord Schleim.
—¡Schleim, declare una inmediata suspensión de hostilidades! ¡Y dígale a ese capitán que está allá arriba que retire sus fuerzas! Lord Schleim escupió.
Ahora lo estaban envolviendo en cadenas. Alguien había encontrado en la cesta un filtro de repuesto, reemplazando los rotos para que pudiera ver. Lo tenían echado en el suelo y parecía un enorme rollo de cadena. Sólo su cara era visible. Sus labios estaban hundidos y de ellos no salían más que siseos.
Jonnie estaba a punto de amenazarlo con que, si no hablaba por radio, el planeta Tolnep conseguiría su dragón propio, cuando la idea de que tal vez eso también violara algo lo hizo vacilar, buscando las palabras.
Accidentalmente, lord Dom resolvió su problema antes de que Jonnie pudiera hablar.
—Schleim —dijo lord Dom—, estoy seguro de que todo irá mejor para usted en el juicio si manda retirar sus fuerzas.
Esto era lo que lord Schleim había estado tratando de conseguir.
—Con esa condición, y si el capitán de esa flota está dispuesto a abandonar su aventura pirata y a seguir mis órdenes, denme la radio.
Jonnie le acercó rápidamente la radio a la boca, aunque hubiera preferido destrozarle con ella los colmillos.
—¡Nada de códigos! Diga sólo: he declarado una suspensión temporal de hostilidades y se le ordena retirarse a una órbita alejada de todas las zonas de combate.
Lord Schleim miró los rostros que lo rodeaban. Cuando Jonnie apretó el interruptor escondido, Schleim los sorprendió a todos diciendo exactamente lo que Jonnie le había dicho que dijera. Pero ¿había una sonrisa reprimida en la boca del tolnepa?
Allá, en el espacio, debía de estar produciéndose algún arreglo o regulación previa. La voz de Rogodeter Snowl surgió del cetro:
—Es mi deber preguntar si el emisario tolnepa está bajo alguna amenaza física o coacción.
Se miraron. Era evidente que las regulaciones navales tolnepas comprendían esas órdenes repentinas y de otro modo inexplicables. Schleim, envuelto hasta el mentón en la pesada cadena, sonrió.
—¿Puedo hablarle otra vez?
—¡Dígale que le obedezca de inmediato! —urgió Jonnie. No deseaba formular una amenaza directa contra el planeta tolnepa con esa compañía y en ese momento.
Una vez más, lord Schleim dijo exactamente lo que le ordenaba Jonnie.
Volvió a oírse la voz de Rogodeter Snowl:
—Sólo puedo obedecer si se me asegura que la seguridad personal del emisario de Tolnep está garantizada y la conferencia promete devolverlo sin daño al planeta Tolnep.
Fowlojpan dijo a lord Dom:
—Sencillamente, impide la ejecución.
—Todavía puede enjuiciárselo, según la cláusula cuarenta y dos —dijo lord Browl—. Es bastante normal. Propongo, a título personal, que garanticemos el regreso de este emisario. ¿Quiénes están a favor?
Esta vez los seis fueron unánimes. Fowlojpan miraba a su alrededor.
—¿Dónde está…, dónde está…?
El hombrecito gris apareció entre ellos. Sacó el cetro a Jonnie. Miró los rostros que lo rodeaban y después, cuando asintieron, habló por el micrófono. Primero dio una palabra en código seguida por un zumbido especial que parecía provenir de la solapa de su traje gris. Después dijo:
—Capitán Snowl, se certifica que el emisario de Tolnep será devuelto, sin daño físico, a su planeta, a su debido tiempo y sin tardanzas irrazonables.
Se escuchó la voz de Snowl:
—Gracias, su excelencia. Por favor, informe a los emisarios que respetaré una temporal suspensión de las hostilidades y que en este momento empiezo a retirarme a una órbita lejos de esta y otras zonas de combate. Fin de la transmisión.
Jonnie estaba señalando a los emisarios de los otros combatientes. ¡Ellos eran los que estaban destrozando Edimburgo y Rusia!
—Lord Fowlojpan —dijo Jonnie—, estoy seguro de que cualquier suspensión temporal de las hostilidades incluye a todos los combatientes.
—¡Ah! —exclamó Fowlojpan, y pensó: «No tenemos garantías de que allá arriba hubiera sólo naves tolnepas. Sería irregular que estos otros no estuvieran de acuerdo».
Pero el bolboda, el drawkin, el hawvin y otros nobles combatientes señalaban a sir Roberto, que estaba de pie en la puerta de la sala de operaciones.
—¡Estamos de acuerdo! —gritó sir Roberto, con una expresión de disgusto a causa de las demoras.
Los emisarios combatientes empezaron a mirar en torno buscando medios de comunicación. Una multitud de comunicadores con micrófonos salió corriendo y estuvo a punto de tirarlos al suelo.
Con los ruidos característicos de diversos idiomas, los otros combatientes ordenaron a sus naves una suspensión temporal de las hostilidades.
Buen Dios, pensó Jonnie. Durante todo este tiempo los hombres habían seguido muriendo. Todavía era todo muy arriesgado. Nadie había dicho que no se reanudarían las hostilidades, y con mayor ferocidad todavía.
¿Y quién era ese hombrecito gris que ejercía tanto poder sobre ellos? ¿Dónde encajaba? ¿Quién era? ¿Qué querría sacar él de todo esto? ¿Sería otra amenaza?
Los emisarios estaban sacando a rastras a lord Schleim cuando Quong, el comunicador budista de sir Roberto, corrió hacia Jonnie.
—Sir Roberto me pide que le diga —susurró el chico— que dentro de un momento se producirá un éxodo repentino, que no se alarme. Durante la última media hora han estado trabajando en operaciones y en este momento se están impartiendo las órdenes. Hay cientos de personas atrapadas en los refugios de Edimburgo. Los corredores y entradas del túnel se derrumbaron a causa de las pesadas bombas. No saben cuántos quedan vivos ni ninguna otra cosa. Dice que es como el derrumbe de una mina. Dentro de unos minutos se van y él quiere que usted siga con esto. Si es necesario, regresará.
Jonnie sintió como si una mano fría le apretara el corazón. Chrissie y Pattie formaban parte de aquello. Si seguían vivas.
—¡Debería ir yo! —sugirió Jonnie.
—No, no —negó Quong—. Sir Roberto dijo que usted dirija eso, lord Jonnie. Harán todo lo que pueda hacerse. Me ha dicho que le diga que deja todo esto en sus manos.
En ese momento se produjo el pandemónium. Sir Roberto salió corriendo de la sala de operaciones. En algún momento se había cambiado la ropa y la capa gris flotaba mientras corría.
—¡Adiós, lord Jonnie! —gritó Quong, y se fue corriendo.
Sir Roberto estaba en el pasaje, agitando el brazo con urgencia.
—¡Vamos! —los convocaba—. ¡Vamos!
Los doctores Mac Kendrick y Allen salieron a toda prisa de la zona del hospital, cerrando sus maletas a medida que corrían. Allen se volvió, gritó algo a la enfermera y siguió corriendo.
Los heridos que podían caminar salieron saltando y cojeando en dirección al pasaje.
Pasaron cuatro pilotos corriendo.
Los guardias que un instante antes habían estado apuntando a lord Schleim desde las trincheras se gritaban los unos a los otros. Un soldado que llevaba varios paquetes corrió hacia ellos y se fueron todos.
Una multitud de oficiales y comunicadores salieron de la sala de operaciones, dirigiéndose hacia la salida del pasaje.
De pronto, Jonnie estuvo consciente del tumulto y conmoción entre los chinos. Las madres entregaban bebés y una retahíla de instrucciones a las hijas mayores y corrían hacia la salida. Los chinos cogían cosas de sus equipajes personales, colocando a los niños más pequeños cerca de las niñas más crecidas, incitándose a gritos a darse prisa. Los perros, sujetos con correas que se depositaban en manos de los niños, desencadenaban una cacofonía de ladridos y aullidos al verse obligados a quedarse.
Se encendió el motor de un avión; después otro.
Tres pilotos escoceses salieron corriendo de la sala de operaciones, poniéndose sus ropas de vuelo y llevando mapas.
Y durante todo ese tiempo, sir Roberto estaba parado en la salida y gritaba:
—¡Vamos, vamos!
Desde la puerta abierta de operaciones, se alzaba la voz de Stormalong sobre el tumulto:
—¿Victoria, Victoria? ¡Maldito sea, hombre! Tengan siempre a alguien en la radio. Recojan todas las bombas mineras que puedan encontrar. Todas las mangas y bombas de atmósfera. ¿Me entiende? ¡Ya sé que está todo tranquilo! Muy bien.
Una comunicadora empezaba a hacerse cargo de la comunicación. Empezó a charlar en pali.
—¡Vamos! —gritaba sir Roberto a los pocos rezagados—. ¡Edimburgo está en llamas, maldito sea!
Un avión salió. Sir Roberto se había ido. Otro avión y otro y otro y otro… Por el sonido estaban lanzándose en segundos a velocidad supersónica. Jonnie se preguntó si habían dejado algún aparato.
Lord Dom se acercó a Jonnie. Su cara enorme, líquida, se veía algo preocupada.
—¿Qué sucede? ¿Están abandonando esta zona? Comprenderá que durante una suspensión temporal de las hostilidades es irregular usar el tiempo para reorganizar la disposición de las fuerzas militares con el objeto de tener la ventaja de la sorpresa cuando se reanuden las hostilidades. Yo le advertiría…
Jonnie ya había tenido bastante de la cortesía chinko por un día. Estaba preocupado por Chrissie y Pattie y también por la gente de su aldea que había ido a Rusia.
—Están en camino para tratar de desenterrar a cientos de personas que han quedado atrapadas en refugios derruidos —dijo—. No creo que sus reglas se apliquen a los no combatientes, lord Dom. Y aun si así fuera, ni siquiera usted podría detener a esos escoceses. Están de camino para tratar de salvar lo que queda de la nación escocesa.
Jonnie fue hacia la sala de operaciones. El lugar estaba desordenado a causa de la apresurada huida. Sólo estaban allí la comunicadora budista y Stormalong. Ella había terminado con sus mensajes y estaba echada hacia atrás, con la cabeza inclinada, exhausta. Había estado trabajando sin dormir durante días. Éste era el primer momento de calma.
—¿Y Rusia? —preguntó Jonnie a Stormalong.
—Hace media hora que he enviado allá a todo el contingente de Singapur. Se llevaron todo lo que tenían. Es sólo un paso por encima de los Himalaya y estarán allí dentro de dos horas. No sé qué encontrarán…; hace un par de días que no sabemos nada de Rusia.
—¿Y Edimburgo? —preguntó Jonnie.
—En la última hora, nada.
—¿Escuché acaso que enviabas a todos los de Victoria a Escocia? —preguntó Jonnie—. ¿Qué pasa con los prisioneros que hay allá?
—¡Oh, dieron un rifle explosivo a Ker! —contestó, y vio la mirada de Jonnie—. ¡Ker dice que si mueven un solo hueso ocular, les volará la cabeza! Han dejado a aquella vieja de las montañas de la Luna para que se ocupe de sus alimentos. Y todas tus notas vitales están a salvo… —Y estaba a punto de agregar «aquí» cuando vio a lord Dom parado en la puerta y lo miró.
—No deseaba entrometerme —dijo lord Dom—, pero no he podido evitar escuchar. ¿No habrán dejado sin cobertura aérea la zona de la conferencia, tal vez todo el continente o todo el planeta? Jonnie se encogió de hombros y señaló a Stormalong. —Estamos él y yo. Esto sobresaltó a lord Dom, que se estremeció ligeramente.
Stormalong rió y dijo:
—¡Bueno, eso es por lo menos el doble de lo que solía haber! No hace mucho tiempo estaba sólo él —y señaló a Jonnie.
Lord Dom pestañeó y miró a Jonnie. El joven no parecía en absoluto preocupado.
Lord Dom se fue y contó sus cuitas a sus colegas. Las discutieron entre ellos.
Llegaron a la conclusión de que lo mejor que podían hacer era mantener vigilado a Jonnie.